Muerte y vida de Bobby Z (17 page)

Read Muerte y vida de Bobby Z Online

Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
7.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Huertero sonríe, se levanta y se va sin más.

—No sabía que fueras amiga de su hija —dice Johnson.

—Ajá.

—¿Ella murió?

—Ya le has oído.

—¿Qué pasó?

Elizabeth se ciñó la bata alrededor del cuerpo y se levantó.

—Se suicidó —dijo, disponiéndose a marcharse.

—¿Por qué?

—Para no seguir viviendo, supongo.

Johnson se acercó al mueble bar y cogió una botella de tequila sin abrir. Tenía la sensación de que Brian ya no volvería a necesitarla. Salió al porche, se sentó y apoyó los pies en la barandilla.

Tenían a Brian desnudo y tendido al sol. Rodeándolo con las putas metralletas para asegurarse de que no se levantara. Él lloraba y farfullaba, su piel ya había adquirido un tono rosa fuerte. Cada vez que intentaba taparse, uno de los chicos le daba una patada para impedirlo. También le daban agua, un par de tragos de vez en cuando, porque no querían que se les muriera.

México es un país duro, decide Johnson.

Una hora después, Don Huertero sale de la casa y lo ve en el porche.

—No sé qué le encuentra Brian a esa película antigua —dice—. Acabo de verla. Es malísima.

—A mí me gusta Gary Cooper.

—Sí, Gary Cooper está bien —admite Huertero—, pero la historia...

—Es estúpida.

—Muy estúpida.

—A Brian le gustaba esa mierda árabe, supongo.

—¿Cree que emborracharse lo ayudará a encontrar a Bobby Z, señor Johnson?

—Supongo que, a estas alturas, no me hará daño.

Huertero grita unas órdenes en español y sus chicos empiezan a correr de un lado a otro. Unos minutos después, traen el 4 X 4 Toyota de Brian y le encadenan los tobillos al parachoques.

Huertero se acerca a Brian, que está ya en carne viva. Tiene la cara muy hinchada, advierte Johnson, casi del color de los escasos mechones de su pelo.

—No puedo soportar a los hombres que le levantan la mano a las mujeres —dice Huertero—. Y todos esos
dólares
que guardas en agujeros en el suelo...

Escupe con desprecio a la cara de Brian y grita otra orden. El Toyota se pone en marcha y Johnson ve cómo se dirige hacia los arbustos, donde están los cactus y la
cholla
plateada.

Se levanta de la silla y vuelve a casa. Quiere prepararse un poco de café, recoger sus cosas y localizar al señor Bobby Z antes de que transcurran los treinta días. Echa un buen vistazo a la casa mientras se aleja. Da por sentado que su vida aquí ha terminado.

Un maldito Toyota, reflexiona mientras arrastra los pies por el polvo. En los viejos tiempos utilizaban caballos.

40

Elizabeth está sentada, maquillándose delante del espejo. Aún nota la uña del dedo de Don Huertero recorriéndole la cara. Todavía siente la suave huella de sus nudillos en la mejilla, la nariz y los ojos.

Observa durante largo rato su reflejo, después coge un pintalabios rojo y se dibuja una línea vertical desde la frente a la barbilla. Contempla su imagen inmóvil durante varios minutos y piensa en ella, en Olivia y en Angelica.

Menudo trío. Las tres mejores amigas. Las Mascarateers, se llamaban. Los putones.

Entonces.

Ahora: ella es una puta sin techo, Olivia una yonki en rehabilitación y Angelica está muerta.

Angelica, el angelito de Don Huertero. Una chica atractiva, un bellezón. Angelica, la que volaba alto.

Pero Bobby le cortó las alas.

No tenía experiencia en caídas, de modo que la suya fue dura. Nunca aprendió a rodar, de modo que se pegó un buen tortazo. Si aterrizas con los brazos abiertos, pensó Elizabeth, aterrizas sobre el corazón.

La posterior sobredosis fue una pura formalidad: el punto final de la sentencia.

Elizabeth se borra la cicatriz dibujada con el pintalabios y vuelve a maquillarse, luego se pone una blusa ligera, vaqueros y botas. Se cepilla el pelo y empieza a hacer las maletas. Aunque tiene mucha práctica en ello, tarda casi dos horas en sacar todas sus cosas del armario empotrado. Tiene un montón de ropa, y aún está dolorida para moverse.

No se molesta en llamar a nadie para que le baje la maleta. Todos los criados se han ido, y en la casa reina un silencio de muerte, salvo por el sonsonete de la televisión en su cuarto. Algún programa de entrevistas nocturno, ni siquiera sabe cuál es, solo que una palurda está gritándole a otra palurda por acostarse con el palurdo de su marido.

Durante su segundo viaje hasta el coche ve el cadáver de Brian, o quizá a Brian, porque es posible que todavía respire.

Está tendido en el patio, con la piel roja y el cuerpo hinchado de una manera grotesca, y da la impresión de que le hayan clavado mil pequeñas flechas.

La siguiente vez toma un camino diferente para ir al coche.

Es un Mercedes rojo. Guarda la última bolsa en el maletero, enciende la radio en busca de un poco de jazz ligero y se aleja de allí. Mantiene la vista fija al frente, de modo que solo ve a los hombres de Don Huertero por el rabillo del ojo, cargando a los ilegales en camiones.

Dios sabe adónde, piensa. Dios sabe adónde.

Se detiene en la carretera principal y frena para mirar atrás.

El humo se mezcla con el ocaso rosado y gris, se funde con la negrura de las lejanas montañas, y después desaparece en el cielo oscurecido. El fuego alcanza los muros del viejo fuerte árabe de Brian. Las torres de llamas anaranjadas que se alzan sobre los parapetos le recuerdan el portal árabe. Casi en forma de lágrima.

Beau geste
, Brian, piensa.

Menudo chiste, viejo amigo.

41

Diez días después, Tim está sirviendo las últimas palomitas en su cuenco y en el de Kit, mientras miran unos dibujos animados titulados
Double Dragon
, que Kit considera vomitivos, pero que a él no le parecen tan mal.

Están viviendo en la última de las ocho cabañas de cedro situadas en un prado en el lado oeste de la carretera Sunrise, en Mount Laguna. Mount Laguna no está cerca ni tiene nada que ver con la ciudad de Laguna ni con Laguna Beach, pero aun así es como un eco de Bobby Z, que mantiene a Tim concentrado en el principal problema de su vida.

El hecho de que, a todos los efectos, él es Bobby Z, y Don Huertero está muy cabreado con él.

Al menos, Mount Laguna no es una montaña del desierto. Para empezar, tiene árboles de verdad: grandes pinos piñoneros, cedros, abetos y hasta robles. Arboles que dan sombra, y las cabañas de Knotty Pine (cincuenta y siete pavos por semana fuera de temporada es un precio justo) están alejadas de la carretera, flanqueadas por un bosquecillo de pinos gigantes. Es un lugar barato, tranquilo y apartado, y el propietario no hace muchas preguntas, aunque vea que la camisa de su cliente está manchada de sangre seca. Mientras pague, le da igual. Además, en las otras siete cabañas no se aloja nadie, cosa que a Tim le gusta, porque así podrá sentarse fuera a meditar qué hacer.

Y para Kit es como estar en el paraíso, porque se siente loco de contento por estar con un hombre (para variar, un rollo «de chicos») y por poder comer toda la basura que Tim compra en la tienda, que está a unos dos kilómetros subiendo la colina.

De modo que tienen palomitas, Pepsi, batidos de chocolate, perritos calientes, bocadillos de mantequilla de cacahuete con mermelada, chile Hormel, guisado de carne y montones de pizzas congeladas, y toda la televisión que quiera ver.

El crío se entrega a fondo.

También se ha metido a fondo en el rollo de los espías.

El rollo de los espías es la versión de Tim de jugar al escondite.

—Ahora vamos a jugar a los espías —le dice a Kit, después de que Macy, el propietario del motel, le haya dado la llave.

—¿Cómo se juega a espías? —pregunta Kit.

—Para empezar, necesitamos nombres diferentes.

—¿Por qué?

—No puedes ser espía y utilizar tu verdadero nombre. Todo el mundo sabría quién eres, y entonces no podrías espiar.

Kit reflexiona un momento.

—¿Cuál será tu nombre?

Tim finge pensar.

—¿Qué te parece Tim?

—Bien.

—¿Quién serás tú?

—Mike.

—¿Mike?

—Mike.

—Mike está bien, me gusta. Bien, el juego consiste en que los espías malos nos persiguen, y nosotros nos esconderemos hasta...

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que descubramos dónde está escondida la fórmula secreta.

—¿Esa es nuestra cabaña, Tim?

—Sí, Mike.

—¿Puedo abrir la puerta?

—¿Por qué?

—Porque me apetece.

—¿Sabes utilizar una llave?

—Tengo seis años.

—De acuerdo.

De modo que Kit corre hacia la cabaña, abre la puerta mosquitera y forcejea con la llave hasta que abre de un empujón. Tim no es consciente de que los niños de seis años están locos por hacer esa clase de cosas, pero le parece bien.

La cabaña es pequeña. Hay una encimera con un fogón pequeño y un horno, una zona de estar con un viejo sofá destartalado y una mecedora, y un dormitorio con literas. El cuarto de baño es lo bastante grande para poder moverse dentro, y tiene ducha, pero no bañera.

Sin embargo hay tele, y dan dibujos, y eso es lo único que a Kit le importa, de modo que se siente feliz. Y si se le ha quedado grabada en la mollera la noche en el desierto, no dice nada al respecto, y, a juzgar por cómo se zampa la pizza y el helado, no ha afectado en nada a su apetito.

Al cabo de una semana, Tim está harto de ir y volver de la tienda cargado de víveres, y, por otra parte, calcula que va a necesitar un medio de transporte para descubrir el siguiente paso de su encarnación de Bobby Z, así que decide comprar un coche.

Su primera idea es robar uno, por supuesto. Deambular junto a los surtidores de gasolina de la tienda hasta que algún buen ciudadano se deje la llave puesta mientras entra a comprar tasajo, pero después se lo piensa mejor. La ciudad es pequeña (mierda, la tienda, junto con un bar de moteros que hay al otro lado de la carretera, es la ciudad) y la víctima acabará viendo su vehículo desaparecido aparcado ante el motel Knotty Pine. Y lo último que Tim necesita es acabar de vuelta en el sistema, donde Gruzsa y la Hermandad Aria estarán encantados de recibirle.

Y además, está el crío. ¿Qué será del chaval si me detienen?, se pregunta. De modo que rechaza seguir su instinto y decide que lo mejor será comprar algún trasto viejo.

Y hay un trasto viejo, un feo Dodge verde lima, que no se ha movido del aparcamiento de grava desde que llegaron, así que Tim le dice a Kit que termine de ver los dibujos animados, que volverá dentro de unos minutos.

Se va a la cabaña que hace las veces de oficina y saluda al anciano propietario. Macy rezonga un hola a modo de respuesta y continúa leyendo el
Star
.

—Ese viejo Dodge... —empieza Tim.

—¿Sí?

—Lleva aparcado ahí un tiempo. ¿Sabe de quién es?

—Sí.

—¿De quién?

—Mío.

Viejo pedorro, piensa Tim. Me lo tiene que poner difícil.

—Estoy buscando un vehículo —dice.

El viejo hijo de puta levanta la vista del periódico y suelta:

—Novecientos.

—No lo quiero en perfecto estado. Me lo quedaré como está. Le doy quinientos.

—No me dará quinientos —replica el viejo. Guarda silencio un momento—. Aceptaré ochocientos cincuenta.

—Sí, ya me lo imagino.

Tim espera un momento, mientras el tipo termina de leer el artículo. Cuando vuelve a levantar la vista, no parece muy emocionado de ver que sigue allí.

—Le daré seiscientos —dice Tim.

El hombre reflexiona unos instantes.

—No aceptaré un cheque.

—Pensaba pagarle en metálico.

A Tim no le gusta decirlo y no le gusta la mirada del tipo. Un viejo que regenta un tugurio alejado de la civilización por fuerza ha de preguntarse por qué un desgraciado como él lleva tanto dinero encima. Se preguntará de dónde lo sacó, y es probable que se pregunte qué recompensa ofrecen por un pobretón que lleva encima tanto dinero.

Pero es inevitable, piensa Tim. Necesitamos un coche.

—Vaya a buscar el dinero, yo iré a buscar las llaves —dice el viejo.

Tim se mete la mano en el bolsillo de los pantalones y saca seis billetes.

—Iré a buscar las llaves —repite el viejo. Entra en la habitación de atrás, regresa al cabo de un minuto y tira las llaves sobre el mostrador—. La documentación está dentro. No se va a marchar, ¿verdad?

—Aún no.

Tim está a punto de salir cuando el tipo le pregunta:

—¿Necesita algo más?

—¿Como qué?

—Como una pistola.

Tim no le dice que ya tiene una pistola, gracias. Basándose en la teoría de que, incluso en el sur de California, es difícil hacer autoestop con un rifle automático colgado al hombro, dejó el M-16 hecho trizas debajo de una roca cuando salió del desierto. Pero la pistola, incluso en ese momento, la lleva entre la piel y los vaqueros.

—¿Para qué iba a querer una pistola? —pregunta.

El otro se encoge de hombros.

—Protección.

Eso es lo que dice el viejo pedorro, piensa Tim, pero su intención es venderle una pistola para que pueda ir a robar algo. Mientras no sea él la víctima, le importa una mierda. Siempre y cuando Tim le pague el alquiler.

—Yo siempre tengo una a mano para protegerme —añade el viejo, a fin de hacerle saber que no es fácil robarle.

Nadie roba a quien le esconde, piensa Tim con desdén. Ni siquiera el capullo de Wayne LaPerriere fue lo bastante capullo como para robarle a su protector.

—Creo que con el coche basta, gracias —dice Tim.

Sale, sube al asiento del conductor y se lleva una agradable sorpresa cuando el trasto se enciende a la primera. Llama a Kit para que le ayude a comprobar las luces de frenado, las luces traseras y los intermitentes, y después se asegura de que lleve la pegatina de matriculación y las de control de emisiones. No quiere que lo paren por una estupidez.

Sobre todo cuando no tienes permiso de conducir.

Kit está encantado con el coche.

—¿Es un coche de espías? —pregunta.

—No lo digas en voz alta.

—Lo siento.

Pero el chaval esboza una gran sonrisa, y Tim decide que lleva una vida muy rica en fantasías.

—Vamos a dar una vuelta —propone—. Necesitamos víveres.

Van a la tienda para proveerse de nuevas cantidades de porquería. Tim decide que necesita más o menos otra semana de tranquilidad para decidir qué coño hacer a continuación.

Other books

Freefall by Joann Ross
Fatal Strike by Shannon Mckenna
MARKED (Hunter Awakened) by Rascal Hearts
Pinstripe Empire by Appel, Marty
The Dylan Thomas Murders by David N. Thomas
Ghosts of Bungo Suido by Deutermann, P. T.
Short Century by David Burr Gerrard