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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

Muerte y vida de Bobby Z (20 page)

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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Enfunda la pistola, pone en marcha la camioneta y se va de allí. La ventanilla del pasajero está cubierta de sangre, pelo y sesos, pero piensa que ya la limpiará cuando llegue al motel.

Quiere estar sentado en esa habitación cuando se presente Bobby.

Llega al Knotty Pine, mira alrededor, y luego lleva el cadáver de Macy a la oficina del motel. Lo sienta en el cuarto trasero y le pone la pistola en la mano. Busca las llaves de la cabaña 8. Cuando las encuentra se aleja en la camioneta unos cientos de metros y la deja en una pintoresca cuneta. Vuelve a pie a la cabaña e introduce la llave en la cerradura.

49

Tim lleva a Kit junto a la zona de los gorilas. Hay un banco sobre una pequeña loma, y es un lugar fácil de encontrar.

—No te muevas de aquí —le dice al niño—. Solo tardaré un par de minutos.

—¿Por qué...?

—No te muevas de este sitio.

—Vale, vale.

Kit está cabreado, pero a Tim le da igual. Si todo va bien, volverá con él enseguida. Si las cosas se tuercen, no hay motivos para meterlo en el fregado.

El niño se sienta en el banco sin mirar a Tim.

—Vuelvo enseguida —dice este.

El crío continúa mirando a los gorilas.

Camino de los elefantes, Tim para en el lavabo de caballeros. Entra en un cubículo y coloca el silenciador casero en el cañón de la pistola, después se la embute en los pantalones, debajo de la chaqueta vaquera. A continuación saca de la bolsa la bandeja de la masa para galletas y se la mete en la parte posterior de los pantalones, para luego cubrirla también con la chaqueta.

Cuando sale, se mira en el espejo para comprobar si su aspecto es mínimamente normal. Decide que sí, quizá un poco envarado, y piensa también que, si la pistola se dispara por accidente, su futura vida sexual se halla en peligro.

El recinto de los elefantes resulta ser una buena elección. Está al final de una pasarela ancha y recta que brinda a Tim una buena panorámica mientras se acerca. El Monje sigue esperando, con la bolsa blanca colgando de su muñeca.

Tim pasea la vista a su alrededor para comprobar si hay alguien que no debería estar allí, pero no ve a nadie sospechoso. Abundan los turistas extranjeros, grupos escolares y viejos. No sabe qué está buscando en realidad, pero no hay tíos con gafas de sol, radios y metralletas en las cercanías, de modo que decide seguir adelante.

De todas formas, el Monje lo ve, se quita las gafas de sol y lo mira tan fijamente como se puede mirar a alguien a quien simulas no ver.

Lo repasa de arriba abajo, se vuelve hacia los elefantes y se apoya contra la barandilla. Tim se detiene a su lado.

—Me alegro de verte, tío —dice el Monje—. Ha pasado... ¿cuánto?

—Mucho tiempo —contesta Tim.

—Pareces...

—Cambiado, Monje. Y tú también.

—El tiempo...

—Sí. Monje...

—Dime.

—No bajes la vista, pero tengo una nueve milímetros con silenciador apuntando a tus tripas.

—¿No confías en mí, Bobby?

—No confío en nadie, Monje. Intercambiemos las bolsas.

Tim no puede ver a través de las gafas de sol del Monje, pero sí advierte un levísimo movimiento de cabeza que ha visto cientos de veces en el patio de la cárcel. Esa mirada por encima del hombro de un preso que está a punto de atacar por la espalda.

Lo percibe una fracción de segundo antes de que la hoja de un pesado cuchillo golpee contra la bandeja de las galletas que le cubre la parte inferior de la espalda. La punta rebota, pero le hace un corte en el costado. Tim baja la vista y ve la hoja ensangrentada justo debajo de su codo derecho. Atrapa el brazo del atacante con el suyo mientras le agarra la muñeca con la mano izquierda. Empuja hacia abajo con la izquierda y tira hacia arriba con la derecha, hasta que oye el crujido del codo al partirse; entonces lo suelta.

Y el Monje queda fuera de juego.

Tim se aleja antes de que el frustrado asesino toque el suelo.

Oye que una vieja grita: «¡Alguien se ha desmayado!», y supone que los elefantes también se han asustado, porque emiten esos sonidos tan típicos de las viejas películas de Tarzán. Entonces cae en la cuenta de que todavía lleva el cuchillo en la mano, así que lo tira encima de una caja de pizza que hay dentro de una papelera de mimbre.

Otra típica cagada de Tim Kearney, piensa, mientras repara en la sensación tibia y pegajosa de la sangre que le brota del costado izquierdo, y se da cuenta de que, de no haber tomado la precaución de utilizar ese viejo truco de la cocina de la cárcel, estaría muerto. Recuerda la expresión sorprendida de la estúpida cara de aquel lerdo de Fresno cuando fue a apuñalar a Johnny Mack y la navaja barata rebotó en la bandeja de galletas. Mack se volvió, lo dejó sin sentido y continuó dándole de hostias hasta que llegaron los guardias, y además Johnny Mack era un negrazo jodidamente enorme.

Y por qué coño estoy pensando en esto, se pregunta Tim. No es momento de soñar despierto, me están persiguiendo.

Intenta pensar (mierda, lo que intenta es permanecer consciente) y caminar y mirar atrás, y los distingue incluso en medio de la multitud. Tres tipos vestidos de típicos turistas tontainas, uno con una camiseta de «I ♥ San Diego», otro con una del Sea World y un tercero con una gorra de los Padres. Tim no entiende cómo ha podido pasarlos por alto, excepto porque es un jodido desastre.

Ahora sabe que no está a la altura de las circunstancias, porque están pasando demasiadas cosas como para controlarlas. Tal vez Bobby, el gran Z, pudiera lidiar con toda esta mierda, piensa Tim, pero yo no. Tengo que largarme de aquí con el culo intacto y encontrar a Kit. Ahora vamos a quedarnos sin dinero, sin oportunidades, y encima a mí me van a dar de hostias en el maldito zoo. Por los clavos de Cristo, ¿no es para cagarse? O sea, sobrevives a las temporadas en el trullo, a la guerra del Golfo, a toda la puta escena del desierto, y la vas a espichar en el zoo.

Pero entonces piensa: ¿Esos tipos serán capaces de matarme a plena luz del día en un sitio público? Y después piensa: Bueno, supongo que sí, porque acaban de intentarlo, ¿no?

La vida es la hostia.

A Tim le gustaría sentarse y seguir andando al mismo tiempo, aunque sabe que eso es una contradicción, y en ese momento recuerda el funicular.

No se lo piensa dos veces, y solo cae en la cuenta de que está atrapado cuando se mete en ese trasto, porque dos de los tipos se suben a la cabina de detrás, y el tercero corre para reunirse con ellos.

Sea como sea, no puede hacer nada, así que se levanta la camisa para mirarse el costado. Tiene un bonito corte de unos doce centímetros que sangra la hostia y que le empieza a escocer. Aunque no es demasiado profundo, por lo que supone que, si consigue que lo venden cuanto antes, no se desangrará hasta morir. De modo que vuelve a meterse la camisa en los pantalones y empieza a buscar a Kit.

No está en el banco de la zona de los gorilas.

Tim se siente cada vez más aterrorizado porque el chico no está donde debería.

Mira frenéticamente a su alrededor, pero no ve su cabeza rubia por ninguna parte. Ahora siente que no puede respirar, y mientras busca con la vista por todos lados, ve a los dos tíos de la cabina de atrás sonriendo. Levanta la vista y ve al señor Sea World apoyado contra un árbol mientras monta un rifle con mira telescópica, y a Tim no le cuesta mucho pensar que el tío no tiene que ser Lee Harvey Oswald para meterle dos bonitas balas en la cabeza cuando se baje del funicular.

Maldito capullo, se maldice Tim. Jodido desastre. Pierdes el dinero, pierdes al crío, y consigues que te maten. Otra jornada habitual para Tim Kearney, triple reincidente.

De modo que se está dirigiendo hacia su muerte como si estuviera en la cinta transportadora de un matadero. O sea, el funicular lo está llevando a treinta metros de altura, sin ningún sitio adonde ir salvo el campo de tiro. ¿Y qué puede hacer, saltar al vacío?

Eso es lo que hace.

Más tarde, sus perseguidores le contarán al Monje que Bobby Z voló —voló, joder— por los aires. Se subió al borde de la cabina descubierta, y saltó a la que bajaba por el otro lado.

Le contarán al Monje que, de repente, se montó una digna de un circo, porque las pocas personas que fueron testigos de la escena chillaron como hace la gente cuando cree que el tío del trapecio se la va a pegar y no tiene red. Tampoco la hay en el zoo de San Diego, solo tierra dura, verjas puntiagudas, animales devoradores de hombres y mierda. De hecho, uno de los perseguidores le contará al Monje que, cuando Z saltó, vio a los leones alzar la vista impacientes, pero el Monje lo considerará una licencia poética. Sea como sea, si alguien salta de una de esas cestas descubiertas del zoo de San Diego no es probable que aterrice y siga andando como si tal cosa, y saltar desde un funicular a otro es algo que solo un idiota o un lunático intentaría.

O una leyenda.

—Ahora comprendo por qué ese tío es una leyenda —le dirá uno de los asesinos al Monje, que en ese caso no lo considerará una licencia poética, pero de todos modos se sentirá irritado por el comentario.

»Voló —añadirá el asesino con estupor y admiración—. Como Supermán.

Sea como sea, la gente chilla (incluido Tim) cuando salta y flota en el aire durante lo que parece (sobre todo a él) mucho tiempo. Después se agarra al borde de la cesta que desciende, se aferra con fuerza, y los dos tíos que lo persiguen están demasiado estupefactos para dispararle, cosa que habría resultado fácil, de no ser por un par de docenas de personas que están prestando muchísima atención.

La gente grita, los leones rugen, los elefantes barritan, los tíos de seguridad corren, y Tim consigue por fin levantar una pierna e izarse a bordo de la cabina.

Aterriza con un golpe sordo.

Pero vivo.

Al menos por ahora, porque sabe que, cuando llegue abajo, habrá guardias de seguridad, y eso podría acabar con él en el talego, lo cual significaría su muerte. Y, por otra parte, en este momento el señor Sea World debe de estar desmontando como un poseso el rifle con mira telescópica e intentando bajar la colina a tiempo de recibir a Tim en la triunfal culminación de su viaje.

Así pues, no le queda más remedio que saltar de nuevo antes de llegar abajo, aunque Tim espera a que falten unos tres metros para repetir el número, y confía en que lo que haya abajo sea Bambi o bien algo que ya haya comido.

Resulta ser una especie de ciervo raro, que parece realmente asustado al ver a un ser humano caer del cielo. Mira a Tim una décima de segundo y luego sale cagando leches, lo cual le parece muy buena idea y empieza a escalar la valla.

Oye el sonido lejano de unos pasos que corren tras él, un sonido familiar desde su juventud, de modo que salta la valla, se mete en un bosquecillo de bambúes y empieza a abrirse paso hacia el otro lado, desde donde tal vez pueda huir.

Desplazarse a través de los bambúes es una idea tan cojonuda que al tirador también se le ha ocurrido, y los dos se quedan algo sorprendidos al encontrarse frente a frente. Tim le propina tres veloces puñetazos en la cara y el tipo se desploma. Continúa adelante y piensa que a la mierda: si salgo de esta, buscaré al niño y nos iremos a Oregón, porque cuando eres Bobby Z hay que luchar contra demasiada gente.

De modo que decide iniciar una vida nueva por completo. Cómo financiarla es otra historia, y piensa que tal vez haga un alto en Palm Springs por el camino.

Pero antes tiene que encontrar a Kit, porque, si bien lo más inteligente sería irse de allí a toda hostia y abandonar al crío, a estas alturas de su vida no va a empezar a decantarse por la opción inteligente.

Sea como sea, por algún motivo es incapaz de dejar a Kit, tal vez por el viejo rollo del control de impulsos, así que, aunque oye a los guardias de seguridad entre los bambúes gritando: «¡Le hemos encontrado! ¡Está herido!», no se dirige hacia la salida, sino hacia los gorilas, para ver si el niño ha vuelto.

No ha vuelto, y Tim se embarca en una delirante gira de conocimiento básico del mundo animal, y dejando atrás gorilas, orangutanes, chimpancés y demás primates, atraviesa las estepas asiáticas, las selvas de la India, baja a la playa de los hipopótamos y entra en el terrario sin encontrar a Kit.

Se siente presa del pánico. Ni siquiera piensa en que los asesinos podrían estar buscándolo, solo piensa en el crío y en que no puede encontrarlo. Ve el letrero de «Zoo infantil» y corre hacia allí, imaginándose que ningún niño sería capaz de resistir la tentación de acariciar cabras, ovejas y otros bichos malolientes, pero Kit tampoco está ahí, y Tim piensa que quizá el Monje supiera que iba con él y lo ha secuestrado para utilizarlo como rehén.

Y cuando sale al aparcamiento para largarse Tim piensa que le disparará al Monje en las rodillas, que le telefoneará y se verán para llegar a un acuerdo, pero entonces se da cuenta de que no recuerda dónde dejó el coche.

Un aparcamiento del tamaño de Rhode Island, y no puede recordar dónde dejó el coche.

Un tipo de ave.

Tim es incapaz de recordar el ave en cuestión, pero lo que sí recuerda, tras algo de esfuerzo, es a Kit diciendo: «La zona de los avestruces». Se acuerda muy bien de la cara del chaval cuando lo repitió para sí, de manera que busca a su alrededor hasta localizar el avestruz en lo alto del poste. Se dirige hacia el coche, y solo cae en la cuenta de que Kit guardó las llaves cuando lo ve sentado en el asiento del pasajero.

Con una bolsa de plástico blanca sobre el regazo.

—Estás herido —dice el niño cuando él se sienta al volante.

—¿No te he dicho que esperaras junto a los gorilas?

—Menos mal que no lo he hecho —contesta Kit, y señala la bolsa.

—¿Cómo la has conseguido?

—Te he seguido hasta los elefantes.

—¿Eso has hecho?

—Y después he seguido al tipo de la bolsa de plástico blanca, se la he quitado y he echado a correr.

—No tendrías que haberlo hecho.

Kit sacude la cabeza.

—Nadie va a perseguir a un niño en el zoo. La gente pensaría que es un pervertido y le daría una paliza.

Tim se lo queda mirando, y dice:

—Nos vamos a Oregón.

Kit le entrega las llaves.

50

Johnson lleva horas sentado esperando en la cabaña, y está empezando a preocuparle que Bobby se haya olido la trampa y haya pasado de largo. La idea lo cabrea, porque ha procurado ser cauteloso en extremo. Incluso ha decidido no entrar por la puerta principal, porque Bobby habría podido tener la precaución de dejar un pelo o algo para comprobarlo. Así que se ha tomado la molestia de entrar por la ventana de atrás, y ahora está sentado con el rifle amartillado sobre el regazo, y puede que su hombre ni siquiera aparezca.

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