Authors: Charlaine Harris
—¿La señora que llamó a la puerta estaba muerta? —preguntó Hunter. Se había puesto de pie de un salto y había rodeado la mesa para ponerse a mi lado mientras secaba una sartén.
—Sí —respondí—. Es una vampira.
—¿Muerde?
—A ti y a mí, no —le tranquilicé—. Supongo que a veces morderá a la gente que le deje. —Dios, esa conversación empezaba a ser preocupante. Era como hablar de religión con un niño de cuyos padres desconoces cualquier referencia—. Dijiste que nunca habías conocido a un vampiro.
—No, señora —me confirmó. Iba a decirle que no tenía por qué llamarme señora, pero me detuve. Cuanto mejores fuesen sus modales, más fácil le parecería el mundo—. Yo tampoco había conocido nada como ese hombre del bosque.
En ese momento, tuvo toda mi atención, e hice todo lo que pude para que no leyese la preocupación que crecía en mí. Justo cuando iba a hacerle unas cuidadosas preguntas, oí que alguien abría la puerta del porche trasero, seguido de unos pasos sobre los tablones. Un leve toque a la puerta me reveló que Heidi había vuelto de rastrear en el bosque, pero me aseguré mirando por la pequeña ventana de la puerta. Sí, era la vampira.
—He terminado —anunció ella cuando le abrí—. Me marcho.
Me di cuenta de que Hunter no corría hacia la puerta, como la primera vez. Pero estaba detrás de mí; sentía su mente emitiendo zumbidos. No estaba asustado exactamente, sino ansioso, como la mayoría de los niños cuando se enfrentan a lo desconocido. Pero se alegraba de no poder escuchar sus pensamientos. A mí me pasó lo mismo cuando descubrí el silencio de las mentes vampíricas.
—¿Has averiguado algo, Heidi? —pregunté, titubeante. Puede que lo que tuviera que decir no fuese adecuado para Hunter.
—El rastro feérico de tu bosque es reciente y denso. Hay dos olores. Se entrecruzan. —Inhaló con aparente deleite—. Adoro el olor de la noche. Es mejor que las gardenias.
Como estaba segura de que detectaría el hada que Basim había notado, tampoco suponía una gran novedad. Pero Heidi aseguraba que había dos. Eso eran malas noticias. Confirmaba, además, lo que había dicho Hunter.
—¿Qué más has descubierto? —Retrocedí un poco para que viese que Hunter estaba detrás de mí y calculase su respuesta.
—Ninguno de ellos es del hada que huelo en tu casa. —Más malas noticias—. Por supuesto, he olido muchos licántropos. También a un vampiro… Creo que es Bill Compton, aunque sólo lo he visto una vez. Hay un antiguo c-a-d-á-v-e-r y uno reciente enterrados al este de tu casa, en el claro que hay junto al arroyo. En el claro también hay ciruelos salvajes.
Nada de aquello me tranquilizaba. El c-a-d-á-v-e-r más antiguo, bueno, eso me lo esperaba, y sabía quién era (dediqué un segundo a rogar por que Eric no hubiese enterrado a Debbie en mi propiedad). Y si Bill merodeaba por los bosques, pues muy bien… aunque me preocupaba que se pasara toda la noche deambulando y machacándose mentalmente en vez de reconstruir su vida.
El nuevo cadáver sí que planteaba un problema. Basim no había dicho nada al respecto. ¿Acaso alguien había enterrado un cuerpo en mis tierras en las dos últimas noches o lo había omitido Basim por alguna razón que sólo él conocía? No dejé de mirar a Heidi mientras pensaba, hasta llegar el punto de que arqueó las cejas.
—Bien, gracias —dije—. Te agradezco el tiempo que me has dedicado.
—Cuida del pequeño —sugirió, y un segundo después había cruzado el porche y estaba fuera. No oí sus pasos alrededor de la casa hacia el coche, aunque tampoco esperaba hacerlo. Los vampiros pueden ser condenadamente sigilosos. Sí que oí cómo arrancaba el motor y se alejaba.
Sabía que mis pensamientos podían alarmar a Hunter, así que me obligué a ponerlos en otras cosas, algo más fácil de decir que de lograr. No tendría que hacerlo durante mucho tiempo; saltaba a la vista que mi pequeño huésped estaba cansado. Como era de esperar, protestó de lo lindo porque no quería irse a la cama, pero rebajó el grado de resistencia cuando le dije que, antes de acostarse, podría disfrutar de un buen remojón en la fascinante bañera de las garras. Mientras Hunter salpicaba, jugaba y hacía ruidos, yo me quedé con él hojeando una revista. Por supuesto que me aseguré de que se limpiaba bien entre una flota de barquitos y patos de carreras.
Pensé que podíamos dejar que se lavara la cabeza en otra ocasión. No merecía la pena, y Remy no me había dado instrucciones específicas al respecto. Tiré del tapón. Hunter disfrutó mucho con el gorjeo del agua mientras se escapaba por el desagüe. Rescató a sus patos antes de que se ahogaran, lo que le convirtió en todo un héroe.
—Soy el rey de los patos, tía Sookie —entonó.
—Necesitan un rey —dije. Sabía lo estúpidos que eran los patos. La abuela había tenido algunos durante un tiempo. Supervisé el secado de Hunter con la toalla y le ayudé a ponerse el pijama. Le recordé que podía usar el aseo otra vez y luego se lavó los dientes, aunque no demasiado concienzudamente.
Tres cuartos de hora más tarde, tras un par de cuentos, Hunter por fin estaba acostado. A petición suya, dejé la luz del pasillo encendida y la puerta entornada unos centímetros.
Me di cuenta de lo cansada que estaba, y de lo poco que me apetecía hacerme cábalas sobre las revelaciones de Heidi. No estaba acostumbrada a cuidar de un niño, aunque Hunter me lo había puesto fácil, especialmente para un hombrecito que se quedaba con una mujer a la que no conocía demasiado bien. Esperaba que hubiese disfrutado hablando conmigo de mente a mente. Y también que Heidi no lo hubiera espantado demasiado.
No me permití centrarme demasiado en su pequeña y macabra biografía, pero, ahora que Hunter dormía, no pude evitar pensar en todo ello. Era lamentable que hubiese tenido que volver a Nevada cuando su hijo aún estaba vivo. De hecho, probablemente aparentara la misma edad que Charlie. ¿Qué habría sido del padre? ¿Por qué habría requerido su creador que volviera? Cuando la convirtió, los vampiros aún no se habían revelado a los estadounidenses o al resto del mundo. El secretismo era capital. Estaba de acuerdo con Heidi. Salir del ataúd no había resuelto todos los problemas de los vampiros; más bien había creado unos nuevos.
Habría preferido no saber nada de la tristeza que Heidi arrastraba consigo. Como era de esperar, y como buen producto de mi abuela que soy, esos pensamientos me hicieron sentir culpable. ¿Acaso no deberíamos estar siempre dispuestos a escuchar las historias tristes de los demás? Si desean contarlas, ¿no estamos acaso obligados a escucharlas? Ahora sentía que tenía una relación con Heidi basada en su desdicha. ¿Equivale eso a una relación de verdad? ¿Había algo en mí que le suscitara la simpatía para sacar esa historia a la superficie? ¿O es que hablaba habitualmente con todos sus conocidos de su hijo Charlie? Eso era difícil de creer. Supuse que la presencia de Hunter había desatado su confianza.
Sabía (aunque creo que me negaba a admitirlo) que si Heidi estaba tan distraída con el problema de su hijo yonqui, alguna noche éste recibiría la visita de alguien despiadado. Después, Heidi podría centrar todas sus energías en las necesidades de su patrón. Me estremecí.
Si bien sabía que Victor no titubearía un solo instante, me pregunté si Eric podría o debería hacerlo.
Hasta me hice la pregunta a mí misma, y sabía que la respuesta era «sí».
Por otra parte, Charlie era un rehén inmejorable para asegurar el buen comportamiento de Heidi, en plan: «Si no espías a Eric, le haremos una visita a Charlie». Pero si eso cambiaba…
Tanto meditar acerca de Heidi tenía por objeto esquivar mi problema más inmediato. ¿Quién era el cadáver más reciente del bosque y quién lo había dejado allí?
Si Hunter no hubiese estado en casa, habría cogido el teléfono y habría llamado a Eric. Le habría pedido que trajese una pala y me ayudase a desenterrar el cadáver. Eso haría un novio, ¿no? Pero no podía dejar a Hunter solo en casa, y me habría sentido fatal al pedirle a Eric que fuese al bosque solo, aunque estaba segura de que no pondría ninguna objeción. De hecho, probablemente habría enviado a Pam. Suspiré. Al parecer, era incapaz de librarme de un problema sin toparme con otro.
A las seis de la mañana, Hunter escaló hasta mi cama.
—¡Tía Sookie! —exclamó en lo que probablemente pensó que era un susurro. Justo en ese momento, el uso de nuestra comunicación mental habría sido la mejor opción. Pero, como es natural, decidió hablar bien alto.
—¿Eh? —Aquello debía de ser un mal sueño.
—He tenido un sueño curioso —me dijo Hunter.
—¿Eh? —Puede que un sueño dentro de un sueño.
—Ha entrado un hombre muy alto en mi habitación.
—¿Entrado?
—Tenía el pelo largo, como una chica.
Me apoyé en los codos y miré a Hunter, quien no parecía asustado.
—¿Sí? —pregunté, rozando ya la coherencia—. ¿De qué color?
—Amarillo —contestó Hunter después de meditarlo un segundo. Me di cuenta de que, a sus cinco años, su identificación de los colores quizá fuese un poco discutible.
Oh, oh.
—¿Y qué hizo? —pregunté. Me esforcé para sentarme. El cielo apenas empezaba a iluminarse.
—Se me quedó mirando y me sonrió —respondió Hunter—. Luego se fue al armario.
—Caramba —dije de modo poco preciso. No podía estar segura (hasta que anocheciese, quiero decir), pero era como si Eric se hubiera metido en el escondite secreto para pasar muerto el día.
—Tengo que hacer pipí —anunció Hunter, y se deslizó fuera de mi cama para corretear hasta el cuarto de baño. Más tarde oí el ruido de la cisterna y cómo se lavaba las manos (o al menos abría el grifo del lavabo un instante). Volví a zambullirme entre mis almohadas, pensando con tristeza en las horas de sueño que estaba condenada a perder. Por pura fuerza de voluntad salí de la cama con mi pijama azul y me puse una bata. Metí los pies en las zapatillas de andar por casa y, cuando Hunter salió del baño, entré yo.
Un par de minutos después estábamos en la cocina, con las luces encendidas. Fui derecha a la cafetera y encontré una nota pegada. Reconocí la letra inmediatamente y las endorfinas inundaron mi torrente sanguíneo. En vez de sentirme incrédula por estar levantada a esas horas tan tempranas, me sentí feliz de poder compartir esos momentos con mi pequeño primo. La nota, que había sido escrita en uno de los blocs que tengo para apuntar la lista de la compra, ponía: «Mi amor, he llegado demasiado cerca del amanecer como para despertarte, aunque he estado tentado. Tu casa está llena de gente rara. Un hada arriba y un crío abajo; pero en tanto que no haya nadie en la habitación de mi dama, puedo soportarlo. Tenemos que hablar cuando despierte». Estaba firmada, con un gran garabato: «Eric».
Aparté la nota procurando no pensar en su urgencia por hablar conmigo. Puse a calentar café, saqué la parrilla y la enchufé.
—Espero que te gusten las tortitas —le dije a Hunter, y su rostro se iluminó. Posó la taza de zumo de naranja sobre la mesa con un alegre golpe, provocando que se derramara por los bordes. Justo cuando lo iba a sancionar con la mirada, se apresuró a coger un paño para limpiarlo. Se encargó del zumo derramado con más vigor que atención o detalle, pero agradecí el gesto.
—Me encantan las tortitas —respondió—. ¿Sabes cómo se hacen? ¿No salen directamente de la nevera?
Disimulé una sonrisa.
—No. Sé hacerlas. —Me llevó unos cinco minutos hacer la mezcla, y para entonces la parrilla estaba caliente. Primero puse un poco de bacon. La expresión de Hunter era de éxtasis.
—No me gustan blandas —concretó, y le prometí que se las haría crujientes. A mí me gustaban también así.
—Eso huele de maravilla, prima —dijo Claude. Estaba en el vano de la puerta, con los brazos bien extendidos, luciendo el mejor aspecto que cualquiera podría tener por la mañana temprano. Llevaba una camiseta granate de la Universidad de Luisiana en Monroe y unos shorts negros.
—¿Quién eres? —preguntó Hunter.
—Soy Claude, el primo de Sookie.
«También tiene el pelo largo como una chica», dijo Hunter.
«Pero es un hombre, como el otro».
—Claude, éste es otro primo mío, se llama Hunter —dije—. ¿Recuerdas que te conté que vendría a visitarnos?
—Su madre era… —empezó Claude, pero atajé la frase con un seco gesto de la cabeza.
Es posible que Claude hubiese estado a punto de decir cualquier barbaridad. Podría haber dicho «la bisexual», o «la que Waldo, el albino, mató en el cementerio de Nueva Orleans». Habrían sido dos grandes verdades, pero Hunter no tenía por qué oír ninguna de ellas.
—Así que somos todos primos —señalé—. ¿Pretendes decirnos que quieres compartir el desayuno con nosotros, Claude?
—Así es —terció con su gracejo, sirviéndose una taza de café sin preguntarme—. Si hay suficiente para mí también. Este jovencito tiene aspecto de poder comerse muchas tortitas.
Hunter estaba encantado con la idea, y él y Claude empezaron un pulso verbal sobre quién podría comer más. Me sorprendió que Claude se sintiese tan cómodo con Hunter, si bien el hecho de que estuviese encandilando al crío con tanta facilidad no era una sorpresa en sí. Claude era un encantador profesional.
—¿Vives aquí en Bon Temps, Hunter? —le preguntó Claude.
—No —contestó el niño, riendo ante lo absurdo de tal idea—. Vivo con mi papá.
Bien, ésa era información compartida más que suficiente. No quería que ningún ser sobrenatural supiese nada acerca de Hunter, que supiera lo que le hacía especial.
—Claude, ¿serías tan amable de sacar el sirope y la melaza? —le pedí—. Están en la despensa.
Claude localizó la despensa y sacó los tarros de Log Cabin y Brer Rabbit. Incluso los abrió para que Hunter pudiera olerlos y decidir cuál prefería en sus tortitas. Puse la mezcla sobre la plancha y preparé más café, mientras sacaba los platos del cajón y mostraba a Hunter dónde estaban los tenedores y los cuchillos para que pusiera la mesa.
Éramos un grupo familiar extraño: dos telépatas y un hada. Durante la conversación del desayuno, tuve que arreglármelas para que ninguno de los dos supiera qué era el otro, y fue todo un desafío. Hunter me dijo en silencio que creía que Claude era un vampiro, ya que no era capaz de leer sus pensamientos. Tuve que explicarle que había otro tipo de personas a quienes tampoco podíamos oír. Señalé que Claude no podía ser un vampiro porque era de día, y los vampiros no salen de día.