Authors: Charlaine Harris
—Hace mucho que no veo a Claudine. Es muy divertida —recordó Sam—. Claude parece… más clásico desde el punto de vista de las hadas. —Había una pregunta implícita.
—No volveremos a ver a Claudine —le informé—. Por lo que yo sé, Claude será el único hada que veremos por aquí. Han cerrado las puertas, del modo que sea. Aunque creo que hay un par de ellas merodeando por mi casa.
—Hay muchas cosas que no me has contado.
—Tenemos que ponernos al día —convine.
—¿Qué tal esta noche, cuando acabes el turno? Terry estará aquí para hacer unas reparaciones que se han estado acumulando. Y Kennedy tomará las riendas del bar. —Sam parecía un poco preocupado—. Espero que Claude no le vuelva a tirar los tejos a Terry. El ego de tu primo es tan grande como un granero, y Terry es tan… Nunca se sabe cómo va a tomarse las cosas.
—Terry es un hombre adulto —le recordé. Por supuesto, lo que intentaba era tranquilizarme a mí misma—. Ambos lo son.
—Terry tiene poco de adulto —corrigió Sam—. Aunque no dudo que es un hombre.
Fue todo un alivio comprobar que Terry volvía una hora más tarde. Parecía absolutamente normal, ni frustrado, ni enfadado, ni nada por el estilo.
Siempre había intentado mantenerme fuera de los pensamientos de Terry, ya que podía ser un lugar muy tenebroso. Él estaba bien siempre que se mantuviese concentrado en una cosa a la vez. Pensaba mucho en sus perros. Se había quedado con uno de los cachorros de la última camada de su perra y lo estaba entrenando. De hecho, si alguien era capaz de enseñar a leer a un perro, ése era Terry.
Después de reparar un pomo suelto de la puerta del despacho de Sam, Terry se sentó en una de mis mesas y pidió una ensalada y té dulce. Tras anotar su pedido, me tendió un recibo en silencio. Al final tuvo que comprar una pieza para el calentador.
—Ya está arreglado —confirmó—. Tu primo ha podido darse su ducha caliente.
—Gracias, Terry —dije—. Te pagaré algo por tu tiempo y trabajo.
—No es necesario —respondió Terry—.Ya se ha encargado tu primo de eso. —Volvió a enfrascarse en su revista. Se había comprado un ejemplar de
Louisiana Hunting and Fishing
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para leer mientras esperaba su comida.
Le firmé un cheque por la pieza y se lo entregué con el pedido. Asintió y se lo metió en el bolsillo. Como Terry no siempre estaba disponible para trabajar, Sam había contratado a una barman para poder disfrutar de alguna noche libre. La nueva, que llevaba un par de semanas en el puesto, era bastante atractiva a pesar de su imponente tamaño. Kennedy Keyes medía fácilmente metro ochenta; era más alta que Sam, sin duda. Tenía el atractivo que se suele asociar a las reinas tradicionales de la belleza; pelo castaño hasta los hombros con mechas rubias discretas, amplios ojos marrones y una sonrisa blanca y equilibrada que colmaría las fantasías más húmedas de un dentista. Tenía la piel perfecta, la espalda recta y se había graduado en la Universidad de Arkansas en Psicología.
También había estado en el talego.
Sam le ofreció trabajo el día que se pasó a almorzar después de salir de la cárcel. Ni siquiera preguntó en qué consistiría antes de aceptarlo. Sam le pasó la guía rápida del barman y ella se la estudió concienzudamente hasta dominar el número suficiente de bebidas.
—¡Sookie! —me llamó, como si hubiésemos sido amigas íntimas desde la infancia. Así era Kennedy—. ¿Qué tal estás?
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Como unas pascuas. —Se agachó para comprobar el número de botellas que quedaban en la nevera de puerta de cristal que había detrás de la barra—. Necesitamos algunas A&W —dijo.
—Marchando. —Le cogí las llaves a Sam y fui al almacén a por una caja de bebida de zarzaparrilla. Cogí dos paquetes de seis.
—No quise decir que fueras tú. ¡Podría haberlas cogido yo misma! —Me sonrió Kennedy. Su sonrisa parecía perpetua—. Te lo agradezco.
—No ha sido nada.
—¿Parezco más delgada, Sookie? —preguntó, esperanzada. Se dio media vuelta para enseñarme el trasero y me miró por encima del hombro.
El problema de Kennedy no era que hubiese pasado un tiempo en la cárcel, sino que había ganado peso en dicho periodo. Me había dicho que la comida era una basura, y se había pasado con los carbohidratos. «Como por ansiedad», había dicho también, como si fuese algo terrible. «Y la verdad es que en la cárcel tenía problemas de ese tipo con frecuencia». Desde su regreso a Bon Temps, no veía la hora de volver a sus medidas de reina de la belleza.
Aún era preciosa. Sólo que ahora había más que contemplar.
—Estás imponente, como de costumbre —dije. Miré alrededor en busca de Danny Prideaux. Sam le había pedido que se pasara cuando Kennedy trabajara de noche. El apaño debía durar un mes, hasta que Sam se asegurara de que nadie iba a aprovecharse de la nueva.
—Sabes —comentó, interpretando mi mirada—, puedo encargarme sola.
Todos en Bon Temps sabían que Kennedy se las arreglaba sola, y ése era el problema. Su reputación podía constituir un desafío para ciertos hombres (ciertos hombres capullos).
—Sé que puedes —le confirmé amablemente. Danny Prideaux era un seguro.
Y por la puerta apareció. Era unos centímetros más alto que Kennedy, y de una mezcla racial que no lograba concretar. Tenía la piel muy morena, y el pelo corto y castaño enmarcaba una cara ancha. Hacía un mes que se había licenciado del ejército y aún no se había dedicado a ningún oficio en concreto. Trabajaba a media jornada en un almacén de materiales inmobiliarios. Estaba más que dispuesto a hacer de portero algunas noches a la semana, sobre todo habida cuenta de la posibilidad de estar cerca de Kennedy todo el rato.
Sam salió de su despacho para despedirse y poner al tanto a Kennedy de que el cheque de uno de los clientes no tenía fondos. Luego, nos dirigimos hacia la puerta trasera los dos juntos.
—¿Y si vamos a Crawdad Diner? —sugirió. Me pareció buena idea. Era un antiguo restaurante que daba a la plaza que rodeaba los juzgados. Al igual que todos los establecimientos cercanos del casco viejo de Bon Temps, el restaurante tenía su historia. Sus dueños originales habían sido Perdita y Crawdad Jones, que lo abrieron allá por los años cuarenta. Cuando Perdita se jubiló, vendió el negocio a Ralph, el marido de Charlsie Tooten, que dejó su puesto en una planta de procesado de pollos para llevar el establecimiento. El trato era que Perdita le daría todas sus recetas si él accedía a mantener el nombre de Crawdad Diner. Cuando la artritis de Ralph le obligó a jubilarse, vendió el negocio a Pinkie Arnett con la misma condición. Así, generaciones enteras de Bon Temps tuvieron asegurada la posibilidad de probar el mejor pudín de pan de todo el Estado, y los herederos de Perdita y Crawdad Jones pudieron jactarse de ello con orgullo.
Compartí con Sam esa perla de sabiduría local después de pedir un filete campero con judías y arroz.
—Menos mal que Pinkie se quedó con la receta del pudín. Cuando sea época de tomates verdes, quiero venir aquí de vez en cuando a tomarlos fritos —dijo Sam—. ¿Cómo llevas eso de vivir con tu primo? —preguntó mientras estrujaba una rodaja de limón sobre su té.
—Aún no me ha dado tiempo de enterarme. Ya ha ido trayendo sus cosas, pero aún no hemos podido coincidir mucho.
—¿Lo has visto haciendo de
stripper?
—rió Sam—. Quiero decir, profesionalmente. Yo sería incapaz de hacer esas cosas en un escenario, delante de tantas personas.
A mi modo de ver, Sam no tendría ningún impedimento físico para ello. Lo había visto desnudo cuando se transformó de animal a humano. Un pastelito.
—No. Siempre había tenido la idea de ir con Amelia, pero desde que volvió a Nueva Orleans no he tenido mucho ánimo para ir a un club de
striptease.
Deberías contratar a Claude para las noches que estés fuera —sugerí, sonriente.
—Sí, claro —respondió con sarcasmo, pero parecía animado.
Hablamos un rato sobre la partida de Amelia, y luego le pregunté por su familia en Texas.
—El divorcio de mi madre ha ido bien —me informó—. Claro que mi padre está en la cárcel desde que le disparó, así que hace meses que no lo ve. A estas alturas, supongo que la mayor diferencia para ella será la económica. Se va a quedar con la pensión del ejército de mi padre, pero no sabe si la renovarán en su empleo de la escuela cuando acabe el verano. Contrataron a una sustituta para lo que queda de curso cuando le dispararon y le están dando evasivas acerca de su regreso.
Antes de que le dispararan, la madre de Sam era la secretaria recepcionista de una escuela de educación primaria. No eran muchos los que estaban tranquilos al compartir su oficina con una mujer capaz de transformarse en animal, aunque ella siguiese siendo la misma mujer de siempre. Esa actitud me dejaba sin palabras.
La camarera nos trajo nuestros platos y una cesta de panecillos. Suspiré anticipando el placer. Aquello era mucho mejor que cocinar para mí sola.
—¿Alguna novedad sobre la boda de Craig? —pregunté cuando fui capaz de dejar de lado un momento el filete campero.
—Han terminado la fase del consejero de pareja —respondió, encogiéndose de hombros—. Ahora los padres de ella quieren que se haga lo mismo, pero desde el punto de vista genético, sea lo que sea eso.
—Es una estupidez.
—Algunas personas creen que cualquier cosa diferente es mala de por sí —comentó Sam mientras untaba mantequilla sobre su segundo panecillo—. Ni que Craig fuese a cambiar. —Como primogénito de una pareja de cambiantes puros, sólo Sam era susceptible a la llamada de la luna llena.
—Lo siento —lamenté con un meneo de la cabeza—. Sé que la situación es difícil para toda tu familia.
Asintió.
—Mi hermana Mindy lo lleva bastante bien. Me dejó jugar con los niños la última vez que los vi, e intentaré ir a Texas para el Cuatro de julio. Van a lanzar muchos fuegos artificiales e irá toda la familia. Creo que me lo pasaré bien.
Sonreí. Eran afortunados por tener a Sam en la familia, eso creía.
—Tu hermana debe de ser muy lista —supuse. Me llevé un buen trozo de carne a la boca con salsa de leche. Estaba deliciosa.
Ahora rió él.
—Escucha, hablando de familia —comenzó—, ¿estás ya preparada para contarme qué pasa con la tuya? Me hablaste de tu bisabuelo y de lo que pasó. ¿Cómo están tus heridas? No quiero que parezca que espero que me digas todo lo que pasa en tu vida pero sabes que me preocupa.
Dudé un poco. Pero me sentía cómoda hablando con Sam, así que traté de resumirle lo ocurrido durante la semana anterior.
—Y J.B. me ha estado ayudando con un poco de terapia física —añadí.
—Caminas como si no te hubiese pasado nada, salvo por el hecho de que te cansas —observó él.
—Tengo un par de marcas feas en la parte alta del muslo izquierdo, donde la carne… Bueno, paso de hablar de ello. —Me quedé mirando la servilleta durante un par de minutos—. Se regeneró. Casi toda. Ha quedado una especie de hoyuelo. Hay algunas cicatrices, pero nada terrible. A Eric no parece importarle. —De hecho, él presentaba una o dos cicatrices de sus tiempos como humano, si bien apenas eran visibles en la palidez de su piel.
—Eh, ¿lo llevas bien?
—A veces tengo pesadillas —confesé—. Y en ocasiones tengo ataques de pánico. Pero mejor hablamos de otra cosa. —Sonreí; una de mis sonrisas más amplias y brillantes—. Míranos después de tantos años, Sam. Vivo con un hada, tengo un novio vampiro y tú sales con una licántropo que se dedica a aplastar cráneos. ¿Habríamos pensado que alguna vez diríamos esto el día que entré en el Merlotte’s buscando trabajo?
Sam se inclinó hacia delante y posó su mano brevemente sobre la mía. En ese instante, Pinkie en persona se acercó a nuestra mesa para preguntarnos qué nos había parecido la comida. Señalé mi plato casi vacío.
—Creo que salta a la vista que nos ha encantado —dije, sonriéndole. Ella me devolvió el gesto. Pinkie era una mujer voluminosa que claramente disfrutaba de su propia cocina. Entraron nuevos clientes y fue hacia ellos para acomodarlos.
Sam retiró su mano y empezó a remover la comida de su plato.
—Desearía… —empezó a decir, pero cerró la boca. Se pasó la mano por la cabellera dorada y rojiza. Como se lo había cortado hacía poco, parecía más mansa de lo habitual hasta que se le volvía a alborotar. Posó el tenedor sobre la mesa y me di cuenta de que él también había terminado con casi todo el contenido de su plato.
—¿Qué desearías? —pregunté. Temería oír la respuesta a esa cuestión de boca de la mayoría de la gente. Pero Sam y yo éramos amigos desde hacía años.
—Desearía que encontraras la felicidad con cualquier otra persona —respondió—. Ya sé, ya sé. No es asunto mío. Eric parece cuidarte muy bien, y te lo mereces.
—Así es —convine—. Él es el novio que tengo y sería una desagradecida si no estuviese contenta. Nos amamos. —Me encogí de hombros de una forma algo autodespreciativa. Empezaba a incomodarme con el giro de la conversación.
Sam agitó la cabeza, si bien una mueca de la comisura del labio me reveló, sin siquiera la necesidad de oír sus pensamientos, que opinaba que Eric no era merecedor de esa valoración. Menos mal que no podía oír lo que él pensaba claramente. Yo veía a Jannalynn igual de poco apropiada para Sam. Él no necesitaba una feroz matona-mujer-para-todo del líder de la manada. Se merecía estar con alguien que pensase que era el mejor hombre del mundo.
Pero no dije nada.
Que nadie pensara que yo no tenía tacto.
Resultaba terriblemente tentador decirle lo que había pasado la noche anterior. Pero era sencillamente incapaz. No quería implicar a Sam en la mierda de los vampiros más de lo que ya estaba, que era muy poco. Nadie necesita cosas así. Por supuesto, había pasado el día preocupada por las consecuencias de aquellos acontecimientos.
Mi móvil se puso a sonar mientras Sam pagaba su mitad de la cuenta. Le eché un ojo. Era Pam. El corazón se me subió a la garganta. Salí del establecimiento.
—¿Qué pasa? —pregunté, sonando tan ansiosa como me sentía.
—Hola a ti también.
—Pam, ¿qué ha pasado? —No estaba de humor para jueguecitos.
—Bruno y Corinna no se han presentado hoy en el trabajo en Nueva Orleans —dijo con solemnidad—. Victor no ha llamado aquí porque, por supuesto, no existe razón de peso para que estén aquí.
—¿Han encontrado el coche?
—Todavía no. Seguro que la patrulla de carreteras le ha puesto ya la pegatina pidiendo a los propietarios que lo quiten de en medio. He observado que eso es lo que hacen.