—El curso de dibujo termina la semana que viene y, antes de que mis compañeras se marchen de vacaciones de verano, me gustaría invitarlas un día a casa. Les hace mucha ilusión ir al río, dibujar el puente roto y copiar algunas de las cosas que han admirado en mi cuaderno de bocetos. Se han portado muy bien conmigo y estoy muy agradecida porque, a pesar de ser todas ricas y saber que yo soy pobre, nunca me han excluido.
—¿Por qué habrían de hacerlo? —preguntó la señora March adoptando lo que sus hijas solían llamar «un aire María Teresa».
—Sabes tan bien como yo que la mayoría de la gente tiene en cuenta esas cosas, así que no te alborotes como una gallina clueca que descubre a unos pájaros dando picotazos a sus polluelos; ya sabes que el patito feo resultó ser un cisne —dijo Amy sonriendo sin amargura, porque tenía muy buen carácter y un espíritu positivo.
La señora March rió, controló su orgullo maternal y preguntó:
—Bien, cisne mío, ¿qué has pensado?
—Me gustaría invitar a las chicas a merendar la semana que viene, llevarlas a los lugares que les apetezca conocer, tal vez dar un paseo por el río y organizar una pequeña
fête
artística en su honor.
—No veo inconveniente. ¿Qué quieres dar de comer? Supongo que bastará con un pastel, unos bocadillos, algo de fruta y café.
—¡No, por Dios! Tendremos que servir fiambre de lengua y pollo, chocolate francés y, además, helado. Las chicas están acostumbradas a esas cosas y quiero dar una comida adecuada y elegante aunque yo tenga que trabajar para ganarme el sustento.
—¿Y a cuántas muchachas quieres invitar? —preguntó la madre, que empezaba a ponerse seria.
—En ciase somos doce o catorce, pero no creo que vengan todas.
—¡Válgame el cielo, hija, tendrás que contratar un ómnibus para llevarlas de paseo!
—¡Mamá, qué cosas se te ocurren! No vendrán más de seis u ocho, así que me bastará un carruaje pequeño, y pensaba pedirle al señor Laurence su
char à banc
.
—Pero todo esto saldrá muy caro, Amy.
—No demasiado, he calculado el coste y podré pagarlo con mi dinero.
—Querida, ¿no te parece que, puesto que esas jóvenes están acostumbradas a esos manjares, por bueno que sea lo que les ofrezcas no les sorprenderá, y que sería preferible ofrecerles algo sencillo para variar? Así no tendremos que gastar ni pedir nada prestado para esforzarnos en hacer algo fuera de nuestras posibilidades.
—Si no puedo hacerlo como quiero, prefiero no organizar nada. Con tu ayuda y la de mis hermanas, todo saldría de maravilla. No veo por qué no habría de hacerlo como deseo si estoy dispuesta a pagar lo que cuesta —dijo Amy con una decisión que, de encontrar oposición, se transformaría en obstinación.
La señora March sabía que la experiencia era la mejor maestra y, siempre que le era posible, dejaba que sus hijas aprendiesen por sí mismas lecciones que con gusto les hubiese evitado de haberse prestado ellas a escuchar sus consejos, en lugar de hacer justo lo contrario.
—Muy bien, Amy; si estás decidida y te sientes capaz de hacerlo sin gastar demasiado dinero, tiempo o paciencia, no tengo nada más que decir. Coméntaselo a tus hermanas y, decidáis lo que decidáis, haré lo que esté en mí mano por ayudaros.
—Gracias, mamá, siempre eres muy buena. —Y, dicho esto, Amy se fue a informar de su plan a sus hermanas.
Meg aceptó de inmediato y prometió ayudarla; ofreció gustosa todo lo que poseía, desde su casita hasta sus mejores cubiertos. Jo, en cambio, frunció el entrecejo al conocer el proyecto y, de entrada, se negó a participar en él.
—No veo por qué tienes que gastar tu dinero, molestar a toda la familia y poner la casa patas arriba por un grupo de chicas que no dan un centavo por ti. Pensé que tenías orgullo y sentido común suficiente para no adular a una muchacha solo porque usa botas francesas y se desplaza en un
coupé
—apuntó Jo, que había interrumpido la lectura de una novela en el punto álgido y no estaba de buen talante para tratar asuntos de sociedad.
—Yo no adulo a nadie, ¡y no aguanto que me trates con condescendencia! —replicó Amy indignada, puesto que las dos hermanas todavía se enfadaban con facilidad por cuestiones como esa—. Las chicas sí se preocupan por mí y yo por ellas, y aunque vayan a la moda son amables, sensibles y tienen talento. A ti no te interesa conocer a gente, codearte con la buena sociedad y mejorar tus modales y tus gustos, pero a mí sí. Pienso aprovechar las posibilidades que se crucen en mí camino. Tú puedes seguir yendo por ahí con los brazos en jarra y la cabeza erguida, y decir que es porque eres independiente, pero ese no es mi estilo.
Por lo general, cuando Amy se desahogaba solía obtener buenos resultados, porque el sentido común solía estar de su lado, mientras quejo llevaba su amor a la libertad y su odio a los convencionalismos hasta un extremo tal que casi siempre tenía las de perder en una discusión. La definición que Amy hizo del concepto de independencia de Jo fue todo un hallazgo, y ninguna de las dos pudo evitar reírse, con lo que la discusión adquirió un cariz más amable. Muy a su pesar, Jo se avino a sacrificar un día por «la señora Grundy» y a ayudar a su hermana a organizar «esa estupidez».
Enviadas las invitaciones y confirmadas casi todas las asistencias, dedicaron el lunes siguiente a preparar el gran evento. Hannah estaba de nial humor porque aquello le trastocaba el ritmo de la semana y argumentó que «si no se lavaba y planchaba como era debido, nada podría salir bien». La falta de disposición del principal resorte de la maquinaria doméstica afectó al resto, pero Amy había adoptado como lema el «
Nil desperandum
» y, una vez decidido lo que quería, prosiguió a pesar de los obstáculos. Para empezar, la comida que preparó Hannah no quedó bien. El pollo estaba duro, la lengua demasiado salada y el chocolate no se espesó como debía. Además, el pastel y el helado eran más caros de lo que Amy esperaba, al igual que el carruaje; por no hablar de otros gastos menores que, una vez sumados, daban una cantidad alarmantemente elevada. Beth se resfrió y se tuvo que ir a la cama. Meg recibió más visitas de las acostumbradas, lo que le impidió salir de casa, y Jo estaba tan nerviosa que no paraba de equivocarse, sufrir percances y romper cosas, lo que puso a prueba la paciencia de Amy.
«Sin mamá no lo hubiese logrado», como declaró Amy algún tiempo después y recordaba agradecida, cuando las demás ya habían olvidado «la mejor broma de la temporada».
Si el lunes el tiempo no acompañaba, la reunión se pospondría hasta el martes, una idea que incomodaba sobremanera a Hannah y a Jo. El lunes amaneció con una inestabilidad mucho más exasperante que el peor de los diluvios. Lloviznó un poco, salió el sol, sopló el viento un rato y el tiempo no se decidió hasta que fue demasiado tarde para que el resto se organizara. Amy se despertó muy temprano y apremió a todos para que salieran de la cama, desayunaran y le ayudaran a ordenar la casa. La sala le pareció más rancia que nunca pero, sin detenerse a suspirar por lo que no estaba en su mano, hizo lo posible por sacar partido a lo que tenía. Dispuso las sillas de manera que ocultasen partes raídas de las alfombras, cubrió manchas en la pared con cuadros enmarcados con hiedra y colocó esculturas hechas por ella en varios rincones, para dar un aire más artístico al espacio y completar el efecto logrado por Jo, que había puesto aquí y allá bonitos jarrones con flores.
La comida tenía muy buen aspecto y, mientras la observaba, Amy deseó de corazón que también supiese bien y que la cristalería, la vajilla y los cubiertos de plata que le habían prestado volviesen sanos y salvos a sus dueños. Los carruajes ya estaban apalabrados. Meg y la madre se preparaban para dar la bienvenida a las invitadas. Beth ayudaba a Hannah en la cocina, y Jo había decidido ser todo lo alegre y amable que le permitiesen su despiste, su dolor de cabeza y su disconformidad con todo y con todos. Mientras se arreglaba, Amy se animaba pensando en el feliz momento en que, tras una excelente comida, saliese de excursión artística con sus amigas a disfrutar de los dos platos fuertes: el puente roto y el paseo en
char à banc
.
Pasó las siguientes dos horas en nerviosa espera, yendo del salón al porche, escuchando opiniones tan variadas como el tiempo. Parecía evidente que el aguacero caído a las once había disuadido a las invitadas, que debían llegar a las doce, porque no se presentó nadie. A las dos, la exhausta familia se sentó al sol para dar cuenta de los alimentos que podrían estropearse, para que no se echase nada a perder.
—No parece que el tiempo vaya a ser un problema hoy; seguro que vendrán, de modo que debemos darnos prisa y estar listas para cuando lleguen —dijo Amy, al día siguiente, al ver que lucía el sol. Hablaba como si estuviese emocionada pero, en realidad, deseaba no haber mencionado la opción del martes, porque su interés se estaba pasando como el pastel.
—No he podido conseguir una langosta, así que tendréis que prescindir de la ensalada —anunció el señor March al cabo de media hora con una plácida desesperación.
—Usaremos el pollo; para la ensalada no importará si está algo duro —propuso su esposa.
—Hannah lo dejó un instante sobre la mesa de la cocina y los gatos se lo han comido. Lo siento mucho, Amy —explicó Beth, que seguía al cuidado de los gatos.
—Entonces, tendré que conseguir una langosta, porque con la lengua sola no bastará —afirmó Amy, decidida.
—¿Quieres que vaya corriendo al pueblo a conseguirte una? —preguntó Jo con la magnanimidad de una mártir.
—No, la traerías bajo el brazo, sin papel, solo para poner a prueba mi paciencia. Iré yo misma —respondió Amy, cuyo ánimo empezaba a decaer.
Envuelta en un grueso chal y armada con un cesto, Amy salió de casa, convencida de que tomar el aire y caminar un rato calmaría su agitación y la ayudaría a afrontar con mejor espíritu las tareas del día. Tras un breve lapso, consiguió la tan ansiada langosta, además de un bote de aliño para ensaladas que le ahorraría tiempo en casa, y emprendió el camino de vuelta satisfecha con su gestión.
En el ómnibus iba un único pasajero, una anciana dormida. Amy se cubrió con el chal y se dispuso a conjurar el tedio del trayecto pensando en qué había gastado su dinero. Estaba tan absorta en sus cálculos que no vio que un nuevo pasajero subía a bordo sin que el vehículo se detuviera y, al oír una voz masculina decir; «Buenos días, señorita March», levantó la vista y se topó con uno de los elegantes compañeros de universidad de Laurie. La joven, confiando en que el muchacho se apearía antes que ella, fingió que el cesto que estaba a sus pies no era suyo, se felicitó por haberse puesto un vestido nuevo y le devolvió el saludo con la dulzura y elegancia que la caracterizaban.
Todo marchaba bien. La principal preocupación de Amy se disipó de inmediato al saber que el caballero se bajaría antes que ella. Ambos estaban charlando animadamente cuando la anciana se levantó para apearse y, al ir hacia la puerta, dio un golpe al cesto, y ¡oh, horror!, la langosta asomó la cabeza, revelando su vulgar tamaño y fulgor ante los ojos de un auténtico Tudor.
—¡Por Dios, esa señora se ha dejado la cena! —exclamó el joven, mientras daba con el extremo del bastón al animal para que volviese al interior del cesto y se disponía a cogerlo para dárselo a la anciana.
—No, por favor, es mío —murmuró Amy, casi tan roja como la langosta.
—¡Oh, lo siento! Es un ejemplar magnífico, ¿verdad? —dijo Tudor muy serio, tratando de mostrar auténtico interés, prueba de su exquisita educación.
Amy se rehízo de inmediato y, dejando el cesto sobre el asiento, preguntó entre risas:
—¿No le gustaría comer un poco de la ensalada que prepararemos con esta langosta y conocer a las encantadoras jóvenes que han sido invitadas a degustarla?
La frase era un prodigio de estrategia, porque tocaba dos de los aspectos a los que un hombre no sabe resistirse. La langosta hizo aflorar gratos recuerdos, y la curiosidad por conocer a «las encantadoras jóvenes» hizo que el joven olvidara lo cómico de la escena.
Supongo que si viene se pasará el rato haciendo bromas con Laurie y riéndose de nosotras, pero yo no los veré y eso es un gran consuelo, pensó Amy mientras Tudor hacía una reverencia y se despedía.
Al llegar a casa, no mencionó el incidente (a pesar de que descubrió que, al caer el cesto, el aliño le había manchado la falda y había echado a perder su vestido nuevo) y siguió con los preparativos, que le parecieron aún más fastidiosos que antes. A las doce en punto, todo estaba nuevamente dispuesto. Viendo que sus vecinos se interesaban mucho por sus movimientos, la joven deseó que el éxito de ese día borrase de la memoria el fracaso del anterior. Pidió que trajesen el
char à banc
para ir a buscar a sus amigas y conducirlas al banquete.
—¡Ahí viene el carruaje, ya llegan! Iré a recibirlas al porche, es más hospitalario y quiero que mi pequeña pase un buen rato después del mal trago de ayer —dijo la señora March, poniéndose en marcha. Pero, tras echar un vistazo, volvió a entrar con una expresión indescriptible en el rostro. En el gran carruaje solo venían Amy y una señorita.
—Beth, corre y dile a Hannah que retire la mitad de la vajilla de la mesa. No tiene sentido recibir a una sola invitada con un servicio para doce —exclamó Jo corriendo hacia la cocina, demasiado conmocionada como para echarse a reír.