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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (16 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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—¿Qué le ocurriría si ellos lo descubrieran? —preguntó el comisario, sin considerar necesario puntualizar quiénes eran «ellos».

Ella se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Hubieran amonestado a uno de nosotros, quizá nos hubieran impuesto una sanción o nos hubieran trasladado. Pero ya no tiene importancia, ¿no le parece? —preguntó mirándole a los ojos.

—No, por desgracia. ¿Podría perjudicarla en su carrera?

—Dentro de seis meses habré dejado el ejército, Mr. Brunetti. Ya nadie va a preocuparse por eso a estas alturas, aunque tampoco me importaría. No pienso seguir en el ejército. De todos modos, prefiero que no se sepa. Sólo deseo dejar esto y volver a mi vida. —Calló un momento, le lanzó una mirada diagnóstica y prosiguió—: Gracias al ejército pude ir a la facultad. Yo no hubiera podido costearme los estudios de medicina, ni mi familia tampoco. Ellos me dieron cuatro años de carrera y yo les he dado cuatro años de trabajo. En realidad, ni siquiera es exacto decir que desee volver a mi vida. Lo que quiero es empezar a tener una vida.

—¿Y qué piensa hacer con esa vida?

Ella frunció los labios y arqueó las cejas.

—No lo sé. He escrito a varios hospitales. Siempre cabe la posibilidad de abrir un consultorio particular. O, quizá, seguir estudiando. No pienso mucho en estas cosas.

—¿A causa de la muerte del sargento Foster?

Ella oprimió el estetoscopio con un dedo, miró a Brunetti y volvió a contemplarse la mano.

—Doctora Peters —empezó el comisario, incómodo por no saber cómo sonarían sus palabras en inglés—. No estoy seguro de lo que ocurre aquí, pero me consta que al sargento Foster no lo mató un atracador callejero, sino que fue asesinado, y quien lo asesinara tiene algo que ver con el ejército de Estados Unidos o con la policía italiana. Me parece que usted sabe algo acerca de las causas que provocaron su muerte. Le ruego que me diga lo que sabe, o sospecha. O lo que teme. —Sus propias palabras le sonaban áridas y forzadas.

Ella le miró, y él sorprendió en sus ojos la sombra de la expresión que había visto en ellos la otra tarde, en la isla de San Michele. La mujer fue a decir algo, desistió y volvió a mirar el estetoscopio. Al fin, sacudió la cabeza y empezó:

—Creo que sobrevalora mi reacción, Mr. Brunetti. No sé a qué puede referirse al decir que tengo miedo de algo. —Y entonces, para convencer a ambos—: No sé por qué habían de matar a Mike ni quién había de querer matarlo.

Él miraba la mano de la mujer, que pellizcaba el tubo del estetoscopio con tanta fuerza que en el caucho negro había aparecido una raya gris. Ella siguió la dirección de su mirada, se vio la mano y, lentamente, aflojó la tensión haciendo que el tubo se enderezase.

—Lo siento, tendrá que disculparme, pero me espera otro paciente.

—Por supuesto, doctora —asintió él, consciente de haber perdido—. Si recuerda algo más o desea hablar conmigo, llámeme a la
questura
de Venecia.

—Gracias —respondió ella, levantándose y yendo hacia la puerta—. ¿Desea acabar de leer el artículo?

—No —dijo él. Se puso en pie apresuradamente y se dispuso a marcharse—. Si se le ocurre alguna otra cosa, doctora…

Ella estrechó la mano que él le tendía, sonrió y no dijo nada más. Brunetti la siguió con la mirada y vio que entraba en la habitación de al lado, a mano izquierda, donde se oía hablar a una mujer en voz baja y cariñosa, probablemente a un niño enfermo.

El conductor esperaba fuera, enfrascado en una revista. Cuando Brunetti abrió la puerta trasera del coche, levantó la cabeza.

—¿Adonde, comisario?

—¿Funciona ya el comedor? —Tenía hambre, y vio que era más de la una.

—Sí, señor. Ya acabó la huelga.

—¿Quién la hacía?

—La CGL —dijo el hombre. Éste era el mayor de los sindicatos comunistas.

—¿La CGL? —repitió Brunetti, atónito—. ¿En una base militar norteamericana?

—Sí, señor —ratificó el conductor riendo—. Cuando terminó la guerra, contrataban a personas que hablaran inglés, sin prestar atención a ideas políticas ni sindicatos. Después, al descubrir que los de la CGL eran comunistas, se negaron a admitir a nuevos miembros, pero no pueden echar a los que ya están dentro. Y muchos trabajan en el comedor. La comida es buena.

—Pues lléveme allí. ¿Está lejos?

—A dos minutos —dijo el hombre mientras ponía el coche en marcha y hacía un viraje de ciento ochenta grados en una calle que Brunetti estaba seguro de que era de un solo sentido.

Dejaron a su izquierda dos grandes estatuas que el comisario no había visto hasta aquel momento.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—El ángel de la espada, no sé, pero la otra es santa Bárbara.

—¿Y qué hace aquí santa Bárbara?

—Es la patrona de las armas de artillería. A su padre lo fulminó el rayo cuando iba a cortarle la cabeza.

Aunque católico, Brunetti nunca se había interesado por las cuestiones religiosas y le resultaba difícil distinguir a un santo de otro, al igual, suponía él, que los antiguos paganos debían de tener dificultades para recordar las atribuciones de cada dios. Además, siempre le había parecido que los santos mostraban una excesiva tendencia a perder partes del cuerpo: ojos, pechos, brazos y, ahora santa Bárbara, la cabeza.

—No conozco la leyenda. ¿Qué pasó?

El conductor hizo un quiebro en una señal de STOP, dobló una esquina, se volvió hacia Brunetti y explicó:

—El padre era pagano y ella, cristiana. Él quería casarla con un pagano y ella quería ser virgen. —Entre dientes, comentó—: La muy tonta. —Volvió a mirar hacia adelante, con el tiempo justo para pisar el freno y evitar incrustarse en un camión—. Así pues, el padre, para escarmentarla, decidió cortarle la cabeza. Levantó la espada, le preguntó por última vez si estaba dispuesta a obedecer y entonces ¡zas!, un rayo le cayó en la espada y lo dejó muerto.

—¿Y ella?

—Esa parte de la historia nunca te la cuentan. Lo cierto es que, a causa del rayo y el trueno, la hicieron patrona de la artillería. —Paró el coche delante de otro edificio bajo—. Ya hemos llegado. Es extraño que no supiera usted la historia de santa Bárbara, comisario.

—No me asignaron ese caso —dijo Brunetti.

Después del almuerzo, Brunetti pidió al conductor que volviera a llevarlo al apartamento de Foster. Delante de la casa, en el jeep, estaban los mismos soldados de la víspera. Los dos se apearon al ver a Brunetti y esperaron a que se acercara.

—Buenas tardes —saludó él con una sonrisa afable—. Me gustaría, si es posible, echar otra ojeada al apartamento.

—¿Ha hablado con el comandante Butterworth? —preguntó el que llevaba más galones.

—Hoy, no. Pero ayer me dio su autorización.

—¿Podría decirme por qué quiere volver a entrar, comisario?

—Mi libreta. La saqué para anotar los títulos de los libros y debí de dejarla en la estantería. En el tren la eché en falta, y como el último sitio en que estuve es éste… —Al ver que el soldado iba a decir que no podía subir, agregó—: Acompáñeme, si quiere. Lo único que deseo es recuperar la libreta. No creo que en el apartamento haya algo que pueda serme útil para la investigación, pero en esa libreta hay anotaciones sobre otros asuntos que me son muy necesarias. —Comprendió que estaba hablando demasiado.

Los dos soldados se miraron y, al parecer, uno de ellos decidió que no había inconveniente. El que había hablado dio el rifle a su compañero y dijo:

—Vamos. Le acompaño.

Con una sonrisa de gratitud, Brunetti lo siguió hasta el ascensor. Ninguno de los dos dijo nada durante el corto viaje hasta el tercer piso, ni mientras el soldado abría la puerta. Éste retrocedió para dejar entrar a Brunetti y cerró la puerta.

El comisario fue directamente a la sala y buscó ostensiblemente en la estantería la libreta que tenía en el bolsillo. Hasta se agachó a mirar detrás de un sillón.

—Qué extraño. Hubiera jurado que aquí la tenía en la mano.

Sacó varios libros y miró detrás. Nada. Se quedó quieto, pensando dónde había podido dejarla.

—Entré en la cocina a beber un vaso de agua —explicó al soldado—. Quizá la dejé ahí. —Entonces, como si acabara de ocurrírsele la posibilidad, preguntó:

—¿Quizá ha venido alguien más y la ha encontrado?

—No, señor. No ha entrado nadie desde que usted salió.

—Bien —respondió Brunetti, con su sonrisa más cordial—, en tal caso, tiene que estar aquí.

Precedió al soldado hasta la cocina, se acercó al fregadero. Miró en derredor, se agachó a buscar debajo de la mesa y se levantó. Al enderezarse, se situó frente al calentador. Las ranuras de las cabezas de los cuatro tornillos que sujetaban la tapa frontal, que la víspera había dejado perfectamente perpendiculares entre sí, ahora estaban un poco desviadas. Así pues, alguien había destapado el calentador y descubierto que las bolsas ya no estaban.

—Parece que aquí no está.

—Sí, eso parece —aceptó Brunetti, con una voz de auténtica perplejidad—. Es muy extraño. Estoy seguro de que aquí la tenía.

—¿No se le caería en el coche? —sugirió el soldado.

—El conductor me la hubiera dado —dijo Brunetti, y agregó, como si acabara de ocurrírsele—: Si la hubiera encontrado.

—Mire en su vehículo, comisario.

Los dos hombres salieron juntos del apartamento. El soldado cerró la puerta con llave. Mientras bajaban en el ascensor, Brunetti se dijo que sería demasiada casualidad encontrar ahora la libreta, escondida en el asiento trasero del coche. Por lo tanto, cuando salieron del edificio, dio las gracias al soldado por su ayuda y volvió al coche.

Como no estaba seguro de si el norteamericano podía oírle ni si entendía el italiano, Brunetti siguió con la comedia y preguntó al conductor si había encontrado una libreta. Naturalmente, no la había encontrado. Brunetti abrió la puerta trasera y palpó detrás del asiento. No encontró nada, lo cual no le sorprendió lo más mínimo. Irguió el cuerpo, se volvió hacia el jeep y mostró las palmas de las manos, en elocuente ademán. Luego, subió al coche y pidió al conductor que lo llevara a la estación.

CAPÍTULO XII

El único tren que salía de Vicenza a aquella hora era uno de cercanías que paraba en todas las estaciones del trayecto entre Vicenza y Venecia, pero el Intercity que venía de Milán no pasaba hasta cuarenta minutos después, y Brunetti decidió no esperarlo, a pesar del fastidio que suponían las frecuentes paradas, el constante entrar y salir de pasajeros y el alboroto de los estudiantes que subían o bajaban en Padua.

En la mesa del restaurante había encontrado abandonado un periódico en lengua inglesa y se lo había llevado. Ahora lo sacó del bolsillo interior y empezó a leer.
The Stars and Stripes
, rezaba el título en letras rojas: al parecer, era un periódico publicado por las fuerzas estadounidenses en Europa. En primera plana se daba la noticia de que un huracán había barrido un lugar llamado Biloxi, población, según le parecía recordar, de Bangladesh. No; de Estados Unidos. Entonces, ¿a qué venía el nombre? Había una gran foto de casas destruidas, coches volcados y árboles tumbados. Volvió la página y leyó que un dogo había arrancado de un mordisco la mano de un niño que dormía. Esto había sucedido en Detroit, ciudad que sí estaba seguro de que era de Estados Unidos. No había foto. El secretario de Defensa había prometido al Congreso que sobre los contratistas que habían defraudado al Gobierno recaería todo el peso de la ley. Llamaba la atención la similitud entre la retórica de la política norteamericana y la italiana. No le cabía la menor duda de que la ilusoria naturaleza de la promesa era idéntica en ambos países.

Había tres páginas de historietas que no entendió y seis de deportes que entendió aún menos. En una de las historietas, un cavernícola blandía una estaca y en una de las páginas de deportes un individuo con uniforme a rayas hacía otro tanto. Todo lo demás eran enigmas para Brunetti. En la última página continuaba la crónica del huracán, pero el tren ya entraba en la estación de Venecia y el comisario abandonó la lectura. Dejó el periódico en el asiento; quizá otro viajero pudiera extraer más información que él.

Eran más de las siete, pero aún había luz en el cielo. Esto se acabaría el próximo fin de semana, pensó, cuando atrasaran la hora. Entonces oscurecería más temprano. ¿O quizá más tarde? Brunetti confiaba en que a la mayoría de la gente le costara tanto como a él aclararse. Cruzó el puente de los Scalzi y entró en el laberinto de callejuelas por el que, siguiendo un sinuoso itinerario, llegaría a su casa. Incluso a esta hora apenas había transeúntes, ya que la mayoría de la gente tomaba el barco para ir a la estación o a la terminal de autobuses de Piazzale Roma.

Mientras caminaba, Brunetti contemplaba las fachadas de las casas, las ventanas, las estrechas calles, siempre alerta para captar algo que no hubiera observado antes. Lo mismo que muchos de sus conciudadanos, Brunetti se complacía en descubrir cosas inadvertidas hasta entonces. Con los años, había establecido una recompensa por cada descubrimiento: por una ventana, un café; por la imagen de un santo, por pequeña que fuera, una copa de vino. Un día, hacía años, en una pared frente a la que había pasado cinco veces a la semana desde niño, reparó en una lápida que indicaba el emplazamiento de la imprenta Aldine, la más antigua de Italia, fundada en el siglo XIII. Aquel día, al doblar la esquina, entró en un bar de Campo San Luca y, a pesar de que eran apenas las diez de la mañana, pidió un Brandy Alexander, que el camarero le sirvió mirándole con extrañeza.

Pero esta tarde no estaba interesado en las calles; mentalmente, se encontraba todavía en Vicenza, viendo las ranuras de los cuatro tornillos que sujetaban la tapa frontal del calentador del apartamento de Foster, que no estaban perpendiculares entre sí, como él las había dejado la víspera, con lo que desmentían la aseveración de los soldados de que, después de Brunetti, no había entrado nadie en el apartamento. Así pues, ahora ellos —quienes quiera que fuesen «ellos»— sabían que Brunetti se había llevado la droga y no había dicho nada.

Entró en el edificio, y ya había abierto el buzón cuando recordó que Paola debía de estar en casa hacía horas y habría recogido el correo. Empezó la ascensión, agradeciendo el primer tramo de peldaños bajos y anchos, vestigio del
palazzo
del siglo XV. En el primer rellano, la escalera torcía hacia la izquierda empinándose bruscamente hasta el segundo piso. Allí le aguardaba una puerta, que Brunetti abrió y cerró con llave. Otro empinado tramo, que describía una peligrosa horquilla con los últimos veinticinco escalones, le condujo hasta la puerta de su apartamento. Abrió y entró: al fin en casa.

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