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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

Muerte y vida de Bobby Z (16 page)

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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—¡No! —chilla Rojas, pero es demasiado tarde, porque eso asusta al tipo, que le vacía todo el cargador en el cuerpo.

Tim nota aliviarse el peso que tiene encima, y entonces ve al fantasma verde totalmente perplejo, con el arma vacía y buscando el otro cargador. Tim se levanta y le golpea en la cara con la culata.

Ahora es como si su adrenalina estuviera cantando.

Khafji otra vez, como la noche que ganó la condecoración, como si careciera de control de los impulsos. Empuja al tipo contra la pared de roca y lo despoja de sus municiones. Mierda, ¿qué es esto, granadas? Tendríais que haberlas usado, piensa Tim mientras lo agarra por la nuca y lo lleva hacia la abertura. Lo empuja afuera, donde otro fantasma verde dispara a las piernas de su compañero antes de darse cuenta de que no es Bobby Z, y se queda ahí parado como un tonto cuando Tim le dispara una bala en la cara.

Entonces todo se queda en silencio.

Tim se tira al suelo y repta hasta su agujero, delante del de Kit.

—¿Estás bien? —le pregunta al crío, porque oye que está llorando.

—Estoy bien —contesta el niño.

Es valiente, el muy cabronazo, piensa Tim.

—Eres un buen marine —dice.

—No he hecho nada.

—Exacto.

Si Kit hubiera empezado a gritar y moverse de un lado a otro, ya estarían muertos. Estar tirado en un agujero, mientras fuera la mierda vuela y no sabes qué coño está pasando... para eso hacen falta muchas pelotas.

Reina el silencio, salvo el sonido del fuego en el otro extremo, que arde a base de bien. Una pared de fuego, justo lo que Tim quería, solo que todavía han de salir de ahí, y no está seguro de que puedan largarse por la parte de delante.

Podría haber aspersores, piensa, justo cuando oye los gritos del vaquero.

—¡Parece que estamos en otro callejón sin salida, señor Z!

Tim saca al niño del agujero.

—Hemos de hacer algo muy difícil y tenemos que hacerlo ahora —le susurra—. ¿Estás preparado?

El pequeño bastardo asiente.

—Vale —dice Tim—. Hemos de pasar lo más deprisa posible a través de ese fuego.

—No puedo hacerlo.

—Tienes que hacerlo.

El crío niega con la cabeza.

Tim lo mira a los ojos.

—Sí que puedes.

Le quita la camisa y se la ata alrededor de la cabeza. Después le moja el cuerpo con las últimas gotas de agua.

—Vamos a correr lo más deprisa posible a través de ese fuego y, cuando hayamos pasado, tú sigue corriendo hasta los arbustos del otro lado y te escondes...

—Yo...

—Te encontraré, te lo prometo. Serán solo unos minutos. Pero, si me pierdo o algo, te quedas escondido hasta la mañana, y después te marchas hacia esas colinas. Te subes a una y te sientas a esperar a que alguien te encuentre. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—¿Preparado?

—Preparado.

—Antes haremos un poco de ruido.

Tim dispara un cargador hacia el fuego para reducir un poco la oscuridad, y después echan a correr. Sujeta con fuerza la mano de Kit cuando atraviesan las llamas.

Tim vuelve a respirar cuando ve que el crío ha pasado, entonces lo empuja hacia delante y grita:

—¡Corre!

Lo ve llegar a los arbustos, y después echa un rápido vistazo a su alrededor. Dos caídos en combate y otro al que le falta poco.

Empieza a escalar la roca. Si el cabronazo chiflado lo consiguió, él también podrá hacerlo. Resbala un par de veces y se hace unos buenos arañazos, pero se aferra con fuerza y llega hasta lo alto. Baja la vista y observa cómo el vaquero, acompañado de tres de sus indios, está abriéndose paso entre las rocas sueltas que siembran el suelo de la hendidura. Uno de los indios ve el cuerpo de un camarada y aúlla como un lobo rojo al comprobar que está muerto.

Tim quita la espoleta de la granada y la deja caer en la hendidura. Se cubre la cabeza con los brazos y oye el intenso aunque sordo estruendo.

Oye también los chillidos.

Abre los ojos y ve un siniestro resplandor verdoso que surge de la roca. Como en una película de monstruos alienígenas, solo que procede de una granada de fósforo.

Baja por la pendiente rocosa y se dirige hacia los arbustos.

Encuentra al crío acurrucado como un conejo bajo la salvia.

Tim piensa que debería decir algo, pero no sabe si con ello solo conseguirá empeorar la situación.

—¿Puedes andar un rato? —pregunta.

—¿Y tú?

—Larguémonos de aquí. Estoy harto del desierto.

—Yo también.

La luna se eleva y el suelo se ve plateado y silencioso mientras caminan hacia las colinas.

39

Cuando Johnson consigue volver a la hacienda ya es media mañana y el sol está alto. Envía a la mujer en busca de su médico a sueldo de Ocotillo Wells, y el hombre aparece al cabo de una hora, más o menos sobrio.

Apesta a vodka, pero hace un trabajo bastante decente; extrae metralla del brazo y el hombro de Johnson, mientras el vaquero engulle una botella de tequila. Al médico le pagan por mantener la boca cerrada y hace su trabajo; acomoda el brazo derecho roto de Johnson en un cabestrillo, le da algunas pastillas y se va, lo que al vaquero ya le va bien, pues a él tampoco le entusiasma el exceso de conversación.

Johnson está de un humor de perros. Se llevó a un puto ejército de cahuillas para cazar a Bobby Z, y Bobby Z ha cazado a su ejército. Los ha matado a todos, salvo a él.

Se siente hecho polvo, apaleado y en carne viva, y encima tendrá que lidiar con Brian.

Es inútil demorarlo, así que da un largo trago a la botella, hace caso omiso de las súplicas de su
mexicana
para que se acueste, y se encamina hacia la casa principal para comunicarle a Brian las buenas noticias.

Don Huertero ya ha llegado. Johnson no lo ve, pero sí a sus hombres apostados alrededor de la casa. Allí plantados muy machos, con las carabinas, las metralletas Mach-10 y toda la pesca, gafas de sol reflectantes y esos sombreros frijoleros de paja estilo cowboy, y su jefe no deja a Johnson entrar en la casa.

—Solo quería decirle que no conseguimos capturar a Bobby Z —dice Johnson en inglés.

—Creo que ya lo sabe —contesta el jefe de los secuaces, y todos se quedan allí, bajo el sol, hasta que Don Huertero y unos cuantos tipos salen con Brian.

Desnudo como el día en que nació. Una gran masa gelatinosa de carne fofa y blanca, y llora como un bebé cuando uno de los guardaespaldas de Huertero le da una patada en el culo y lo derriba sobre el polvo.

—No capturamos a Bobby Z —le dice Johnson.

Brian levanta la vista, con los ojos enrojecidos e hinchados, y Johnson ve que lo han sacudido un poco. Se alegra de haber tomado tequila, porque, a juzgar por la expresión de Huertero, bien podría ser el último tequila que beba en este mundo, a menos que el que venga después sea muy diferente del que pregonaba aquel cura baptista.

Huertero se ha quedado a la sombra del porche, todo elegante con su traje blanco, camisa azul mar y mocasines de seiscientos dólares. Gafas de sol envolventes de color azul y el pelo veteado de gris peinado hacia atrás, pero no grasiento, como lo lleva la mayoría de los mexicanos. Mira a Johnson.

—Así que intentaste cazar a Bobby Z —dice.

—Sí, señor.

—¿Y qué pasó?

—Nos mató. A casi todos.

Huertero asiente y luego dice:

—A ti no te mató.

—No.

Huertero vuelve a asentir.

—Todavía.

Johnson se encoge de hombros.

—Pero lo teníais atrapado.

Johnson supone que ese es el momento en que está a punto de cagarla, pero no puede hacer nada al respecto.

—Eso pensaba.

Pero Huertero sonríe.

—Ah, sí, conozco esa sensación. El señor Zacharias es como la luz de las estrellas. Quieres atraparlo y... —Se queda un momento absorto, y después imposta voz de hidalgo—: Pero Brian lo tenía —prosigue—. Brian lo tenía invitado en su casa y lo dejó escapar, y eso me lleva a preguntarme si el señor Z no le ofrecería a Brian algo más de lo que este pensaba obtener de mí.

Brian farfulla algo que suena a negativa, pero el hombre no le hace caso.

—¿Cómo puedo saber si Brian dice la verdad, teniendo en cuenta que es un mentiroso compulsivo? —pregunta Huertero a los congregados—. ¿Le doy lo mismo que iba a darle a Bobby Z?

Brian se levanta e intenta huir, pero uno de los esbirros lo detiene con un culatazo en el estómago y cae despatarrado, sin aliento.

—Dejemos que Brian tome un rato el sol —dice Huertero en tono cordial—. Señor Johnson, ¿quiere hacer el favor de entrar en la casa?

Johnson no sabe si tiene demasiadas alternativas, de modo que sigue al hombre hasta el gran salón de estar estilo árabe, donde una de las criadas de Brian ya está sirviéndole café al señor de la droga.

Elizabeth está sentada en una butaca. Lleva una bata de seda verde y no se ha peinado ni maquillado, pero sigue siendo una mujer hermosa. No obstante, se la ve pálida. Asustada.

—¿Café? —pregunta Huertero.

—No me importaría.

La criada tropieza mientras le sirve café con crema y azúcar. A la mujer le tiembla la mano y la taza repiquetea sobre el platillo. A Johnson le resulta eso más inquietante que el tiroteo de la noche anterior. Está claro que los antiguos criados de Brian son ahora los nuevos criados de Huertero, y Johnson supone que eso también se aplica a él.

Eso espera, en cualquier caso.

También es igual de probable que Huertero lo mate.

El viejo cabrón sigue sentado en silencio, como si estuviera saboreando el rico producto de Juan Valdez, pero Johnson sabe que solo está dejando que el silencio los asuste.

Pues bien, que te jodan, Don Huertero, piensa Johnson. ¿Sabes lo que consigues cuando le das a un frijolero un par de cientos de millones de dólares? Un frijolero rico.

Huertero abre por fin la boca.

—Brian es un hombre muy estúpido y un degenerado —dice—. Piensa que puede llegar a un acuerdo con Bobby Z y engañarme. Creo que su estupidez se deriva de la naturaleza depravada de su estilo de vida.

Bueno, piensa Johnson, si los maricones italianos lo convierten a uno en estúpido, a estas alturas Brian debería ser ya un completo retrasado; cosa que es verdad.

Huertero continúa.

—Pero Brian quiere echarle las culpas a Elizabeth. Dice que ella advirtió a Bobby de los planes que yo tenía para él. Si eso es cierto, y tal vez lo sea, solo puedo decir que Brian fue negligente al contarle mis planes a Elizabeth, sobre todo si sabía que Bobby y ella habían sido amantes en otro tiempo. Si eso es cierto, Brian y Elizabeth son culpables.

Huertero deja la taza y el platillo sobre la mesita auxiliar y, con brusquedad, le da una orden a Elizabeth.

—Levántate.

Ella obedece y Johnson ve que un temblor sacude su cuerpo, como una sombra sobre el desierto.

—Date la vuelta.

Elizabeth les da la espalda.

—La bata.

Ella mueve los hombros y la bata se desliza hasta el suelo. Johnson se encoge: la espalda y el culo de la mujer están en carne viva, llenos de verdugones y cortes.

—Brian es un joven muy estúpido que no comprende nada —prosigue Huertero con calma—, y tal vez no pueda comprender la naturaleza de una mujer así. Conozco a Elizabeth, ¿sabe, señor Johnson? Era amiga de mi difunta hija. Su mejor amiga, quizá. ¿Verdad, Elizabeth? Hace años que la conozco. La he invitado con frecuencia a mi casa.

«Elizabeth es tierna, encantadora, adorable, inteligente y perezosa. Tiene cuerpo de cortesana: esa es su bendición. También tiene alma de cortesana, lo cual es su maldición.

»Lo que Brian no consigue comprender es que una mujer así no siente dolor. No es que le guste el dolor, por supuesto... no estoy insinuando eso, pero no lo teme. No traicionaría a un amante por miedo al dolor.

»Date la vuelta.

Johnson ve que la mujer se vuelve hacia ellos.

—¿Puedo volver a ponerme la bata? —pregunta con voz fría y firme.

—Por favor.

No se apresura. Se agacha, recoge la prenda y mete los brazos en las mangas con un lento y fluido movimiento. Se encoge un poco cuando la seda le roza la espalda.

—Lo que una mujer así teme es que la desfiguren —continúa Huertero.

Se levanta de la silla y camina hacia ella.

—Fíjese en esta cara. Hermosa. Lo que una mujer así teme es ser fea. —Le desliza lentamente el dedo índice desde la frente hasta la barbilla—. Quizá una cicatriz profunda, desde aquí hasta aquí. Con la hoja de un cuchillo romo, para que ningún cirujano, por hábil que sea, pueda...

Cierra su manaza y, con el puño, le toca la cara con suavidad.

—O tal vez machacarle los pómulos, o la nariz, o los huesos de las cuencas de los ojos. ¿Doloroso? Oh, sí, pero no es ese el miedo que la llevaría a traicionar a un amante, no. Solo el miedo a la desfiguración podría conseguirlo. El miedo a la fealdad. ¿Estoy en lo cierto, Elizabeth?

—Sí.

—¿Sí?

—Sí.

—Siéntate, por favor.

Ambos se sientan.

—Con un hombre como usted es más sencillo —dice Huertero—. Usted quiere vivir, ¿verdad?

—Sí.

Huertero asiente y se queda ensimismado; deja que el silencio obre su efecto. A Johnson no le gusta admitirlo, pero funciona: está medio acojonado cuando el mexicano vuelve a hablar.

—Así que... por tus traiciones y fracasos te condeno —mueve la cabeza en dirección a Elizabeth— a la desfiguración. Y a usted, señor Johnson, a la pena de muerte.

Johnson ve cómo la joven palidece, y a él debe de pasarle algo parecido.

—Pero suspendo la sentencia —prosigue Huertero—. Sentencia suspendida, digamos, hasta que yo lo desee. Me bastará con extender la mano para alcanzarles, porque el mundo no es lo bastante grande para que se escondan de mí. ¿En libertad bajo fianza, podríamos decir, como una manifestación de confianza mutua?

—¿Cómo nos libraremos de la libertad bajo fianza? —pregunta Johnson.

Lo hace con rudeza y brusquedad, porque está harto de las chorradas de ese hidalgo mexicano y le duele el brazo.

Huertero percibe su rudeza, pero por lo visto no le molesta como para ordenar que lo aplasten como a una mosca.

—Sencillo —dice—. Me trae a Bobby Z.

—Sencillo —ríe Johnson.

—Me trae a Bobby Z, digamos... ¿dentro de treinta días? De lo contrario, se ejecutarán las sentencias.

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