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Authors: Don Winslow

Tags: #Policíaco

Muerte y vida de Bobby Z (4 page)

BOOK: Muerte y vida de Bobby Z
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—El Nordstrom de la droga —añade Escobar.

Z distribuye droga desde Alaska hasta Costa Rica.

—¿Quién sabe cuándo va a amarrar un barco en la playa? —les dice One Way a los turistas mientras camina a su lado por Laguna—. O sea, Z es capaz de echarle un vistazo a un plano y deducir que la Guardia Costera no podrá localizar a un barquito, un barco pequeño en una costa tan grande. Miles de putas millas para la droga de Z, tío. ¿Entendéis lo que estoy diciendo? Mirad ahí, eso es el Pacífico, amigos, el territorio de Z. Z conoce el ritmo del agua. Lo conoce y se adapta a él. Z es como Poseidón. El puto Neptuno, amigos. Pacífico significa «en paz», tío. Z está en paz con él.

—¿Y qué pasó? —pregunta Tim.

Porque el niño prodigio murió cuando estaba detenido, ¿no? Como todos los perdedores.

—No lo sé —dice Gruzsa—. Se entrega en Tailandia. Enfermo como un perro, contrajo una especie de parásito intestinal. Entra en la embajada y pide ver a alguien de la DEA. Dice que se llama Robert Zacharias. Al cabo de un cuarto de hora yo estaba subido a un avión.

—Y después muere en la ducha —dice Tim.

—Exacto —contesta Gruzsa, en plan la vida es una mierda.

El doctor termina y le dice a Tim que no se rasque. Levanta un espejo y le enseña la pequeña cicatriz en el lado izquierdo de la frente. Parece una «z» pequeña.

Pues claro, joder, piensa Tim.

—¿Qué se supone que debo hacer si Huertero me lleva al otro lado de la frontera porque cree que soy su socio Bobby? —pregunta.

Gruzsa parece cabreado.

—¿Y yo qué coño sé? —replica.

—¿Qué hago cuando se dé cuenta de que no lo soy? —insiste Tim.

—Es tu problema —contesta Gruzsa.

De modo que esto es lo que hay, piensa Tim: puedo volver al talego y que me maten, o suplantar al gran Bobby Z y probablemente conseguir que me maten.

Escogeré la Puerta Número Dos, decide.

4

Pero antes, un poco de entrenamiento.

—¿Qué clase de entrenamiento? —pregunta Tim.

Nadie le había dicho nada acerca de un entrenamiento. Lo bueno de la trena es que no hay gran cosa que hacer.

Excepto fabricar placas de matrícula.

—Has de saber algunas cosas sobre Bobby Z —dice Escobar—. Y algún vocabulario básico.

Así que Escobar se convierte en niñera y entrenador de Tim durante las dos semanas siguientes, tratando de implantar a Bobby Z en su cerebro. Lo retienen en una especie de campamento en los alrededores de San Clemente para esperar a que cicatrice la herida, y Escobar... Tim piensa que es como si Escobar estuviera enamorado del difunto Bobby Z, porque no para de darle la tabarra con el tipo.

Le cuenta todo lo que la DEA averiguó sobre Z. Qué tipo de comida le gusta, qué bebe, qué viste. Viejos amigos, viejas guaridas, viejas novias.

Interroga a Tim al respecto hasta que este se siente como si hubiera vuelto al instituto. Escobar es como el puto Pepito Grillo, todo el día persiguiéndolo para hacerle preguntas, y lo único que Tim quiere es ver a las pibas en la M
TV
.

—¿Qué marca de cerveza? —pregunta Escobar.

—Budweiser.

—Corona —gruñe el otro, en plan cabreado.

Tim está en la puta ducha y Escobar abre la puerta.

—¿Equipo de rugby? —le pregunta.

—No tiene —contesta Tim—. Odia el rugby.

—¿Qué deporte, pues?

—Surf —contesta él. Está chupado—. Y voley playa.

O Tim está echando una siesta, despatarrado en el sofá, tomando el sol de la tarde, y Escobar lo agarra de la camisa, lo arroja al suelo y grita:

—¡Colores del colegio!

—Azul y dorado —murmura Tim.

—¡Marrón y blanco! —chilla Escobar, y le da una patada en el vientre, fuerte, con uno de sus puntiagudos zapatos de frijolero. Tim se aovilla sobre la alfombra en posición fetal y Escobar se acuclilla a su lado—. Será mejor que te pongas las pilas,
pendejo
. ¿Qué crees que hará Don Huertero contigo si averigua que eres un impostor? ¿Darte una patada en la tripa? Puede que te encadene a la pared y empiece con un soplete. Tal vez empiece por cortarte algún dedo. O algo peor. Ese Don Huertero es cosa seria.

De modo que Tim se arremanga y comienza a estudiar. Aprende toda esa mierda que Don Huertero tal vez sepa o no sobre Bobby Z, y también empieza a parecerse más a él. La cicatriz se funde con la piel y Tim se deja crecer el pelo. No lo dejan salir a tomar el sol. Quieren que conserve la palidez de la cárcel. Así que Tim ve mucha tele y hace los deberes.

Los deberes de Bobby Z. ¿Qué ropa, qué películas, qué libros? En el anuario del instituto hay una foto de Z con esa sonrisita de suficiencia, como si supiera que todo esto es una chorrada y él se lo pasa por el culo. Amigos del instituto, amigos surferos, novias. Montones de novias, descubre Tim, y se cabrea. No son perdedoras, sino las típicas chicas guays del sur de California. Esbeltas, atractivas, molonas. Chicas de mirada segura, esa mirada que comunica que el mundo es de ellas, solo para que puedan exhibirse.

—A Z le gustaban las
chuchas
—dice Escobar con lascivia mientras miran las fotos juntos, y cada uno especula sobre a cuáles se tiró Z. Escobar señala las que sabe que fueron sus chicas: una Ashley, dos Jennifer, una Brittany, una Elizabeth, una llamada Sky—. Y a las
chuchas
les gustaba Bobby.

Como si fuera una gran revelación para Tim. Como si fuera un gran descubrimiento científico que las chicas se pirran por la droga. Belleza, pijerío, dinero y droga, piensa Tim. Pero ¿quién dijo que la vida iba a ser justa?

Escobar le informa también sobre los amigos varones de Z. Amigos surferos, amigos drogatas, algunos, incluso chicas, pasaron a ser empleados suyos, delegados de ventas de la mierda de Bobby. Un Jason, un Chad, dos Shane y un Free, que era, imagínate, hermano de Sky. Tipos guays, tipos molones, comprende Tim. Tipos que se imaginan que el mundo es suyo porque la playa es suya. Amigos de Bobby.

Buenos amigos, además, dice Escobar. Uña y carne con él.

Tan uña y carne, piensa Tim, que dos de ellos, un Shane y la Brittany, acabaron boca abajo en una acequia.

Tim estudia las fotos, los nombres. Lee libros sobre surf, recibe conferencias de Escobar acerca de cómo funciona el imperio de Bobby Z. Todo lo que averiguaron, añade con tristeza, antes de que el corazón de Z petara.

—El principal cabecilla de Bobby en Estados Unidos es alguien llamado el Monje —le dice Escobar.

¿El Monje?, piensa Tim. ¿Qué coño es esto? El único monje que él conoce es el tipo gordo de Robin Hood.

—¿Quién es? —pregunta.

Escobar niega con la cabeza.

—Si lo supiéramos, ya lo habríamos pillado, ¿no? —dice.

—No lo sé —dice Tim.

Los polis tienen cerebro de poli, y quién sabe lo que hay ahí dentro.

Es demasiado para él. Deja el anuario y cierra los ojos.

—Será mejor que aprendas toda esa mierda —le advierte Escobar—. Los hombres de Huertero harán preguntas, se asegurarán de que eres el auténtico Bobby antes de hablar de negocios. Mejor llegas a un trato, o Gruzsa te despellejará vivo. En la frontera pueden pasar cosas por la noche, ¿sabes?

Tim lo sabe. Tim estaba en la puta frontera entre Kuwait y Arabia Saudí cuando entraron los tanques iraquíes. Sí, Jorge, por la noche pueden suceder cosas malas en la frontera,
pendejo
.

Así que estudia y aprende toda esa mierda. En un par de semanas sabe todo lo que hay que saber sobre el legendario Bobby Z, y no porque esté fascinado por el niño prodigio, sino porque después de ese pequeño cambalache en la frontera quiere sobrevivir.

Un par de semanas aburridas, pese a todo. No lo dejan salir, por supuesto, y no lo dejan llevarse allí a nadie. Ni siquiera a una putilla de Oceanside para desahogarse un poco, aunque saben que ha estado meses en la trena y que no se amariconó. No obstante, lo pregunta, y Escobar resopla.

—Ya echarás un polvo después del cambiazo.

Si es que sigo vivo, piensa él.

No sería tan horrible si le dieran comida de verdad, pero Bobby se hizo vegetariano y Escobar no quiere que Huertero perciba el olor a carne podrida en el aliento de Tim.

—Eso es una estupidez —dice este.

—No. Huertero tiene a indios trabajando para él. Son capaces de oler esa clase de mierda, tío. Son como coyotes.

Así que nada de hamburguesas con queso, ni perritos calientes, ni
tacos de carne
, con los que sueña Tim. Escobar dice que puede comer un taco de pescado si le apetece, y él contesta que se vaya a la mierda con el puto taco de pescado. Hiere los sentimientos de Escobar, y durante tres días no le dan de comer más que pan de pita, arroz y verduras, y Tim dice:

—Ya me sé toda esa mierda, vamos a hacerlo.

Así que Gruzsa aparece y le hace a Tim un pequeño examen. Escobar está de pie, como un padre nervioso, fuma un cigarrillo y anima a su chico, mientras su compañero le suelta un montón de preguntas sobre el gran y fenecido Bobby Z.

Escobar sonríe como un idiota cuando Tim saca matrícula de honor en el examen.

Gruzsa no se siente tan entusiasmado y emocionado.

—Supongo que ya estás preparado, pedazo de imbécil —dice.

Así que una noche lo meten en la furgoneta y se van.

5

De noche, tarde, en un cañón de la frontera.

Tim supone que están al este de San Diego.

La luna ha salido y, cuando Escobar conduce a Tim por la ladera hasta el fondo del cañón, el cielo no se ve negro, sino plateado. Gruzsa está sentado en su jeep, arriba, observando con un visor nocturno, apoyado por un pequeño batallón de tíos de la DEA armados con M-16, escopetas y quizá morteros, por lo que Tim sabe.

Los tíos del INS
[6]
se habrán ido a dar una vuelta preprogramada, porque no se ve ni verde ni blanco por los alrededores, y Huertero, por su parte, habrá despejado el lado mexicano, porque no hay ilegales agazapados detrás de la alambrada a punto de echar a correr hacia los dólares. El juego habitual se ha suspendido esta noche, hoy toca sesión de cambalache con los amigos, piensa Tim, y ahora ve que se acercan a ellos unas figuras desde el otro lado del cañón, en la parte mexicana.

Tim siente el cosquilleo en el estómago que notaba justo antes de entrar a robar en una casa, la misma sensación de la noche en que los putos iraquíes irrumpieron en Khafji antes de la concentración de tropas, y solo había allí algunos marines y los saudíes y se desató el infierno, y nota el visor nocturno de Gruzsa enfocado en su espalda.

Ahora distingue a un par de mexicanos sosteniendo entre ellos lo que debe de ser Art Moreno, más o menos como si lo arrastraran, y Tim imagina que el tal Moreno habrá recibido lo suyo. No parece que las piernas le funcionen muy bien, y cuando se acercan y puede ver el rostro del agente, parece que esté cansado de la hostia.

De modo que Tim se siente contento por Moreno, porque el tipo vuelve a casa, y también por él, aunque no quiere alegrarse demasiado hasta que todo haya terminado. Pero debe admitir que está emocionado por la perspectiva de recuperar la libertad.

Ha aprovechado las dos semanas de la cicatrización para leer
Consumer's Digest
y otras revistas útiles, tratando de decidir adónde mudarse después de que todo esto termine. Una de las revistas calificaba las ciudades por calidad de vida, y eran sobre todo ciudades de mediano tamaño del Medio Oeste las que ocupaban los primeros lugares. Contaba mucho, no obstante, el sistema educativo y mamonadas similares que a Tim no le interesan.

Ahora se inclinaba por Eugene, Oregón, porque allí llovía mucho, y se concentraba en eso y en cómo básicamente iba a decirles a los chicos de Don Huertero «Vaya con Dios», me gusta vivir en América, y en el tipo de trabajo que podía conseguir en Eugene. Y ahora están lo suficientemente cerca para poder ver los ojos de Art Moreno, y se ven muy mal, como fuera de sí, como si hubieran visto alguna mierda que no quisieran volver a ver.

Escobar también los ve, porque Tim lo oye susurrar
pendejos
, justo antes del silbido de una bala y de que los sesos de Escobar le salpiquen la cara a Tim, que se lanza en picado al suelo.

Es como en Khafji otra vez, piensa, mientras se aplasta contra el suelo del desierto y empieza a buscar dónde refugiarse. Balas trazadoras surcan el cielo de la noche, el ruido es paralizante, hay tíos que chillan, los pasos retumban en el suelo y los dos mexicanos vuelven hacia la frontera, arrastrando todavía a Moreno, pero uno de ellos recibe una bala en la espalda y da la impresión de que se derrita, como la bruja de
El mago de Oz
que acojonaba a Tim cada Pascua. El otro tipo empuja a Moreno al suelo y se refugia detrás de él, como si fuera un caballo en una peli del oeste, y empieza a disparar.

Contra Tim.

El entrenamiento básico de Tim toma el mando y empieza a reptar para refugiarse, hasta llegar a unos arbustos de mezquites.

Por un segundo piensa en volver para ayudar a Escobar, pero ve que el cuerpo se ha quedado sin cara, de modo que ya no necesita ninguna ayuda que pueda prestarle. Y, en cualquier caso, Tim ve que el hijoputa de Gruzsa está bajando a toda leche por la pendiente en el jeep, manejando el volante con una mano y disparando con la otra, y piensa que ha llegado el momento de abrirse.

Sale rodando de los mezquites y va a parar a una barranca estrecha que corre paralela a la frontera y que debe de ser una «autopista» de los ilegales, porque está llena de huellas de zapatillas de tenis. Justo lo que Tim tiene entre ceja y ceja: salir corriendo de allí con sus zapatillas de tenis, porque cuando el follón se haya calmado sabe que Gruzsa culpará a alguien, y que ese alguien se llama Tim Kearney.

De modo que echa a correr.

De repente se ha armado una buena en la frontera. Todo el mundo y su perro corren de un lado a otro bajo la luz de la luna. Los ilegales aparecen como por ensalmo para aprovechar el caos como maniobra de distracción, los tipos de la DEA y los
desperados
de Huertero se han enzarzado en un pequeño tiroteo con armas cortas, y Tim se topa hasta con un coyote que no sabe adónde huir, porque el ruido llega de todos lados.

Tim corre junto con un torrente de ilegales —hombres, mujeres, críos—, lo que le va de perlas, pero entonces aparecen los Broncos del INS, los agentes saltan de los vehículos e intentan atrapar a algunos espaldas mojadas, y Tim se da cuenta de que aquello no va a ninguna parte, de modo que se zambulle en un matorral de fustetes para esperar a que todo termine.

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