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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

Muerte y vida de Bobby Z (10 page)

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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Tim llega al pie de la duna y sale disparado sin rumbo, con otra moto detrás y el puto Humvee por ahí cerca. Se da cuenta de que no podrá sacarse de encima al que ahora lo sigue, es demasiado bueno. Y lleva un rifle, un bonito M-16 a la espalda. Parece un alemán de película antigua, pero el tío es un buen motorista y aquello no va a salir bien.

De modo que debo hacer otra cosa, piensa Tim, y tal vez la duna de arena me haya proporcionado un poco de tiempo para ello. Se dirige a una extensión de arbustos espesos, mezquites, cotinos y toda esa mierda, encuentra un pequeño pasillo que la atraviesa y corre a toda leche. Oye que también el otro tipo acelera y sabe que el tío tiene miedo de perderle entre los matorrales.

Tim esconde la moto entre la maleza. Agarra al niño y lo mete bajo un mezquite.

—Quédate aquí y estate callado —le dice.

Sin esperar a que le lleve la contraria, coge la pala, la despliega y espera detrás del matorral. Escoge el momento adecuado. Sale, voltea la pequeña pala y la descarga sobre la cara del tío, que pierde el conocimiento antes incluso de caer de la moto.

Tim le quita el M-16, se lo cuelga a la espalda, recoge al niño y vuelve a montar en la moto. Se dirige hacia el desierto para ganar un poco de tiempo. Ganar tiempo como un loco, las cosas parece que pintan bien, y entonces mira hacia atrás y ve que el puto Humvee se acerca.

Sabe que a esos no se los va a quitar de encima con la pala. Tal vez, tal vez podría parar la moto y reventarles los neumáticos con el rifle, pero podrían asustarse y disparar a su vez, y hay que pensar en el niño.

De modo que intenta correr más deprisa que el vehículo, pero sabe que es inútil, porque el Humvee no tiene por qué alcanzarlo, tan solo mantener el contacto hasta que amanezca, hasta que lleguen los refuerzos, pero al menos puede echarle una carrera.

Así que atraviesa la noche a toda velocidad, seguido del Humvee cada vez más cerca, pero Tim acelera y, de repente, el mundo desaparece.

Grita «¡Mierrrrrrrrrda!», porque el desierto se termina. El mundo entero acaba en el borde afilado como un cuchillo de un enorme y puto cañón; una caída de unos noventa metros. Tim está a punto de arrancar los malditos manillares de la fuerza con que los gira. Frena, la moto patina violentamente. Se imagina que ambos están muertos. La rueda delantera gira casi en el vacío, en el borde del mundo. Tiene miedo de moverse. El Humvee continúa acercándose, acelerando. Sobrepasa el borde y se hace el silencio durante unos segundos. Después... ¡bum!, y el cielo se tiñe de naranja.

El niño no ríe.

Está llorando.

—¿Te encuentras bien?

—Me duele la pierna.

Tim sale de debajo de la moto, levanta al niño con cuidado y lo vuelve a dejar en el suelo. Saca la linterna, le sube las perneras del pantalón y ve sangre. Son sobre todo arañazos, no parece que haya nada roto, y el chico solo está sorbiendo por la nariz.

—Estoy bien —dice.

—Eres muy valiente.

El niño sonríe.

Tim saca las cosas de la parte posterior de la moto. Se mete el plano en el bolsillo, enrolla la manta y se la ata alrededor de la cintura, luego coge las botellas de Evian. Le da una al niño.

—Apuesto a que me bebo la mía antes que tú —dice Tim.

El chaval acepta la apuesta y empieza a beber. Él se lo toma con calma, para que el niño gane. Después vuelve a llenar las botellas con el agua esterilizada.

—¿Quieres jugar a algo? —pregunta.

—Claro. ¿A qué?

—¿Sabes lo que es un marine?

—Una especie de soldado, ¿no?

—No vuelvas a decir eso, muchacho —le advierte Tim—. Un marine no es un soldado. Esos son la escoria del ejército. Un marine es el mejor guerrero del mundo, el más duro y peligroso. ¿Quieres jugar a los marines?

—Sí.

—Vale. Durante los siguientes dos días, vamos a jugar a los marines y vamos a emprender un trayecto secreto. No podemos permitir que los demás nos encuentren. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—¿Te apuntas?

—Me apunto.

—Vamos a tener que andar mucho.

—Vale.

Tim empuja la moto por el borde del precipicio, hacia el punto donde el resplandor naranja está virando al rojo sangre.

—Vámonos —dice.

Distingue la silueta de las montañas hacia el oeste. Piensa que si pueden llegar a esas montañas, serán libres. Así que echa a andar.

Al cabo de unos minutos el niño parece agotado, y Tim decide que irán más deprisa si lo lleva a cuestas. Lo levanta y se lo acomoda sobre los hombros. El crío no pesa más que una mochila de campaña.

—¿Cómo te llamas? —le pregunta Tim, porque se le ha vuelto a olvidar el nombre.

—Kit. ¿Y tú?

—Llámame Bobby.

Adopta un paso decidido. Quiere acercarse cuanto pueda a esas montañas antes de que salga el sol.

15

Brian Cervier está cabreado.

Y preocupado (con el culo prieto de lo asustado que está), porque tenía a Bobby Z y lo ha dejado escapar.

—Encontradlo —le dice a Johnson.

Johnson está de pie en el salón, con el sombrero en la mano porque es de la vieja escuela, no para mostrar respeto. La banda del sombrero le ha dejado una marca roja en la frente, donde su pelo ralo se está volviendo gris. Mira a Brian y no lo dice, pero su mirada sí. Su mirada dice: «Escucha, gordo maricón, hay un gran desierto ahí fuera».

Brian lee su mirada (incluso lo de maricón) y contesta a las palabras no expresadas.

—Bobby es un surfero que trafica con drogas. Es blando. No conoce el desierto. No es como pasar el día en la playa.

—Anoche hizo un buen trabajo.

Johnson ya ha visto los cadáveres. Ha visto los estragos.

—El sol no sale de noche —replica Brian.

Johnson se limita a sonreír. Eso ya lo sabía.

—En esta época del año no hace tanto calor —contesta.

—¡Sigue siendo el desierto! —chilla Brian.

Bola de Sebo no tiene ni idea de lo que es un desierto, piensa Johnson. Bola de Sebo vive en él, pero odia el sol. Lleva siempre sombreros grandes y vestidos de vieja, y se esconde del sol. Se queda dentro de la casa casi todo el día viendo esas películas. Películas del desierto en blanco y negro. Eso es lo que Bola de Sebo sabe del desierto.

—Lo atraparé —dice Johnson.

No porque Bobby Z esté en el desierto, ni porque sea blando, sino porque lleva el lastre de un niño. Y no lo va a conseguir.

—La mujer debió de decírselo —continúa.

—No me jodas —replica Brian.

Johnson ya está harto de los sarcasmos de Bola de Sebo, así que dice:

—Don Huertero va a ser un hidalgo muy disgustado.

Ve cómo a Brian se le pone la piel de gallina. Un estremecimiento visible de la carne fofa y blanquecina. Como una sombra recorriendo una superficie arenosa.

Brian está aterrorizado de Don Huertero.

—Encuéntralo —gimotea.

—Dos de los chicos lo están siguiendo. Yo voy a la ciudad a recoger a Rojas.

—Rojas probablemente esté borracho.

—Probablemente.

Borracho o sobrio, piensa Johnson, Rojas podría seguir el rastro de una mosca a través de treinta hectáreas de mierda.

—¿Y la mujer? —pregunta.

—Yo me ocuparé de ella —contesta Brian.

La sonrisa de Johnson dice: «Sería la primera vez», pero mantiene la boca cerrada y vuelve a ponerse el sombrero.

—Lo necesito vivo —añade Brian.

Johnson ya lo sabe, pero no le parece muy buena idea. Es difícil cazar a un hombre como ese, sobre todo si sabe que no vas a arriesgarte a dispararle de cerca. En el desierto es fácil acertar a un hombre desde lejos. Un terreno despejado y llano, donde no sopla el viento. Pero cazarlo, rodearlo con tu brazo y arrastrarlo como si fuera un becerro, eso es muy diferente.

—¿Y el niño? —pregunta Johnson.

—¿Qué pasa con el niño?

—¿También lo quiere vivo?

—No lo quiero de ninguna manera —contesta Brian.

Johnson no se lo cree, pero se lo calla.

—No pienso matar a un niño —dice.

Brian se encoge de hombros.

—Rojas lo hará.

Rojas lo hará, se dice Johnson. Rojas mataría cualquier cosa.

Brian contempla cómo el cuerpo larguirucho de Johnson se inclina para pasar bajo el portal árabe, y lo odia. Odia al vaquero grandullón, odia su pose a lo Gary Cooper, y si no lo necesitara para que dirigiera el cotarro lo despediría en un abrir y cerrar de ojos. Pero lo necesita, y los problemas se acumulan, de modo que no es el mejor momento para cambios drásticos de personal.

En otro momento. Brian arde en deseos de echar a Johnson. Fantasea acerca de verlo terminar sus días como un pobre borracho en el Gaslamp Quarter de San Diego. Se imagina al vaquero comiéndose sus frijoles recalentados en alguna residencia de mala muerte, con olor a orina reciente y a muerte inminente, imposible de eliminar de las paredes.

Vaquero de mierda.

Pero en otro momento.

Justo entonces, el jovencito milanés se asoma a la sala y espía con sus ojos almendrados para ver si el arrebato de mal humor ya ha pasado.

—Ahora no —le dice Brian con brusquedad, y el chico desaparece del umbral.

Brian oye sus pasos alejarse a toda prisa por el pasillo.

Más tarde, pero ahora no, piensa.

Ahora ha de lidiar con su querida amiga Elizabeth, que lo ha metido en este lío.

La muy puta.

16

Brian entra en la habitación de Elizabeth, se sienta en la butaca de mimbre y la mira.

Está sentada en la cama, con la muñeca derecha y el tobillo izquierdo esposados a los barrotes de la cama. Cruza con delicadeza la pierna derecha cubriendo su sexo, como si su desnudez significara algo para él, pero no se toma la molestia de taparse los pechos.

Brian es capaz de apreciar su cuerpo a un nivel puramente intelectual. Lo tiene firme y tonificado, y él es consciente del trabajo duro, de las horas de gimnasio que desdeña para sí mismo, pero que recomienda a sus jovencitos. Por un momento, se pregunta si, poniéndola de espaldas...

—Has estropeado el fin de semana —le dice.

—¿Puedo ponerme algo encima, Bri, por favor?

Él niega con la cabeza.

—Siempre he comprobado que es más fácil hablar con gente desnuda. Estará relacionado con la vulnerabilidad, supongo.

—Me siento muy vulnerable.

—Bueno, chica, no me extraña.

Se miran unos segundos, y después Brian suspira.

—El amor es una mierda, ¿verdad?

—Tienes toda la razón, Bri.

—Se lo dijiste.

—¿Qué le dije?

—Venga ya.

—No sé de qué estás hablando, Bri.

—¿De algo relacionado con Bobby, quizá?

—Me lo figuraba.

—Siempre me has caído bien, Elizabeth. Hasta te he admirado.

—Es mutuo, Bri.

—¿Es que no te he tratado bien?

—Muy bien.

—¿No te he dado un lugar donde vivir?

Ella asiente.

—¿Y luego me haces esto? —susurra Brian—. ¿Me traicionas? ¿Pones en peligro mi negocio? ¿Mi vida en peligro?

Ella está a punto de mentir de nuevo, pero se da cuenta de que no va a creerla, así que elige otra estrategia.

—El amor es una mierda, ¿verdad, Bri?

—¿Crees que no lo sé, chica? —suspira él—. ¿Crees que no lo sé?

La pregunta flota en el aire.

—¿Adónde ha ido? —pregunta Brian.

—No lo sé. De verdad.

—Te creo. El problema es que Don Huertero no lo creerá.

—¿No?

—No. Aunque sería más convincente si al menos hiciera un esfuerzo por arrancarte la verdad.

—Entiendo.

—Oh, bueno.

Brian se levanta de la silla. Se quita el cinturón y se enrolla el extremo alrededor de la mano. La hebilla cuelga suelta y preparada.

—En la cara no, ¿vale, Bri? —suplica ella, y su voz se quiebra—. En la cara no.

Él se encoge de hombros y empieza, preguntando mecánicamente: «¿Adónde ha ido?». No se le ocurre preguntar por qué Bobby Z se llevó al niño.

17

El niño se ha dormido sobre la espalda de Tim. Este lo lleva a cuestas y siente el peso de su cabeza sobre el hombro. Así es más fácil cargarlo, como un peso muerto. Tim ha llevado cosas más pesadas en aquel otro desierto.

Pero en aquel otro desierto les daban hamburguesas con queso y mazorcas de maíz, limonada y helados de chocolate. Helados en el puto desierto, piensa Tim; entonces fue cuando se convenció de que iban a ganar, cuando el Tío Sam empezó a enviarles helados de chocolate al desierto.

Aquí no. Aquí sabe que no puede esperar ninguna ayuda del Tío Sam (pensándolo bien, justo lo contrario), de modo que mantiene el ritmo de sus pasos y se dirige hacia las montañas que empieza a vislumbrar al oeste.

Rumbo a las montañas, piensa Tim. ¿No es como en un anuncio de cerveza? Rumbo a las montañas de alguna marca de cerveza. Pero ahora no puede pensar en cerveza, por muy bien que suene, porque no habrá cerveza, ni tampoco helados. Al menos hasta que salgan de este desierto.

Si es que salen...

En cualquier caso, piensa Tim, si no fuera por el niño echaría a correr, como en Pendleton o Twentynine Palms, y ganaría tiempo. Les sacaría una ventaja definitiva a sus perseguidores y les diría: «Adiós, mamones. Vayan con Dios».

Pero correr es absurdo llevando peso. Sudaría demasiado, piensa Tim. Su cuerpo perdería demasiada agua, y el sol saldrá pronto.

Como en todas esas películas del desierto, cuando te enseñan el sol y el tío que se tambalea en la arena, después el sol otra vez y el tío bebiendo sus últimas gotas de agua, luego el sol otra vez y el tío que cae. Después el sol, con los buitres volando en círculos.

Dejemos eso, se dice Tim, y la mierda de
Beau Geste
. Lleguemos a esa cordillera antes del amanecer y encontremos un sitio donde descansar. Y que tenga un poco de sombra.

Sabe lo que anda buscando: un pequeño agujero debajo de una roca, umbrío y con buena vista.

Para ver quién lo sigue.

Pero necesita un terreno elevado para eso, y está compitiendo con el amanecer, de modo que corre un poco. El niño se despierta un momento, pero se acostumbra al nuevo ritmo y vuelve a dormirse.

Tim corre hacia las colinas, que a la tenue luz se están tiñendo de marrón chocolate.

18

Johnson conduce su camión durante unos quince kilómetros en dirección a Ocotillo Wells, se desvía por una pista de tierra y la sigue otros tres kilómetros, internándose en la maleza. Frena ante una destartalada choza de adobe, con un tejado de chapa ondulada medio hundido.

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