Authors: Charlaine Harris
Fuimos en mi coche, que empezaba a necesitar una visita al taller.
El camino hasta la mansión de los Bellefleur no era muy largo. La verdad es que no costaba mucho ir a ninguna parte en Bon Temps. Aparcamos en el camino de acceso, frente a la puerta principal, pero al acercarnos ya vi que había varios coches en la zona de aparcamiento. Entre ellos estaban los coches de Andy y Portia. Había un antiguo Chevy Chevette gris aparcado discretamente al fondo, y me pregunté si la señora Caroline tendría un cuidador las veinticuatro horas.
Caminamos hasta las puertas dobles.
Bill pensó que no sería apropiado («decoroso» fue la palabra que empleó) entrar por detrás, dadas las circunstancias, y yo estaba de acuerdo. Él caminaba lenta y esforzadamente. Más de una vez quise ofrecerme para llevar la pesada Biblia, pero sabía que no me lo permitiría, así que ahorré aliento.
Halleigh abrió la puerta, a Dios gracias. Se quedó desconcertada al ver a Bill, pero no tardó nada en recuperar la compostura y nos saludó.
—Halleigh, el señor Compton ha traído la Biblia familiar que la abuela de Andy tanto quiere ver —dije, por si Halleigh se hubiera quedado temporalmente ciega y no hubiese reparado en el enorme volumen. Halleigh tenía un aspecto, digamos, mejorable. Su pelo castaño era un desastre y su vestido verde con motivos florales casi parecía tan cansado como sus ojos. Era de imaginar que habría ido a la casa de la señora Caroline después de haber estado dando clases en la escuela todo el día. Su embarazo era evidente, cosa que Bill no supo hasta el momento, a tenor de la fugaz expresión que cruzó su rostro.
—Oh —exclamó Halleigh, relajando visiblemente la cara por el alivio—. Señor Compton, por favor, pase. No sabe cuánto ha deseado Caroline tener esto. —Pensé que la reacción de Halleigh era un buen indicador de cómo había deseado la Biblia la señora Caroline.
Pasamos al recibidor juntos. Ante nosotros arrancaba una amplia escalinata que se desviaba hacia la izquierda. Adoptaba la curva con gracejo hasta la primera planta. Montones de novias de la localidad se habían hecho sus fotos en esa escalinata. Yo misma la había recorrido con tacones y vestido de noche cuando tuve que sustituir a una dama de honor enferma durante la boda de Halleigh y Andy.
—Creo que estaría muy bien que Bill pudiera darle la Biblia a la señora Caroline —sugerí, antes de que la pausa empezase a ser embarazosa—. Existe una relación familiar.
Hasta los impecables modales de Halleigh titubearon.
—Oh… Qué interesante. —Estiró la espalda y Bill apreció la curva de su embarazo. Esbozó una leve y fugaz sonrisa—. Creo que sería estupendo —convino Halleigh, recomponiéndose—. Subamos.
La seguimos por la escalinata y me reprimí el impulso de pasar la mano bajo el codo de Bill para ayudarle. Evidentemente, su estado no mejoraba. Un atisbo de temor prendió en mi corazón.
Avanzamos por la galería hasta la puerta que daba al dormitorio más grande de la casa. La puerta estaba discretamente entreabierta. Halleigh pasó antes que nosotros.
—Sookie y el señor Compton han traído la Biblia familiar —anunció—. Señora Caroline, ¿quiere que pasen?
—Sí, por supuesto. Quiero verla —respondió una débil voz, y Bill y yo pasamos.
La señora Caroline era la reina de la estancia, no cabía duda. Andy y Portia estaban de pie a la derecha de la cama. Vi que ambos parecían preocupados e incómodos mientras Bill me guiaba al interior de la habitación. Reparé en la ausencia de Glen, el marido de Portia. Una mujer afroamericana de mediana edad estaba sentada en una silla a la izquierda de la cama. Lucía los llamativos pantalones sueltos y la alegre bata que estaban entonces de moda entre las enfermeras. Los motivos hacían que pareciese que trabajaba en la sección de pediatría de un hospital. No obstante, en una habitación decorada con tonos melocotón y crema muy contenidos, el estallido de color era bienvenido. La enfermera era alta y delgada, y llevaba una peluca que me recordaba a la película
Cleopatra
. Nos saludó con la cabeza cuando nos acercamos a la cama. Caroline Bellefleur, que parecía la magnolia de acero que en realidad era, se encontraba recostada sobre una docena de almohadones en su cama dosel de cuatro columnas. Sus ancianos ojos estaban poblados con sombras de cansancio y sus manos, torcidas como garras arrugadas reposando sobre la colcha. Pero aún prendía una chispa de interés mientras nos miraba.
—Señorita Stackhouse, señor Compton, no les veo desde la boda —saludó con evidente esfuerzo. Su voz era fina como una hoja de papel.
—Fue una ocasión maravillosa, señora Bellefleur —comentó Bill con un esfuerzo comparable. Yo sólo asentí. Esa conversación no me correspondía.
—Siéntense, por favor —ofreció la anciana, y Bill acercó una silla a la cama. Yo me senté algo más apartada.
—Al parecer la Biblia es demasiado gruesa para que la sostenga —dijo la vieja dama con una sonrisa—. Ha sido muy amable al traérmela. Tenía muchas ganas de verla. ¿Ha estado en su ático? Sé que no estamos muy emparentados con los Compton, pero ansiaba encontrar este libro. Halleigh fue muy amable e hizo algunas pesquisas en mi nombre.
—Lo cierto es que este libro siempre ha estado en mi mesa de centro —explicó Bill con dulzura—. Señora Bellefleur…, Caroline, mi segunda hija se llamaba Sarah Isabelle.
—Oh, Dios santo —dijo la señora Caroline para dejar claro que estaba poniendo toda su atención. No parecía tener muy claro adónde conduciría aquello, pero no se quería perder nada.
—Si bien no lo supe hasta que leí la página familiar de la Biblia a mi regreso a Bon Temps, mi hija Sarah tuvo cuatro hijos, aunque uno de ellos nació muerto.
—Eso era muy habitual en aquellos tiempos —comentó ella.
Miré de soslayo a los nietos Bellefleur. Portia y Andy no estaban nada contentos con la presencia de Bill, pero también estaban atentos a lo que decía. A mí no se habían molestado en mirarme un solo segundo. Sin problema. Si bien estaban desconcertados con la presencia de Bill, sus pensamientos estaban centrados en la mujer que los había criado y el hecho evidente de que se estaba apagando.
—La hija de mi Sarah se llamó Caroline, por su abuela…, mi esposa.
—¿Mi nombre? —La señora Caroline parecía satisfecha, aunque su voz parecía más débil.
—Sí, su nombre. Mi nieta Caroline se casó con un primo, Matthew Phillips Holliday.
—Caramba, ésos eran mis padres. —Sonrió, resaltando terriblemente todas las arrugas de su cara—. Entonces, usted es… ¿De verdad? —Para mi asombro, Caroline Bellefleur se rió.
—Su bisabuelo. Así es.
Portia tosió como si se acabase de tragar un insecto. La señora Caroline hizo caso omiso de su nieta, y tampoco miró a Andy, afortunadamente para él, pues estaba rojo como un moco de pavo.
—Esto sí que es irónico —comentó—. Yo arrugada como la colada sin planchar y usted terso como un melocotón fresco. —Se estaba divirtiendo de verdad—. ¡Bisabuelito!
Entonces una idea pareció aflorar en la señora moribunda.
—¿Fue usted quien propició el oportuno golpe de fortuna que tuvimos?
—No se me ocurría mejor uso que darle al dinero —respondió Bill, gallardo—. La casa ha quedado muy bonita. ¿Quién vivirá en ella cuando usted muera?
Portia boqueó mientras que su hermano se quedó aturdido. Pero yo me fijé en la enfermera. Me hizo un breve gesto con la cabeza. A la señora Caroline le quedaba muy poco tiempo, y ella era plenamente consciente de ello.
—Bueno, creo que Portia y Glen se quedarán a vivir aquí —dijo lentamente la señora Caroline. Se cansaba a ojos vistas—. Halleigh y Andy quieren tener al bebé en su propia casa, y no les culpo en absoluto. ¿No me estará insinuando que le interesa la casa?
—Oh, no, yo ya tengo la mía —la tranquilizó Bill—. Y me alegro de haber podido facilitar a mi familia los medios para reparar este lugar. Deseo que mis descendientes puedan vivir aquí mucho tiempo y pasen innumerables momentos felices.
—Gracias —dijo la señora Caroline, con una voz que ahora se veía reducida a un mero susurro.
—Sookie y yo tenemos que marcharnos —anunció Bill—. Descanse.
—Lo haré —acordó, y sonrió, aunque se le empezaban a cerrar los ojos.
Me levanté en silencio y salí de la habitación delante de Bill. Pensé que Portia y Andy querrían hablar con él. Lo que estaba claro era que no querían molestar a su abuela, así que lo siguieron hasta la galería.
—Creía que estabas saliendo con otro vampiro —comentó Andy. No parecía tan irritable como de costumbre.
—Así es —confirmé—. Pero Bill sigue siendo mi amigo.
Portia había salido durante poco tiempo con Bill, aunque no porque pensara que era guapo o nada parecido. Supongo que eso añadía enteros a su apuro cuando tendió la mano para estrechársela a Bill. Portia necesitaba darle un repaso a sus modales vampíricos. Aunque Bill parecía un poco desconcertado, aceptó la mano.
—Portia —dijo—, Andy. Espero que todo esto no os haya parecido demasiado embarazoso.
Estaba muy orgullosa de Bill. No costaba ver de quién había sacado Caroline Bellefleur su gracejo.
—No habría aceptado el dinero de saber que venía de ti —contestó Andy. Acababa de volver del trabajo, porque aún llevaba todo el equipo encima: la placa, las esposas atadas al cinturón y la pistola enfundada. Tenía un aspecto formidable, pero nada en comparación con Bill, a pesar de lo enfermo que se encontraba éste.
—Andy, sé que no te gustan nada los colmillos, pero formas parte de mi familia y sé que te criaron en el respeto hacia los mayores. —Había cogido a Andy totalmente desprevenido, y se notaba—. Ese dinero era para dar felicidad a Caroline, y creo que surtió su efecto —prosiguió Bill—. Cumplió con su propósito. He podido verla y hablarle de nuestro parentesco y ahora tiene la Biblia. Ya no te molestaré con mi presencia. Sólo te pediré que celebres el funeral por la noche para que pueda asistir.
—¿Dónde demonios se ha oído hablar de un funeral nocturno? —se quejó Andy.
—Tranquilo, así se hará —terció Portia. Su tono no era amistoso o simpático, pero estaba lleno de resolución—. El dinero llenó de felicidad sus últimos años. Disfrutó mucho restaurando la casa hasta dejarla impecable y le encantó que pudiésemos celebrar nuestras bodas aquí. La Biblia es la guinda del pastel. Gracias.
Bill les hizo un gesto con la cabeza y, sin decir más, abandonamos Belle Rive.
Caroline Bellefleur, la bisnieta de Bill, murió a primera hora de la mañana.
Bill acompañó a la familia en el funeral, que se celebró a la noche siguiente, para profundo asombro de toda la ciudad.
Yo me senté detrás con Sam.
No era ocasión para las lágrimas; sin duda, Caroline Bellefleur había tenido una larga vida; una vida no carente de sufrimiento, pero al menos sí jalonada de una felicidad que todo lo compensaba. Quedaban muy pocos de su generación, y los que aún vivían estaban demasiado débiles como para asistir a su funeral.
El servicio fue bastante normal, hasta que salimos en coche hacia el cementerio, que no estaba iluminado (por supuesto) y vimos que habían dispuesto un perímetro de luz alrededor del espacio de los Bellefleur. Era una vista extraña. El sacerdote lo pasó un poco mal para leer las escrituras, hasta que uno de los miembros de la congregación le asistió con su propia linterna.
Las brillantes luces en medio de la absoluta oscuridad eran un amargo recordatorio de cuando sacamos el cuerpo de Basim al Saud. Me costaba mantener la cabeza centrada en la vida y el legado de la señora Caroline con todas las conjeturas que revoloteaban por mi mente. ¿Y por qué no había pasado algo ya? Sentía que estaba viviendo una tensa espera de algo que no acababa de llegar. No me di cuenta de que estaba apretando el brazo de Sam hasta que se volvió para mirarme, alarmado. Obligué a mis dedos a que se relajaran y agaché la cabeza para rezar.
Tenía entendido que la familia iría a Belle Rive para tomar algo después del servicio. Me preguntaba si habrían comprado la sangre embotellada favorita de Bill. Hablando de Bill, tenía un aspecto horrible. Se apoyaba en un bastón. Había que hacer algo para encontrar a su hermana, ya que él no parecía estar por la labor. Si cabía una mínima probabilidad de que su sangre le curara, bien merecía el esfuerzo.
Había ido al funeral en el coche de Sam, pero como mi casa estaba tan cerca del cementerio, le dije que volvería dando un paseo. Había metido una pequeña linterna en el bolso y le recordé que conocía ese cementerio como la palma de mi mano. Así que, cuando todos los asistentes se fueron marchando, incluido Bill, para tomar algo en Belle Rive, aguardé entre las sombras a que los empleados del cementerio empezaran a rellenar el hoyo. Después, atravesé los árboles en dirección a la casa de Bill.
Aún conservaba una llave.
Sí, era consciente de que estaba siendo entrometida. Y puede que no estuviese haciendo lo correcto. Pero Bill se estaba dejando ir, y no podía permitirlo.
Abrí la puerta principal y me dirigí hacia su despacho, que fue en tiempos el comedor de los Compton. Tenía su equipo informático dispuesto sobre una gran mesa y también contaba con una silla de despacho que había adquirido en un Office Depot. Una mesa más pequeña hacía las veces de centro de correspondencia, donde Bill preparaba copias de la base de datos vampírica para enviárselas a los compradores. Se publicitaba mucho en revistas vampíricas, como
Fang
o
Dead Life
, que se publicaban en muchos idiomas. El último esfuerzo de marketing de Bill había consistido en contratar vampiros que hablaban varios idiomas para traducir su base de datos mundial para las ediciones extranjeras. Según recordaba de mi anterior visita, había una docena de copias en CD de la base de datos metida en unas cajas por esa zona de la mesa. Lo comprobé dos veces para asegurarme de que tenía una copia en inglés. No me serviría de mucho que estuviera en ruso.
Por supuesto, el ruso me recordó a Alexei, y pensando en él volví a caer en lo preocupada, enfadada y asustada que me sentía por el silencio de Eric.
Podía sentir la desagradable mueca que afloraba en mi cara al recordar ese silencio. Pero en ese momento tenía que pensar en mi pequeño problema. Salí de la casa, cerré la puerta con llave y esperé que Bill no captara mi olor en el aire.
Atravesé el cementerio tan deprisa como si hubiese sido de día. Cuando llegué a mi cocina, busqué un buen escondite. Finalmente me fijé en el armario de la ropa limpia del cuarto de baño del pasillo y dejé el CD entre las toallas limpias. Pensé que ni siquiera Claude utilizaría cinco toallas limpias antes de que me levantase al día siguiente.