En el suelo se percibía una ligera mancha oscura. La alfombra había sido mandada a la tintorería, pero la sangre dejaba su huella.
Me estremecí.
—No puedo usar esta habitación —dije en voz alta—. No puedo usarla.
Entonces mis ojos vieron algo, el brillo de una cosa azul. Me incliné. Había un pequeño objeto entre el escritorio y la pared. Lo recogí.
Lo sostenía en la palma de la mano, examinándolo, cuando Griselda entró.
—Se me había olvidado decirte que miss Marple desea que vayamos a su casa después de la cena, Len —dijo—. Quiere que le ayudemos a entretener a su sobrino. Le contesté que iríamos.
—Muy bien, querida.
—¿Qué estás mirando?
—Nada.
Cerré la mano y posé los ojos en mi esposa.
—Si tú no eres capaz de entretener a Raymond West, querida, debe de tratarse de una persona muy difícil de complacer.
—No seas ridículo, Len —repuso mi esposa, sonrojándose.
Salió de la habitación y abrí la mano. En ella tenía un pendiente de lapislázuli, en cuya montura aparecían varias perlas de cultivo.
Era una joya bastante fuera de lo corriente y recordé dónde la había visto últimamente.
N
O puedo decir, en justicia, que jamás haya sentido gran admiración por Raymond West. Se supone que es un gran novelista y se ha labrado un nombre como poeta. En sus poesías no emplea jamás letras mayúsculas, lo que, según creo, es la esencia del modernismo. Sus libros tratan de gente desagradable, cuyas vidas son en extremo aburridas.
Siente un tolerante afecto por «tía Jane», a quien se refiere en su presencia como a una «superviviente».
Ella le escucha con un halagador interés, y si alguna vez aparece en sus ojos un brillo divertido, tengo la certeza de que él no lo observa.
Se dedicó a Griselda desde el primer momento. Hablaron de las obras teatrales modernas y de allí pasaron a tratar ideas, también modernas, de decoración. Griselda parece burlarse de Raymond West, pero creo que se adapta a su conversación.
Durante mi (aburrida) conversación con miss Marple, oí varias veces la expresión «enterrada, como usted, en este pueblo».
Eso empezó, por fin, a irritarme.
—Supongo que debe tener en muy pobre opinión a los habitantes de este pueblo.
Raymond West agitó el cigarrillo.
—Considero a St. Mary Mead —dijo en tono autoritario— como una charca estancada.
Nos miró dispuesto a enfrentarse con nuestro resentimiento, pero creo que vio con desagrado que ninguno de nosotros se opusiera a sus palabras.
—Me parece que has empleado un símil muy poco apropiado, mi querido Raymond —observó miss Marple alegremente—. Nada está tan lleno de vida como una gota de agua de un charco estancado examinada al microscopio.
—Vida… de una clase —admitió el novelista.
—Todas las clases de vida tienen algo en común, ¿no crees? —repuso miss Marple.
—¿Te estás comparando a los miasmas de las charcas, tía Jane?
—Recuerdo que en tu último libro dijiste algo parecido, querido.
Ningún hombre inteligente gusta de que se empleen sus propias palabras contra él y Raymond West no era ninguna excepción.
—Fue algo completamente distinto —replicó con voz seca.
—Después de todo, la vida es algo muy parecido en todas partes —repuso miss Marple plácidamente—. Se nace, se crece, se llega al enamoramiento, luego al matrimonio, vienen los hijos…
—Y finalmente la muerte —dijo Raymond West—. Y no siempre aquella que se puede probar con un certificado de defunción, sino algunas veces la muerte en vida.
—Hablando de muertes —le interrumpió Griselda—, ¿se ha enterado de que en St. Mary Mead hemos tenido un asesinato?
Raymond West pretendió alejar estas palabras con un gesto de la mano.
—El asesinato es un hecho muy vulgar —dijo—. No me siento interesado por él; es por eso que me desagrada.
Estas palabras no hicieron mella en mí. Se dice que todo el mundo ama a un amante; cámbiese «amante» por «asesinato» y tendremos una verdad todavía más infalible. Nadie puede dejar de sentirse interesado por el crimen. La gente sencilla, como Griselda y yo, podemos admitirlo abiertamente, pero las personas como Raymond West deben pretender que el solo pensamiento de la muerte violenta les aburre.
Sin embargo, miss Marple descubrió a su sobrino.
—Raymond y yo no hemos hablado de otra cosa durante la cena —dijo.
—Siento gran interés por los sucesos de este pueblo —repuso Raymond apresuradamente, tras lo cual sonrió benévolo y tolerante a miss Marple.
—¿Tiene usted alguna teoría, míster West? —preguntó Griselda.
—Lógicamente —repuso Raymond West, gesticulando con la mano que sostenía el cigarrillo—, sólo una persona pudo haber asesinado a Protheroe.
—¿Quién? —preguntó Griselda.
Todos estábamos interesados en la contestación.
—El vicario —contestó Raymond, señalándome con un dedo acusador.
Proferí una exclamación de sorpresa.
—Desde luego —prosiguió—, sé que usted no lo hizo. La vida no es nunca como debiera ser. Pero piense un momento en el drama: miembro de la junta del templo asesinado en la vicaría por el pastor. ¡Delicioso!
—¿Y el motivo?
—¡Oh! Eso es muy interesante —se irguió con su silla, dejando apagar el cigarrillo—. Complejo de inferioridad, supongo. Demasiadas inhibiciones, posiblemente. Me gustaría escribir la historia del asesinato. Es sumamente complejo. Semana tras semana, año tras año, ha visto al hombre en las reuniones parroquiales, en las excursiones de los muchachos del coro, pasando la bandeja en la iglesia, llevándola después al altar. Y el hombre le disgusta, pero reprime ese sentimiento. Es anticristiano y no debe tolerarlo. Y así va creciendo en su interior, ocultamente, hasta que un día…
Hizo un gesto muy expresivo. Griselda se volvió hacia mí.
—¿Has sentido eso alguna vez, Len?
—Nunca —repuse verazmente.
—Sin embargo, creo que hace poco deseaba que el coronel desapareciera de este mundo —observó miss Marple.
(¡Ese dichoso Dennis! Era culpa mía, desde luego. Jamás debí haber hecho aquella observación.)
—Temo haberme expresado en estos términos —repuse—. Fue una observación estúpida, pero realmente pasé una mañana muy nerviosa con él.
—Es muy desagradable —dijo Raymond West—. Porque, desde luego, si su subconsciente hubiese en realidad planeado asesinarle, nunca le hubiera permitido hacer esa observación.
Suspiró.
—Mi teoría se derrumba. Probablemente se trata de un vulgar caso de asesinato, cometido por algún vengativo cazador furtivo o una persona semejante.
—Miss Cram ha venido a verme esta tarde —observó miss Marple—. La había encontrado en el pueblo y la invité a que viniera a ver mi jardín.
—¿Le gustan los jardines? —preguntó Griselda.
—Creo que no —repuso miss Marple, con una sonrisa burlona—. Sin embargo, constituyen una excusa muy apropiada para hablar.
—¿Qué opinión tiene usted de ella? —preguntó Griselda—. No creo que sea mala muchacha.
—Me dio mucha información —dijo miss Marple— acerca de ella y de su familia. Parece que todos murieron en la India. A propósito, ha ido a pasar el fin de semana a Old Hall.
—¿Qué…?
—Parece que mistress Protheroe la invitó, o quizá ella misma lo sugirió. No sé exactamente cómo fue. Tiene que hacer algún trabajo de secretaria, pues creo que hay muchas cartas por contestar. Como el doctor Stone está ausente, no tiene nada que hacer. Esa tumba ha causado mucha excitación.
—¿Stone? —preguntó Raymond—. ¿Te refieres al arqueólogo?
—Sí. Está excavando una tumba en la propiedad de los Protheroe.
—Es un verdadero sabio —observó Raymond—. Le conocí hace algún tiempo en una cena y sostuvimos una charla muy interesante. Creo que iré a visitarle pronto.
—Ha ido a Londres a pasar el fin de semana —dije—. Por cierto que tropezó usted con él esta tarde en la estación cuando salió.
—Tropecé con usted. Le acompañaba un hombre gordo y bajo con gafas.
—Sí. El doctor Stone.
—Pero querido amigo, ese hombre no era Stone.
—¿No era él?
—No el arqueólogo. Le conozco muy bien. Ese individuo no tiene el menor parecido con Stone.
Nos miramos asombrados y volví los ojos hacia miss Marple.
—Es extraordinario —dije.
—La maleta —observó miss Marple.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Griselda.
—Eso me recuerda a aquel hombre que se hacía pasar por inspector de la compañía del gas —murmuró miss Marple—. Obtuvo un buen botín.
—Un inspector —dijo Raymond—. Muy interesante.
—La cuestión es: ¿tiene ello algo que ver con el asesinato? —preguntó Griselda.
—No, necesariamente —repuse—. Pero…
Miré a miss Marple.
—Es una cosa muy extraña —observó la solterona—. Otra de esas cosas extrañas.
—Sí —asentí, poniéndome en pie—. Me parece que esto debe ser puesto inmediatamente en conocimiento del inspector.
L
LAMÉ por teléfono al inspector Slack y le comuniqué la noticia. Sus órdenes fueron breves y enfáticas. Nadie debía enterarse de lo que acabábamos de averiguar. Miss Cram no debía ser puesta sobre aviso bajo ningún motivo. Entretanto, se procedería a la búsqueda de la maleta en los alrededores de la tumba.
Griselda y yo regresamos a la vicaría, presas de gran excitación. No podíamos hablar mucho en presencia de Dennis, pues habíamos prometido al inspector que no dejaríamos traslucir la menor cosa.
Dennis estaba muy preocupado por sus propios asuntos. Entró en el gabinete y empezó a revolver las cosas y a pasearse arriba y abajo, como si algo le inquietara profundamente.
—¿Qué te sucede, Dennis? —pregunté finalmente.
—No quiero ser marino, tío Len.
Me sentí asombrado. Hasta entonces el muchacho demostró gran afición por la carrera del mar.
—Te entusiasmaba la idea de serlo —observé.
—Sí, pero he cambiado de pensamiento.
—¿Qué quieres hacer?
—Quiero ser financiero.
Me sentí sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—Pues, que quiero ser financiero. Deseo ir a la City.
—Querido sobrino, estoy seguro que esa vida no te gustaría en absoluto. Incluso si pudiera encontrarte un empleo en un banco.
Dennis dijo que no era eso lo que deseaba. No quería trabajar en un banco. Le pedí que me explicara detalladamente sus proyectos y, naturalmente, como sospechaba, no sabía exactamente lo que pretendía ser.
Ser «financiero», simplemente significaba, para él, hacerse rico pronto, lo cual, con el optimismo propio de la juventud le parecía muy fácil de lograr con sólo «ir a la City». Procuré quitarle esa idea de la cabeza lo más suavemente que me fue posible.
—¿Cómo se te ha ocurrido eso? —pregunté—. Estabas encantado pensando en ser marino.
—Ya lo sé, tío Len, pero he reflexionado. Algún día tendré que casarme y… quiero decir, se ha de ser rico para casarse con una muchacha.
—Los hechos desmienten tu teoría —observé.
—Sí, ya lo sé, pero querré casarme con una muchacha que esté acostumbrada a tener cuanto desee.
Era bastante vago en su explicación, pero me pareció que sabía a dónde quería ir a parar.
—Todas las muchachas no son como Lettice Protheroe —dije suavemente.
Se sonrojó como la grana.
—No es usted justo con ella, tío. Ni usted ni tía Griselda la quieren. Griselda dice que es una niña aburrida.
—Desde el punto de vista femenino, mi esposa tiene razón. Lettice es aburrida.
Desde luego, no me costó trabajo convencerme de que el muchacho se sentiría vejado ante el adjetivo.
—Si la gente fuera sólo algo más condescendiente… Incluso los Hartley Napier la critican, a pesar de la desgracia que la aflige ahora y todo porque dejó el partido de tenis algo temprano. ¿Por qué tenía que quedarse más rato, si no se sentía a gusto? Después de todo, me parece muy decente por su parte haberse ido.
—Fue ciertamente un favor que les hizo —observé, pero Dennis no sospechó la menor malicia en mis palabras.
—No tiene nada de orgullosa. Para probárselo, le diré que incluso hizo que yo me quedara. Naturalmente, también yo quería irme, pero ella se opuso. Dijo que no podía hacer un feo a los Napier. Por complacerla, me quedé un cuarto de hora más.
Los jóvenes tienen unos puntos de vista muy curiosos acerca de la falta de orgullo.
—Y ahora parece que Susan Hartley Napier va diciendo por todas partes que Lettice es una chica muy mal educada.
—En tu lugar —repuse—, yo te aseguro que no me preocuparía.
—Sí, pero…
Entonces se franqueó.
—Haría cualquier cosa por Lettice.
—Muy pocos de nosotros podemos hacer algo por los demás —dije—. Por mucho que lo deseemos, somos del todo impotentes.
—Quisiera morirme —repuso Dennis sombríamente.
Pobre muchacho. El amor juvenil es una enfermedad virulenta. Evité pronunciar las palabras, generalmente irritantes para la otra parte, que en ocasiones parecidas acuden fácilmente a nuestros labios. En vez de ello, le deseé las buenas noches y me fui a la cama.
Por la mañana me encargué del servicio religioso de las ocho y cuando regresé a casa encontré a Griselda sentada a la mesa con una nota en la mano. Era de Anne Protheroe.
«Querida Griselda:
Me sentiría muy agradecida si usted y el vicario vinieran a comer hoy, procurando que nadie se entere de ello. Ha sucedido algo muy extraño y deseo el consejo de mister Clement.
No mencionen esta carta cuando lleguen, pues no he hablado de ello con nadie.
Con cariño,
Anne Protheroe»
—Debemos ir, naturalmente —dijo Griselda.
Asentí.
—¿Qué habrá sucedido?
También yo me hacía esa pregunta.
—Me parece que todavía no hemos llegado al término de ese caso —observé.
—¿Lo dices porque no se ha detenido a nadie?
—No —repuse—. Quiero decir que existen ramificaciones, corrientes subterráneas de las que nada conocemos. Muchas cosas deben ser aclaradas antes de que lleguemos al conocimiento de la verdad.
—¿Te refieres a cosas que no tienen gran importancia, pero que obstruyen el camino?