Authors: Charlaine Harris
Finalmente dije:
—Gracias.
Traté de formular preguntas inteligentes.
—Hmmm, vale. Entonces, los reyes y las reinas de cada Estado de una división concreta se reúnen y toman decisiones…; ¿cada cuánto? ¿Cada dos años?
Eric me miraba con curiosidad. Sabía que algo no iba bien en Sookielandia.
—Sí —dijo—. A menos que surja una crisis que exija una cumbre extraordinaria. Los Estados no son reinos separados. Por ejemplo, alguien gobierna la ciudad de Nueva York y otro el resto del Estado. Florida también está dividida.
—¿Por qué? —Eso me dejó confusa, hasta que lo pensé—. Ah, ya, muchos turistas. Presas fáciles. Mucha población de vampiros.
Eric asintió.
—California se divide en tercios: California Sacramento, California San José y California Los Ángeles. Luego están Dakota del Norte y del Sur, que se han unificado en un solo reino a causa de la escasa población.
Empezaba a acostumbrarme a ver las cosas a través de los ojos de un vampiro. Suele haber más leones donde abundan las gacelas, alrededor del agua. Menos presas, menos depredadores.
—¿Cómo se gestionan los asuntos de, digamos, Amón, durante los dos años que pasan entre cumbres? —Debían de surgir imprevistos.
—Sobre todo mediante mensajes. Si hace falta una reunión en persona, se lleva a cabo mediante comités de sheriffs, en función de la situación. Si tuviese una diferencia con el vampiro de otro sheriff, lo llamaría a él, y en caso de que no satisficiera mis demandas, su lugarteniente se reuniría con el mío.
—¿Y si eso tampoco funciona?
—Elevaríamos la disputa un escalafón: hasta la cumbre. Entre cumbres, se celebra una reunión informal, sin ceremonias o celebraciones.
Empezaban a ocurrírseme muchas preguntas, pero todas de la variedad «¿Y si…?», y la verdad era que no tenía una auténtica necesidad inmediata de conocer las respuestas.
—Vale —convine—. Son cosas muy interesantes.
—No pareces interesada, sino irritada.
—No es lo que me esperaba cuando descubrí que estabas durmiendo en casa.
—¿Qué esperabas?
—Pensaba que habías venido porque no podías esperar un minuto más para gozar de un fabuloso y alucinante polvo conmigo. —Al demonio con el cadáver, de momento.
—Te he dicho estas cosas por tu propio bien —advirtió Eric, sobrio—. No obstante, ahora que ya está hecho, estoy dispuesto a echarte ese polvo, y te aseguro que será alucinante.
—Entonces corta el rollo, cielo.
Con un movimiento inhumanamente veloz, Eric se quitó la camisa y, mientras admiraba las vistas, siguió el resto de la ropa.
—¿Puedo cortarte más bien la respiración? —preguntó con sus colmillos completamente extendidos.
Me quedé a medio camino del salón cuando me atrapó. Me arrastró de vuelta al dormitorio.
Fue genial. A pesar de mi subyacente ansiedad, logré mantener a raya todos los problemas durante unos maravillosos tres cuartos de hora.
Eric disfrutaba tumbado, apoyado sobre el codo mientras me acariciaba el estómago con la otra mano. Cuando protestaba, ya que no lo tengo completamente plano y eso hacía que me sintiese gorda, él se reía genuinamente.
—¿Quién quiere un saco de huesos? —preguntó con absoluta sinceridad—. No quisiera hacerme daño con los afilados bordes de la mujer a quien le estoy haciendo el amor.
Aquello me hizo sentir mejor que muchas de las cosas que me había dicho en mucho tiempo.
—Las mujeres… ¿Las mujeres tenían más curvas cuando eras humano? —pregunté.
—No teníamos mucha elección sobre nuestro peso corporal —respondió Eric áridamente—. En los años malos, no éramos más que hueso y piel. En los buenos, cuando podíamos comer, comíamos.
Me sentí avergonzada.
—Oh, lo siento.
—Poder vivir en este siglo es un privilegio —me recordó Eric—. Puedes comer siempre que te apetezca.
—Si tienes dinero para pagarlo.
—Bueno, puedes robar —añadió—. El caso es que hay comida de sobra.
—En África no.
—Sé que la gente se sigue muriendo de hambre en muchos sitios del mundo. Pero, tarde o temprano, la prosperidad llegará a todas partes. Es sólo que aquí ha llegado antes.
Su optimismo me parecía asombroso.
—¿De verdad lo crees?
—Sí —respondió sin más—. Recógeme el pelo, ¿quieres, Sookie?
Fui a por el cepillo y una goma del pelo. Llamadme tonta, pero la verdad es que disfrutaba con eso. Eric se sentó en el banquito de mi tocador y le cubrí con un manto de seda blanca y melocotón que me había regalado. Empecé a cepillarle la larga melena. Tras consultarle, me hice con un poco de gel de peinado y le peiné los mechones rubios hacia atrás para asegurarme de que no quedaba ningún pelo suelto. Me tomé mi tiempo, elaborando la coleta más impecable posible, y luego la até con la goma. Sin el pelo revoloteando frente a su cara, Eric parecía más severo, pero igual de guapo. Suspiré.
—¿Qué es ese sonido que produces? —preguntó, ladeando la cara para obtener varias perspectivas de sí mismo en el espejo—. ¿No te satisface el resultado?
—Creo que estás increíble —contesté. Sólo el hecho de que pudiera acusarme de falsa modestia me impedía decir: «¿Qué demonios haces con una chica como yo?».
—Ahora te peinaré yo.
Algo en mi interior dio un salto. La primera noche que hice el amor, Bill me había cepillado el pelo hasta que la sensualidad del movimiento se transformó en otra muy distinta.
—No, gracias —dije, animada.
De repente me sentía muy extraña.
Eric se volvió para mirarme.
—¿Por qué estás tan susceptible, Sookie?
—Oye, ¿y qué hay de Alaska y Hawai? —le pregunté a bocajarro, sin pensar. Aún tenía el cepillo en la mano y, sin querer, lo dejé caer. Resonó al chocar con el suelo de madera.
—¿Qué? —Eric miró el cepillo y luego a mi cara, confuso.
—¿En qué sección se encuadran? ¿Están en Nakamura?
—Narayana. No. Alaska está en dominio canadiense. Ellos tienen su propio sistema. Hawai es autónoma.
—Pues eso no está bien. —Me sentía genuinamente indignada. Entonces recordé que tenía algo muy importante que contarle a Eric—. ¿Te informó Heidi de lo que había detectado en mi bosque? ¿Te habló del cadáver? —Sacudí la mano involuntariamente.
Eric observaba cada uno de mis movimientos con los ojos entornados.
—Ya hemos hablado de Debbie Pelt. Si de verdad lo deseas, la cambiaré de sitio.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Quería decirle que el cadáver del que hablaba era reciente. Iba a hacerlo, pero, por alguna razón, me costaba un mundo articular la frase. Me sentí muy extraña. Eric ladeó la cabeza, clavando sus ojos en mí.
—Te comportas de forma muy extraña, Sookie.
—¿Crees que Alcide supo por el olor que el cadáver era de Debbie? —pregunté. ¿Qué me estaba pasando?
—Por el olor no —respondió—. Un cadáver es un cadáver. No conserva el olor distintivo de una persona concreta, sobre todo después de tanto tiempo. ¿Te preocupa lo que pueda pensar?
—No tanto como antes —balbuceé—. Eh, he oído hoy en la radio que uno de los senadores por Oklahoma ha resultado ser un licántropo. Dijo que se inscribiría en un registro nacional el día que le arrancasen los colmillos de su frío cadáver.
—Creo que estas reacciones beneficiarán a los vampiros —dijo Eric con cierta satisfacción—. Por supuesto, siempre hemos sabido que el Gobierno querría controlarnos de alguna manera. Ahora, al parecer, si los licántropos ganan su litigio para librarse de la supervisión, quizá nosotros podamos hacer lo mismo.
—Será mejor que te vistas —sugerí. Iba a pasar algo pronto, y Eric necesitaría su ropa.
Se volvió para escrutarse en el espejo por última vez.
—Está bien —aceptó, un poco sorprendido. Aún estaba desnudo y magnífico. Pero en ese instante no sentía ninguna lujuria. Me sentía más bien estridente, nerviosa y preocupada. Sentía como si un ejército de arañas estuviese trepando por mi piel. Intenté hablar, pero descubrí que me era imposible. Obligué a mis dedos a lanzar un gesto de «¡Date prisa!».
Eric me echó un rápido vistazo cargado de preocupación y empezó a buscar su ropa. Halló sus pantalones y se los enfundó.
Caí redonda al suelo, aferrándome la cabeza con ambas manos. Sentía como si el cráneo se fuese a desprender de mi columna. Sollocé. Eric soltó la camisa.
—¿Puedes decirme lo que pasa? —preguntó, arrodillándose junto a mí.
—Alguien viene —contesté—. Me siento muy extraña. Ya está casi aquí. Alguien con tu sangre. —Recordé haber sentido un atisbo muy, muy ligero de eso mismo con anterioridad, la vez que me enfrenté a Lorena, la creadora de Bill. No había compartido un vínculo de sangre con Bill, al menos no tan intenso como el que tenía con Eric.
Eric se puso de pie en menos de un parpadeo y oí que emitía un grave rugido desde el pecho. Los nudillos se le habían puesto blancos de cerrar los puños con tanta fuerza. Yo estaba hecha un ovillo contra la cama y él se interpuso entre mí y la ventana abierta. En un abrir y cerrar de ojos, me di cuenta de que había alguien ahí fuera.
—Apio Livio Ocella —dijo Eric—. Han pasado cien años.
Por todos los santos. Era el creador de Eric.
Por entre las piernas de Eric pude atisbar a un hombre lleno de cicatrices y generosa musculatura, de ojos y pelo oscuros. Sabía que era de baja estatura porque apenas le veía la cabeza y los hombros. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de Black Sabbath. No pude evitarlo. Se me escapó una carcajada nerviosa.
—¿No me has echado de menos, Eric? —La voz del romano tenía un acento insondable, lleno de capas superpuestas.
—Ocella, tu presencia siempre es un honor —respondió Eric. Reí con más fuerza aún. Eric mentía—. ¿Qué le pasa a mi mujer? —preguntó.
—Sus sentidos están confusos —explicó el vampiro más antiguo—. Tú tienes mi sangre. Ella la tomó de ti. Y me acompaña otro de mis hijos. El vínculo que todos compartimos confunde sus pensamientos y sus sentimientos.
«No jodas».
—Éste es mi nuevo hijo, Alexei —dijo Apio Livio Ocella a Eric.
Observé a través de las piernas de Eric. El nuevo «hijo» era un muchacho de no más de trece o catorce años. De hecho, a duras penas le veía la cara. Me quedé quieta, intentando no reaccionar.
—Hermano —saludó Eric al pequeño. Las palabras que emergieron de su boca eran frías como el hielo.
Decidí incorporarme. No pensaba quedarme allí tirada toda la noche. Eric me había cobijado en un diminuto espacio entre la cama y la cómoda, con la puerta del baño a mi derecha. No había abandonado su postura defensiva.
—Disculpa —dije con un tremendo esfuerzo, y Eric dio un paso al frente para dejarme más espacio, pero interponiéndose todavía entre su creador, su nuevo hermano y yo. Me puse de pie, apoyándome en la cama. Aún me sentía aturdida. Miré al sire de Eric directamente a sus oscuros y líquidos ojos. Pareció sorprendido durante una fracción de segundo.
—Eric, ve a la puerta y déjalos entrar —sugerí—. Apuesto a que no necesitan una invitación formal.
—Eric, ella es muy especial —afirmó Ocella con su exótico acento—. ¿Dónde la has encontrado?
—Te dejo pasar por pura cortesía, porque eres el padre de Eric —solté—. Podría dejaros fuera. —Quizá no sonó tan fuerte como deseaba, pero al menos no parecía una cría asustada.
—Pero mi hijo está en la casa, y si él es bienvenido, yo también. ¿No es así? —Ocella arqueó sus densas cejas negras. Su nariz… Bueno, os imaginaréis por qué se acuñó el término «nariz romana»—. Yo sí que estoy esperando aquí fuera por pura cortesía. Podríamos haber aparecido directamente en el dormitorio.
Y, al instante siguiente, los tuve dentro.
A esas alturas, no había respuesta que me preservara la dignidad. Miré fugazmente al niño, cuya expresión estaba completamente perdida. No era de la antigua Roma. Hacía menos de un siglo que era vampiro, calculé, y parecía germánico. Tenía el pelo ralo, no muy largo y con un corte uniforme. Sus ojos eran azules, y cuando se encontró con los míos inclinó la cabeza.
—¿Te llamas Alexei? —pregunté.
—Sí —contestó su creador, mientras él guardaba silencio—. Os presento a Alexei Romanov.
Si bien ni él ni Eric reaccionaron, yo experimenté un instante de puro horror.
—No habrás… —le dije al creador de Eric, que era más o menos de mi altura—. No…
—También intenté salvar a una de sus hermanas, pero llegué demasiado tarde —confirmó Ocella con tristeza. Sus dientes eran rectos y blancos, aunque le faltaba el que estaba junto al canino izquierdo. Si alguien pierde un diente antes de convertirse en vampiro, éste no se regenera.
—¿Qué pasa, Sookie? —Por una vez, Eric estaba perdido.
—Los Romanov —expliqué, intentando contener la voz, como si el muchacho estuviese a veinte metros y no pudiera escucharme—. La última familia real rusa.
Para Eric, las ejecuciones de los Romanov debieron de producirse ayer, y puede que no fuesen las más importantes de la pléyade de muertes que había experimentado en sus mil años. Pero comprendía que su creador había hecho algo extraordinario. Contemplé a Ocella sin ira, sin miedo, durante apenas unos segundos, y descubrí a un hombre que, desterrado y solo, se dedicó a buscar a los «niños» más notables del mundo.
—¿Fue Eric tu primer hijo? —pregunté a Ocella.
Le pasmó lo que vio como una descarada actitud por mi parte. Eric experimentó una reacción más marcada. A medida que sentía que su miedo me envolvía, comprendí que Eric tenía que cumplir físicamente cualquier cosa que Ocella le ordenase. Hace algún tiempo aquello habría supuesto para mí un concepto abstracto. Pero ahora comprendía que si Ocella le ordenaba matarme, él no tendría más remedio que cumplir.
El romano decidió contestarme.
—Sí, él fue el primero que crié con éxito. Los demás… murieron.
—¿Sería mucha molestia que saliésemos de mi dormitorio y fuésemos al salón? —pregunté—. Éste no es el mejor lugar para recibir visitas. —¿Veis? Trataba de ser educada.
—Supongo que no —contestó el vampiro más antiguo—. ¿Alexei? ¿Dónde crees que debe de estar el salón?
Alexei se medio volvió y señaló en la dirección correcta.
—Entonces, iremos por allí, querido —dijo Ocella, y Alexei dirigió.
Tuve un instante para mirar a Eric a los ojos, y supe que mi expresión clamaba: «¿Qué demonios está pasando aquí?». Pero él parecía tan desconcertado y desvalido como yo. Desvalido. La cabeza no paraba de darme vueltas.