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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Muerte en la vicaría (17 page)

BOOK: Muerte en la vicaría
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Mistress Archer reconoció la pistola que le mostró como la que había visto en una estantería de la casa de míster Redding. La última vez que la vio fue el día del asesinato. Estaba allí a la hora de la comida del martes. Aquel día salió de la casa a la una menos cuarto.

Recordé lo que el inspector me había dicho y me sentí algo sorprendido. A pesar de lo incoherente que pudo parecer cuando él la interrogó, en la encuesta se mostró completamente segura de sus palabras.

El criminalista resumió las declaraciones, y el jurado dio su veredicto casi inmediatamente.

«Asesinato cometido por persona o personas desconocidas.»

Al salir, observé un grupo de hombres jóvenes, de aspecto decidido y todos ligeramente parecidos. Conocía a algunos por haber estado rondando la vicaría durante los últimos días. Al tratar de escapar de ellos, volví a entrar en el Blue Boar y tuve la fortuna de encontrar al arqueólogo doctor Stone, a cuyo brazo me agarré con firmeza.

—Periodistas —dije breve, pero expresivamente—. ¿Puede usted ayudarme a salvarme de ellos?

—Naturalmente, míster Clement. Venga arriba conmigo.

Me precedió por una estrecha escalera y llegamos a su salita, en la que miss Cram estaba sentada aporreando las teclas de una máquina de escribir. Me saludó con una sonrisa de bienvenida y aprovechó la oportunidad para hacer un alto en su trabajo. Separóse de su máquina y sentóse.

—Es horrible, ¿verdad? —dijo—. Quiero decir, no saber quién lo hizo. Me siento bastante disgustada por la encuesta.

—¿Estuvo usted también presente? —pregunté al doctor Stone, tratando de librarme de las bromas de miss Cram.

—No. Estas cosas no me interesan. Soy un hombre muy ocupado en mi trabajo.

—Debe ser muy interesante —dije.

—¿Entiende usted de arqueología?

Me vi obligado a admitir que no tenía el menor conocimiento de esa ciencia.

El doctor Stone no se arredró ante mi confesión de ignorancia. El resultado fue igual que si hubiera dicho que la excavación de tumbas antiguas era mi afición predilecta. Habló largo y tendido de tumbas rectangulares y redondas, la edad de piedra, la edad de bronce, del paleolítico, del neolítico. De su boca salía un interminable chorro de palabras. Yo me limitaba a asentir, tratando de parecer inteligente. El doctor Stone seguía hablando. Era un hombre bajo, de cabeza calva, cara redonda y sonrosada, que miraba a través de unas gruesas gafas. Jamás he conocido a persona alguna capaz de hablar con tanto detalle sobre un tema desconocido para su oyente.

Después me explicó minuciosamente su diferencia de opinión con el coronel Protheroe.

—Era un patán tozudo —afirmó—. Sí, ya sé que no se debe hablar mal de los muertos, pero su desaparición no altera los hechos. Se creía un perito en la materia porque había leído algunos libros y olvidaba que yo he dedicado toda mi vida al estudio de las tumbas. Toda mi vida, míster Clement; toda mi vida.

Estaba verdaderamente excitado. Gladys Cram le volvió a la realidad con una sola frase.

—Perderá usted el tren —observó.

—¡Oh! —exclamó, sacando un reloj de bolsillo—. ¡Qué tarde es ya!

—Se olvida usted del tiempo cuando habla. Me gustaría saber qué haría usted si no estuviera a su lado para recordárselo.

—Tiene usted razón, querida, tiene razón —repuso, golpeándola afectuosamente en el hombro—. Es una chica maravillosa, míster Clement. Nunca se olvida de nada. Me considero muy afortunado de tenerla conmigo.

—Me hará usted sonrojar, doctor Stone —dijo ella—. Pero dése prisa.

—Sí, sí, ya voy.

Desapareció en la habitación vecina y volvió a salir con una maleta en la mano.

—¿Se marcha usted? —pregunté sorprendido.

—Tengo que ir a la ciudad por un par de días —explicó—. Debo ver mañana a mi madre y a mis abogados el lunes. Regresaré el martes. A propósito, espero que la muerte del coronel Protheroe no altere el acuerdo a que llegamos acerca de la tumba. Supongo que mistress Protheroe no tendrá inconveniente en que prosiga las excavaciones.

—No creo que tenga nada que objetar.

Mientras él hablaba, me pregunté quién mandaría en Old Hall en el futuro. Pensé que acaso Protheroe lo hubiera dejado a Lettice. Sería interesante conocer el contenido del testamento del coronel Protheroe.

—La muerte suele causar muchas complicaciones en las familias —afirmó miss Cram.

—Ya es hora de partir —dijo el doctor Stone, tratando infructuosamente de no perder el control de la maleta, un paquete y el paraguas.

Acudí en su ayuda, pero él protestó:

—No se moleste usted. Puedo arreglarme perfectamente. Además, abajo habrá seguramente alguien que me ayude a llevar todo esto.

Pero en la planta baja no había nadie a quien encomendar el transporte del equipaje del doctor Stone. Sospecho que los caballeros de la prensa acaparaban la atención general. Se hacía tarde y nos dirigimos juntos hacia la estación. El doctor Stone llevaba la maleta y yo el paquete y el paraguas.

—Es usted muy amable —dijo el doctor Stone, respirando afanosamente a causa de la rapidez de nuestros pasos—. Espero no perder el tren… Gladys es una muchacha muy buena… No era muy feliz en su casa… Tiene un corazón de oro… A pesar de la diferencia de edades, tenemos mucho en común…

Vimos la casita de Lawrence Redding al tomar el camino de la estación. Está aislada de las demás. Observé la presencia de dos jóvenes elegantes junto a la puerta, y de otros dos que miraban al interior por las ventanas. Los caballeros de la prensa estaban muy ocupados.

—Buena persona el joven Redding —comenté, para observar la reacción del doctor Stone.

Respiraba tan afanosamente que sólo pudo pronunciar confusamente la palabra, que no comprendí bien.

—Peligroso —dijo, cuando le pedí que repitiera lo dicho.

—¿Peligroso?

—Mucho. Muchachas inocentes… no saben distinguir…, se enamoriscan de un individuo como él… Mala persona.

De ello deduje que el único hombre joven del pueblo no había pasado inadvertido para la encantadora Gladys.

—¡Dios santo! —exclamó el doctor Stone—. ¡El tren!

Estábamos ya cerca de la estación y corrimos. El convoy procedente de Londres estaba en andenes, y el que se dirigía a la capital entraba en agujas.

Al acercarnos a la taquilla chocamos con un joven elegante, en quien reconocí al sobrino de miss Marple, que llegaba en aquel momento. No le gusta, según parece, que la gente choque con él. Se enorgullece de su porte y aires de despego, y no hay duda alguna de que un contacto vulgar causa detrimento en el porte de la persona. El golpe le hizo tambalearse. Me excusé apresuradamente y entramos. El doctor Stone subió al vagón y yo le alargué el equipaje por la ventanilla cuando el tren arrancaba.

Le despedí con un gesto de la mano y me volví. Raymond West no se encontraba ya en la estación, pero el farmacéutico local, Cherubin, se dirigía hacia el pueblo y me uní a él.

—¿Cómo fue la encuesta, míster Clement? —me preguntó.

Le dije cuál había sido el veredicto.

—Así lo esperaba yo —repuso—. ¿Adonde va el doctor Stone?

Le repetí lo que me había dicho.

—Ha tenido suerte de no perder el tren. En esta línea nunca se sabe a qué hora llegan. Es una verdadera vergüenza, míster Clement. El tren en que yo he venido llevaba diez minutos de retraso. Y eso que hoy es sábado y el tráfico es menor. Y el miércoles… no, el jueves… Recuerdo una enérgica carta de protesta a la compañía, pero las noticias del crimen me hicieron olvidarme de ello. El jueves asistía a una reunión de la Sociedad de Farmacéuticos. ¿Cuánto retraso supone usted que llevaba el tren de las seis y cincuenta? ¡Media hora! Exactamente media hora. ¿Qué le parece? Diez minutos no tienen importancia, pero media hora… Si el tren no llega hasta las siete y veinte, no es posible estar en casa antes de las siete y media. ¿Por qué le llamarán el tren de las seis y cincuenta, me pregunto?

—Tiene usted razón —observé.

Deseando interrumpir aquel monólogo, me separé de él con la excusa de tener que hablar con Lawrence Redding, que venía en nuestra dirección.

C
APÍTULO
XIX

M
E complace mucho encontrarme con usted —dijo Lawrence—. Acompáñeme a casa.

Cruzamos el portillo de la rústica verja, recorrimos el corto sendero y Lawrence sacó una llave del bolsillo y la insertó en la cerradura.

—Veo que cierra la puerta ahora —observé.

—Sí —repuso, riendo amargamente—. Es un poco tarde para hacerlo, ¿no le parece? A burro muerto… —abrió la puerta y me cedió el paso—. Hay algo acerca de todo esto que no me gusta en absoluto. Alguien conocía la existencia de mi pistola, lo que significa que el asesino, quienquiera que sea, ha estado en esta casa y posiblemente tomado una copa conmigo.

—No necesariamente —repuse—. Todos los habitantes de St. Mary Mead saben exactamente el lugar en que guarda su cepillo de dientes y qué marca de dentífrico usa.

—¿Por qué ha de interesarles mi vida?

—No lo sé —dije—, pero les interesa. Si decide cambiar de jabón de afeitar, su decisión será comentada.

—Deben tener muy pocos temas de conversación.

—Supongo que debe ser eso. Nunca sucede nada en este pueblo.

—Pero ahora ha ocurrido algo sensacional.

Asentí.

—¿Y quién les cuenta esas cosas, como lo del dentífrico y jabón de afeitar?

—Probablemente mistress Archer.

—¿Ese vejestorio? Está medio loca, según parece.

—Ése es el camuflaje de los pobres —expliqué—. Se refugian tras una máscara de estupidez. Probablemente algún día averiguará que no es lo que aparenta. A propósito, ahora parece hallarse muy segura de que la pistola estaba en su sitio el mediodía del jueves. ¿Qué habrá sucedido para que esté tan segura de ello?

—No tengo la menor idea.

—¿Cree usted que tiene razón?

—Tampoco puedo asegurarlo. No hago inventario de mis pertenencias todos los días.

Miré a mi alrededor. Las estanterías y la mesa estaban repletas de cosas. Lawrence vivía en un artístico desarreglo que me hubiera enloquecido.

—A veces se me hace algo difícil encontrar lo que busco —dijo, observando mi mirada—. Pero, por otra parte, todo está a mano.

—Desde luego, nada está guardado —asentí—. Quizá hubiera sido preferible que la pistola no hubiese estado tan a la vista.

—Casi pensé que el criminalista dijera algo por el estilo —observó—. Incluso creí que me censuraría por mi descuido.

—¿Estaba cargada?

Lawrence meneó la cabeza.

—Mi descuido no llega a tal extremo. Estaba descargada, pero junto a ella había una caja de balas.

—Parece que tenía seis en el cargador y que una fue disparada.

Lawrence asintió con la cabeza.

—¿Quién apretó el gatillo? A menos que se descubra al asesino se sospechará de mí siempre, siempre hasta el día de mi muerte.

—No diga eso, amigo mío.

Calló y frunció el ceño. Un momento después pareció salir de su ensimismamiento.

—Deje que le cuente lo de anoche. Esa vieja miss Marple parece adivinar las cosas.

—Creo que ese don la convierte en persona muy poco popular con la gente.

Lawrence procedió a contarme su historia.

—Siguiendo el consejo de miss Marple, fui a Old Hall. Con la ayuda de Anne interrogué a la camarera.

Anne dijo sencillamente:

—Míster Redding quiere hacerle algunas preguntas, Rose.

Y después salió de la habitación.

Lawrence se había sentido algo nervioso. Rose, hermosa muchacha de unos veinticinco años, posó en él su mirada límpida, que le causó algún desconcierto.

—Es… es acerca de la muerte del asesinado coronel Protheroe.

—Sí, señor.

—Estoy muy ansioso por conocer la verdad.

—Sí, señor.

—Creo que puede haber…, que alguien pudo…, que… que algún incidente…

Entonces Lawrence sintió que no se estaba precisamente cubriendo de gloria y maldijo a miss Marple y sus sugerencias.

—Quizá pueda usted ayudarme.

—Lo haré con mucho gusto, señor.

La compostura de Rose seguía siendo la propia de la perfecta camarera, cortés, deseando ser útil pero sin demostrar interés alguno.

—¡Al cuerno! —exclamó Lawrence—. ¿No han hablado ustedes de ello en la cocina?

Este sistema de ataque hizo tambalear ligeramente a Rose. Su compostura se vino abajo.

—¿En la cocina, señor?

—O en la habitación del ama de llaves, o dondequiera hablen ustedes. Deben hacerlo en alguna parte u otra.

Rose se mostró propicia a reír sofocando la voz, con lo que Lawrence cobró ánimos.

—Mire, Rose; es usted una muchacha muy buena. Estoy seguro de que comprende mis sentimientos. No quiero que me ahorquen. Yo no asesiné a su patrón, pero mucha gente cree que lo hice. ¿Puede usted ayudarme de alguna manera?

Puedo imaginar que el aspecto de Lawrence debía, en aquel momento, ser en extremo suplicante. Su hermosa cabeza estaría echada hacia atrás, y sus azules ojos irlandeses mirarían, anhelantes. Rose se ablandó y capituló.

—¡Oh, señor! Estoy segura que si cualquiera de nosotros pudiera ayudarle… No creemos que usted lo hiciera, señor. No lo creemos.

—Ya lo sé, querida Rose, pero su opinión no me será de ninguna ayuda con la policía.

—¡La policía! —exclamó Rose despectivamente—. Nuestra opinión sobre ese inspector Slack es muy pobre, señor.

—Sin embargo, es poderoso. Ahora, Rose, haga o diga algo que pueda ayudarme. No puedo menos que pensar que hay muchas cosas que desconocemos. Por ejemplo, la visita de la señora que vino a ver al coronel Protheroe la víspera de su muerte.

—¿Mistress Lestrange?

—Sí, mistress Lestrange. Me parece que hay algo raro en su llegada a aquella hora.

—Esto es lo que nosotros también creemos, señor.

—¿Sí?

—Vino tarde y preguntó por el coronel. Se ha comentado mucho, especialmente porque nadie la conocía. En opinión de mistress Simmons, el ama de llaves, no es mujer decente. Sin embargo, después de saber lo que Gladdie dijo, no sé qué pensar.

—¿Qué dijo Gladdie?

—¡Oh, nada, señor! Sólo estábamos hablando.

Lawrence la miró fijamente. Sintió que había algo importante escondido detrás de aquellas palabras.

—Me pregunto cuál fue el motivo de su entrevista con el coronel Protheroe.

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