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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

Muerte y vida de Bobby Z (5 page)

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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En cuanto los del INS acaben, piensa, saldré corriendo de aquí, me dirigiré hacia el este y...
sayonara
. Querían que yo fuera Bobby Z durante unos pocos minutos y lo he sido. Si las cosas han salido de puta pena es su problema y no el mío. Me largo.

Entonces oye el chasquido de un percutor detrás de la oreja y una voz mexicana pregunta:

—¿Señor Z?

Por supuesto.

—Soy yo —suspira Tim.

6

Tim despierta entre sábanas almidonadas color púrpura, en un cuarto de invitados más grande que la casa entera en que se crió. Aparta las gruesas cortinas blancas (todo en la habitación es de un tono blanco hueso) y mira por la ventana el pálido desierto al amanecer, cuando la luz del sol empieza a pintar de azul lavanda las montañas circundantes.

El recinto (eso es lo que es, decide Tim, ahora que lo ve por primera vez a plena luz del día) está rodeado de un muro de adobe de dos metros y medio de alto, con torres de vigilancia en las esquinas y parapetos. Le recuerda una película que vio en la tele un sábado por la tarde, acerca de tres hermanos que huían y se alistaban en la Legión Extranjera, pero no recuerda el título.

Sí recuerda cómo llegó allí.

El mexicano que lo apuntaba con la pistola la apartó cuando confirmó que Tim era Bobby Z, y con gran deferencia lo acompañó hasta un jodido Humvee militar y condujo durante cuatro horas por tortuosas pistas de montaña, hasta llegar a lo que parecía un oasis en mitad del desierto. Atravesaron una verja de alambre de espino electrificada, vigilada por guardias armados, y siguieron un sendero hasta el recinto. El hombre le enseñó a Tim su habitación y dijo que Brian, quienquiera que fuera, lo vería por la mañana.

Tim, que estaba rodeado de lujo por primera vez en toda su puta vida, se sumergió en la bañera circular durante una hora, se secó con una toalla del tamaño de una bandera, se metió en la cama y zapeó hasta caer dormido. Mañana será otro día, pensó.

Y aquí estoy, piensa ahora, mientras se pone un albornoz, abre la puerta de cristal corredera y sale al pequeño patio que hay delante de su habitación. Se sienta en la tumbona de mimbre, apoya los pies sobre la mesita de hierro forjado y trata de recordar algo de los trucos para orientarse que aprendió en los marines. No se esfuerza demasiado, porque el sol empieza a calentar y eso le gusta, se siente muy a gusto allí fuera, a solas.

Casi a solas. A su izquierda, dentro del recinto, oye el sonido de alguien que está golpeando una pelota de tenis, y desde la misma dirección le llega el rumor de unas brazadas constantes y suaves en el agua. Una mujer mexicana pasa con sábanas limpias, lo ve y se acerca con expresión preocupada.


Lo siento
—dice—. No sabía que estuviera despierto.

—Tranquila —contesta Tim—. Yo no estoy tan seguro.


¿Café?
—pregunta ella.

—Suena estupendo.

—¿Solo o con leche?

—Con leche, por favor.

Con leche, piensa, con litros y litros de leche.


¿Y azúcar?
—añade.

Lo quiere espeso y dulce.

Ella sonríe por su español.


¿Desayuno?
—le pregunta.

Sus dientes son blancos como la nieve en contraste con sus labios gruesos y su piel color chocolate, y eso es lo que convence por fin a Tim de que está fuera. No del lío, pero sí del talego. En el mundo de la leche, el azúcar y las mujeres.


¿Desayuno?
—pregunta él, sin comprender.

—¿Desayuno? —traduce ella.

Al no saber si va a parecer más idiota contestando en español o en inglés, se limita a asentir y sonreír.

—¿Qué le apetece? —pregunta la mujer.

Y eso lo confunde un montón. Hacía mucho tiempo que nadie le hacía esa pregunta.

—Lo que sea.


Huevos
, tostadas —La mujer se esfuerza por encontrar la siguiente palabra—. ¿Beicon?

—No, gracias —contesta Tim, cabreado con Z por ser vegetariano.

—Se lo diré a la cocinera —dice la mujer, y luego se disculpa—. Tardará unos minutos, pero le traeré café enseguida.

—¡Eh! —la llama Tim.

—¿Sí?

—¿Dónde estoy?

Ella piensa unos segundos antes de contestar.

—En un lugar agradable.

No me jodas, piensa Tim. También piensa que habría tenido que empezar a ser Bobby Z hace años, de haber sabido que iba a ser así.

Echa un vistazo a las piernas y pechos de la criada cuando vuelve con una bandeja, pero aparta la vista cuando se agacha para dejarla sobre la mesa.


Gracias
—murmura, sintiéndose estúpido.


De nada
—contesta ella, y se aleja, dejándolo solo con el sonido del dinero, los golpes secos de la raqueta contra la pelota y el deslizarse de un cuerpo en el agua. La risa de un niño.

No está mal, piensa, para ser un cabrón muerto.

Después del café y el desayuno, y sin noticias de Brian, vuelve a su cuarto y empieza a buscar en cajones y armarios. Están llenos de ropa de su talla.

Nikes, mocasines Gucci, putos polos Calvin Klein en tonos pastel. Dos trajes de Armani color arena. Una chaqueta cruzada blanca Adolfo. Montones de camisetas dobladas, casi todas negras, una color ciruela, una amarilla, algunas blancas. Sin publicidad, solo color puro.

Se ducha y afeita (nada de aerosoles, únicamente un delgado tubo gris de crema de afeitar, de algo llamado M a secas), y después se viste. Se pone un bañador Ocean Pacific, una camisa de campesino mexicano de algodón, gafas de sol Armani y una gorra caqui, y se encamina hacia el sonido del agua.

Una puta cascada en el desierto. Cae por las piedras hasta una piscina en forma de ventana saudí, un óvalo alargado con círculos en ambos extremos y a los lados. Tiene el fondo embaldosado. En el centro, con escritura de estilo árabe, se ven las letras BC. La piscina es lo bastante grande para albergar a toda una familia de mormones en pleno, y hay un jacuzzi en el que se podría nadar. Palmeras datileras altas de la hostia, por si te cansas de estar tumbado al sol.

Desde ahí tiene una buena vista de la casa. Parece un maldito fuerte árabe. Un edificio central con dos alas. Puertas abovedadas, ventanas, todo el lote. Casi espera oír al imán llamar a los fieles a la oración. Pistas de tenis (no pista, pistas), piscina, un rectángulo verde esmeralda de césped impoluto, con artilugios para jugar al cróquet y todo. Un par de edificios anexos de adobe. Todo rodeado por el muro asimismo de adobe, en el que Tim distingue sensores de movimiento y sonido.

De modo que Brian C debe de tener algunos enemigos, piensa.

Y algunas amigas agradables también, porque ahora Tim la ve, tendida boca abajo en una tumbona, el sujetador desabrochado, la espalda perfectamente bronceada, el cabello rojo oscuro recogido, dejando el cuello al descubierto. Piernas largas y culo pequeño.

Ella intuye que la está mirando y gira la cabeza levemente para observarlo. Le sonríe bajo las gafas de sol envolventes.

Una sonrisa de complicidad, piensa Tim.

Le devuelve la sonrisa.

Ella deja caer la cabeza.

Él se quita la camisa de campesino. Está en buena forma. Buena forma carcelaria, en todo caso, montones de flexiones y abdominales. Aunque un poco pálido.

Ella se da cuenta.

—Dios, estás blanco —dice.

Voz grave. Muy sexy.

Sin alzar la vista, busca debajo de la tumbona y le da un tubo de protector solar del 30.

—Gracias —murmura él. Se tiende en una tumbona detrás de ella y empieza a ponerse la crema.

Está llegando a los pies cuando un muchacho mexicano sale y le dice:

—¿Señor Z? El señor Brian quisiera verlo, si le va bien.

Pues claro que sí, joder.

Se vuelve a poner la camisa y sigue al crío al interior de la casa.

7

Brian resulta ser Brian Cervier, «la C más como una K que como una S», pero Tim sospecha que ese sonido es lo único duro que tiene el hombre.

Brian es obeso, como redondo, gordo como un cerdo. Tim calcula que estará más cerca de los treinta que de los veinte, es casi calvo (unos mechones rizados rojizos se aferran a ambos lados de su cabeza), y si él es pálido, Brian es un puto albino. Bueno, en realidad no, piensa Tim (no tiene los ojos rosa ni nada por el estilo), pero el tipo es como Casper, mi amigo el fantasma, de tan blanco como se lo ve.

Para empezar, lleva un caftán blanco largo hasta los pies en el que cabría toda una congregación, con lo que aún parece más gordo. Tiene los rollizos pies embutidos en sandalias y sus mejillas se juntan con su grasiento cuello. Tim piensa que si Brian Cervier, pronunciado como una K, se come un dónut más, estallará.

En este momento Brian está sentado en una gran silla de madera y está bebiendo alguna mariconada de frutas con vodka; parece a punto de mearse encima del placer que le provoca conocer al legendario Bobby Z.

—Un honor —gorjea—. ¿Le apetece una copa?

Sí. Tim pide una cerveza y un muchacho mexicano aparece al instante, como si la habitación estuviera llena de micrófonos. El chico podría tener diecisiete o veintitrés años, y Brian y él intercambian una mirada que Tim reconoce del talego. El muchacho le da una Corona helada.

Tim se sienta en otra silla de madera. Brian y él se miran unos segundos, una auténtica declaración de amor, y al final Brian dice:

—Don Huertero le envía sus disculpas por no haber podido venir en persona, pero me ha pedido que le ofrezca su hospitalidad. Vendrá el fin de semana. Así que,
mi casa, su casa
.

—Y menuda
casa
—dice Tim.

—Gracias.

—Me recuerda una película...

Brian se siente complacido. Sonríe y dice:


Beau Geste
. Mi película favorita. La veo cada dos por tres. Ordené que diseñaran la casa como el fuerte,
sans
los cadáveres, claro.

—Es fabulosa —replica Tim.

En realidad, está pensando que Brian Cervier tiene demasiado dinero y muy poco que hacer.

—Bueno —dice Brian—, quería algo relacionado con el desierto, pero al final te hartas de esa mierda mexicana, y el rollo de Santa Fe se ha repetido hasta la saciedad...

—Hasta la saciedad.

¿De qué cojones está hablando?, se pregunta Tim.

—... igual que lo de Tallesin West —continúa Brian—, así que...

—Aquí estamos —dice Tim.

Tiene miedo de preguntar dónde es «aquí» exactamente, porque quizá Z debería saberlo.

—¿Qué ocurrió anoche? —suelta de repente Brian.

Cuando sonríe, sus ojos porcinos se hunden en la grasa y desaparecen.

Tim se encoge de hombros.

—Un montón de disparos, por lo que yo sé.

Brian se encoge de hombros.

—Las cosas pueden ponerse feas en la frontera.

—¿Estaba usted allí?

—No. Envié representantes. Llámelo superexceso de cautela.

Tim levanta la cerveza a modo de brindis.

—Don Huertero está furioso con su gente por haber estropeado el intercambio —prosigue Brian.

—Un par de sus hombres murieron.

—Mejor así. Por supuesto, Don Huertero está entusiasmado conmigo. Eso es bueno para el negocio.

Tim levanta la cerveza y hace un brindis.

—Por el negocio.

—¿Sabe cuál es el único producto que México fabrica realmente bien? —pregunta Brian.

—¿Cuál?

—Mexicanos.

Mexicanos.

—México echa a perder su petróleo, sus minas están cerradas, es incapaz de lanzar al mercado un
frijol
, pero produce mexicanos como los japoneses jodidos coches. Los mexicanos son la única exportación de México.

—Y usted los importa.

—Bueno, somos importadores, ¿no? —ronronea Brian—. Cualquier cosa que el gobierno ilegaliza nos reporta dinero. Drogas, personas, sexo. Ardo en deseos de que ilegalicen el oxígeno.

Tim esboza la sonrisa de complicidad que supone es la de Z. Es lo que se hace cuando no sabes una mierda. Existe al menos una posibilidad de que la gente piense que lo sabes tan bien que no te hace falta decirlo.

Tim se mantiene frío y silencioso, y se acaba el resto de la cerveza.

Una sonrisa se insinúa en las comisuras de los labios de Brian. La sonrisa aletea un segundo, y después Brian es incapaz de contenerse.

—No debería decirle esto, pero... Don Huertero quiere hacerle una importante proposición comercial. Grande.

—¿Cuál?

—Cristal. La nueva droga.

—¿Cristal?

Brian asiente.

—Don Huertero está montando laboratorios de cristal por todo el sur. Él aporta los productos químicos, yo la mano de obra, y esperamos que usted...

Brian se queda sin aliento.

—... que usted aporte el mercado.

—Yo no toco el cristal —dice Tim—. Me dedico solo a la hierba.

—Lo sé, lo sé, pero utilice su imaginación, Bobby. La organización de Don Huertero, combinada con mi mano de obra e introducida en su mercado... Podríamos imprimir nuestra propia moneda de curso legal.

De modo que ese es el trato, piensa Tim. Por eso valía la pena devolver a casa al pobre Art Moreno. Reconducir el mercado de hierba de Bobby hacia el cristal.

Conseguir una Costa Oeste plagada de
yuppies
colocados, dándose de hostias unos a otros, enloquecidos por completo. Pero con un rendimiento del copón.

Y dejar que el dinero entre a raudales.

—Tendré que pensarlo —dice Tim.

—Por supuesto —ronronea Brian—. Relájese, descanse, tómeselo con calma.
Mi casa, su casa
. Cualquier cosa que desee, Bobby, bastará con que mueva la cabeza o levante un dedo. Informe de su deseo y será complacido.

—Vale.

—Esto es un oasis. Un jardín perfumado. Una casa de placer.

—Tal vez la DEA me esté buscando.

—No lo encontrarán. Aquí no.

Tim aprovecha la oportunidad.

—¿Dónde es aquí?

—Parque estatal Anza-Borrego.

—¿Parque estatal?

¿Con guardias forestales y toda esa mierda? ¿Terrenos propiedad del Estado? Eh, Brian, ya he pasado todo el tiempo que me apetecía en un terreno propiedad del Estado.

—Es una propiedad vitalicia —explica Brian—. Ochocientas hectáreas de desierto que mis padres me legaron, rodeadas por la gran nada. Llanuras desiertas y montañas desiertas. Ni una liebre podría entrar aquí sin que yo lo supiera.

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