Pero lo hizo, ¡válgame el cielo si lo hizo! Cientos de veces, y Meg también; ambos declararon que aquella era la mermelada más dulce de sus vidas, porque los tarritos sirvieron para conservar la paz familiar.
Después de aquello, Meg invitó al señor Scott a una cena formal y le sirvió un festín estupendo que no incluía una mujer airada como primer plato. Estuvo tan alegre y ocurrente, y todo salió tan bien, que el señor Scott comentó a John que era un hombre afortunado por estar casado con ella y fue musitando acerca de las miserias de la vida de soltero de camino a su casa.
El otoño trajo consigo nuevos retos y experiencias. Sallie Moffat recuperó la amistad con Meg e iba con frecuencia a la casita a contarle algún cotilleo o a invitar a la «pobrecilla» a pasar el día en su gran mansión. A Meg le agradaba su presencia, porque el mal tiempo la hacía sentirse algo sola; todos en su familia estaban muy ocupados, John no volvía hasta la noche y ella no tenía nada que hacer salvo coser, leer o arreglar el jardín. Así pues, empezó a salir a pasear y charlar con su amiga. Al ver las bonitas pertenencias de Sallie, volvió a añorar tener cosas similares y se compadeció de sí misma por su falta. Sallie era muy amable y siempre quería regalarle algún capricho, pero Meg se negaba a aceptarlos, consciente de que John no lo aprobaría. Pero al final la alocada mujercita terminó por hacer algo que disgustó mucho más a John.
Meg sabía siempre cuánto ganaba su marido y agradecía que él confiase en ella en un asunto —el dinero— que muchos hombres parecen valorar más que la felicidad. Sabía dónde lo guardaba y podía tomar lo que precisase siempre y cuando llevase un registro de cada centavo gastado, pagase las facturas una vez al mes y no olvidase que era la mujer de un hombre pobre. Hasta ese momento, lo había hecho bien, había sido prudente y meticulosa, había anotado todo pulcramente en el cuaderno de cuentas y se lo había mostrado cada mes, sin miedo. Sin embargo, aquel otoño la serpiente llegó al paraíso de Meg y la tentó no con manzanas, sino con vestidos, que son la tentación natural de las Evas modernas. A Meg le desagradaba sentirse pobre y que los demás se apiadasen de ella. Le irritaba sobremanera, pero no estaba dispuesta a reconocerlo, así que de vez en cuando se consolaba comprando algo bonito para que Sallie no pensase que tenía que apretarse el cinturón. Siempre se sentía fatal después, porque las cosas bonitas que adquiría rara vez eran necesarias pero, como no costaban demasiado, no tenía de qué preocuparse. Sin embargo, la cuantía de los caprichos fue subiendo y, cuando iba de tiendas con su amiga, ya no se contentaba con mirar sin comprar.
Pero las fruslerías cuestan más de lo que uno imagina, y cuando a final de mes hizo cuentas, se asustó al descubrir el total gastado. Aquel mes, John estaba muy ocupado y dejó que ella se encargase de las facturas. Al mes siguiente, estuvo ausente, pero en el tercero tuvo lugar una revisión que Meg no olvidaría jamás. Días antes, había hecho algo terrible que pesaba sobre su conciencia. Sallie había adquirido varias piezas de seda y Meg se moría por una —solo una— clara y bonita para las fiestas, porque su vestido negro estaba muy visto y solo las jovencitas podían llevar prendas finas por la noche. Por Año Nuevo, la tía March solía regalar a las hermanas una moneda de veinticinco dólares; apenas faltaba un mes para eso, la preciosa tela de seda violeta era una auténtica ganga y ella disponía del dinero, tan solo tenía que atreverse a cogerlo. John siempre decía que todo lo suyo era de ella, pero ¿le parecería bien que gastase los veinticinco dólares que esperaba conseguir y otros tantos del presupuesto familiar? Esa era la cuestión. Sallie la había animado a hacerlo, se había ofrecido a prestarle el dinero y, movida por la mejor de las intenciones, había tentado a Meg hasta un extremo en el que la joven ya no podía resistirse. En mal momento el vendedor, señalando los encantadores y brillantes pliegues, dijo: «Señora, es una ganga, se lo aseguro». Y ella repuso: «Me lo llevo». Cortaron la tela y la pagaron. Sallie estaba exultante y Meg rió como si la compra careciese de importancia, pero se sintió como quien acaba de robar algo y tiene a la policía pisándole los talones.
Cuando llegó a casa, trató de mitigar el remordimiento contemplando la belleza de la seda, pero entonces le pareció que brillaba menos, que no le favorecía tanto como esperaba y creyó ver estampadas en las dos caras de la tela las palabras «cincuenta dólares». La alejó de su vista, pero la imagen de la tela la perseguía no como lo haría un hermoso vestido, sino como el fantasma de un terrible error difícil de subsanar. Aquella noche, cuando John cogió el libro de contabilidad, a Meg le dio un vuelco el corazón y, por primera vez desde que se casó, tuvo miedo de su esposo. Sus amables ojos marrones podían resultar muy severos y, aunque él estaba especialmente contento, Meg sospechaba que la había descubierto y disimulaba. Como había pagado todas las facturas y las cuentas estaban al día, John la felicitó, y cuando se disponía a abrir el viejo billetero que llamaban «el banco», Meg, sabedora de que estaba vacío, le detuvo la mano y dijo con cierto nerviosismo:
—Todavía no has revisado mis gastos personales.
John nunca pedía verlos, pero ella insistía en compartirlos con él y le divertía la extrañeza masculina con la que él recibía las peculiares necesidades de las mujeres. Así, buscaba saber a qué correspondía el epígrafe «cordoncillos», la interrogaba con firmeza sobre el significado de «mañanita» o preguntaba, intrigado, cómo podía un tocado costar cinco o seis dólares si no era más que un pedazo de terciopelo con un par de cintas y tres capullos de rosa de tela. En aquella ocasión, él parecía dispuesto a pasar un buen rato analizando las cuentas de su esposa y fingiendo horrorizarse por su despilfarro, como hacía con frecuencia, aunque en verdad estuviese especialmente orgulloso de lo prudente que era su mujer.
La joven dejó las cuentas ante él y se colocó detrás de su silla, con la excusa de masajearle la frente para suavizar las arrugas provocadas por el cansancio. Y desde allí, con creciente temor, dijo:
—John, querido, me da vergüenza mostrarte estas cuentas porque en estos últimos días he gastado más de lo debido. Como ahora salgo más, necesito ciertas cosas… Sallie me aconsejó que las comprara y le hice caso. El dinero que me regalará mi tía por Año Nuevo cubrirá parte de los gastos; aun así, en cuanto lo hube comprado, me arrepentí. No quisiera que pensases mal de mí, querido.
John se rió, tiró de ella para atraerla hacia sí y, de buen humor, apuntó:
—No te escondas, no te voy a pegar por haberte comprado unas buenas botas. Estoy tan orgulloso de los pies de mi esposa que no me importa pagar ocho o nueve dólares por un calzado de calidad.
Las botas habían sido uno de los últimos caprichos que Meg había anotado en sus cuentas, y los ojos de John habían ido a dar con esa partida mientras la escuchaba. ¡Oh! ¿Qué pensará cuando descubra que me he gastado cincuenta dólares? ¡Qué horror!, se dijo la joven con un escalofrío.
—Es algo más que unas botas; se trata de un vestido de seda —dijo con la tranquila desesperación de quien desea que lo peor haya pasado ya.
—Bueno, querida, como dice el señor Mantalini, ¿a cuánto asciende el «dichoso total»?
John no solía hablar de ese modo y la miraba con su franqueza habitual, a la que ella siempre había sabido corresponder, hasta ese día. Meg pasó la página y volvió la cabeza al tiempo que señalaba la suma final, que ya hubiese sido difícil de aceptar sin los cincuenta dólares de más pero que, con ellos, resultaba escalofriante. Se hizo un silencio tenso que duró un minuto, tras el cual John dijo pausadamente, tratando de no mostrar su malestar:
—Bueno, supongo que cincuenta dólares no es demasiado para un vestido, con todos los adornos y chismes que hacen falta para que quede bien.
—Todavía no está hecho, ni siquiera está cortado —observó Meg con un suspiro de consternación, consciente de lo mucho que costaría confeccionarlo.
—Veinticinco varas de seda parece mucho para cubrir a una mujer menuda como la mía, pero estoy seguro de que irás tan elegante como la esposa de Ned Moffat —dijo John con tono seco.
—Sé que estás enfadado, John, pero no pude evitarlo. No pretendo malgastar tu dinero, no imaginé que esos pequeños gastos sumados fuesen a suponer tanto. Cuando veo a Sallie comprar todo cuanto se le antoja y compadecerse de mí por no poder hacerlo, no me puedo resistir. Intento conformarme, pero resulta muy duro. Estoy harta de ser pobre.
Esto último lo dijo tan bajo que pensó que él no lo había oído, pero lo hizo, y a John le dolió en lo más hondo porque se había privado de muchas cosas para que a Meg no le faltase de nada. Ella deseó haberse mordido la lengua. John dejó los libros de cuentas a un lado, se puso en pie y dijo con voz temblorosa:
—Temía que algo así ocurriese. Haré lo que pueda, Meg.
Si John la hubiera reprendido, o incluso zarandeado, Meg no se habría sentido tan acongojada como al oírle pronunciar aquellas palabras. Corrió hacia él y le abrazó con fuerza, llorando de arrepentimiento.
—¡Oh, John, mi querido, dulce y trabajador marido! ¡No quería decir eso! He sido mala, falsa y desagradecida. ¿Cómo he podido decir algo así? Oh, ¿cómo he podido?
John, que tenía muy buen corazón, la perdonó de inmediato y no le hizo reproche alguno, pero Meg sabía que, aunque él no volviese a mencionarlo, lo que había hecho y dicho no era fácil de olvidar. Había prometido amarle en lo bueno y en lo malo, y ahora ella, su esposa, le reprochaba que fuese pobre, después de gastar sus ahorros sin consideración. Era horrible, pero lo peor de todo fue que John lo aceptó con tranquilidad y continuó como si nada hubiese pasado, salvo por el hecho de que permanecía hasta más tarde en el pueblo y se quedaba trabajando por las noches mientras ella lloraba hasta que se quedaba dormida. Una semana de arrepentimiento la puso al borde de una enfermedad, y cuando supo que John había anulado el encargo de su abrigo nuevo, la joven cayó en un estado de verdadera desesperación. Se quedó sorprendida cuando, al preguntarle por los motivos del cambio, él se limitó a contestar: «No me lo puedo permitir, querida».
Meg no dijo nada, pero al cabo de unos segundos John la encontró en el vestíbulo, con el rostro hundido en su viejo abrigo gris, llorando como si se le hubiese partido el alma.
Aquella noche, tuvieron una larga charla y Meg aprendió a amar aún más a su esposo a causa de su pobreza, porque esa circunstancia le había hecho un hombre, le había aportado fuerza y valor para luchar por sí mismo y le había otorgado una dulce paciencia para hacer frente a los defectos y carencias de los seres amados.
Al día siguiente, Meg se guardó el orgullo en el bolsillo y fue a ver a Sallie para contarle la verdad y pedirle que le hiciese el favor de comprarle el corte de seda. La afable señora Moffat lo hizo de buena gana y tuvo el detalle de no regalársela de inmediato. Luego Meg fue a comprar un abrigo nuevo para John y, cuando este llegó, le pidió que se lo probara y le preguntó: «¿Te gusta mi nuevo vestido de seda?». Es fácil imaginar su respuesta, la emoción que le provocó el regalo y lo bien que fue todo a partir de ese momento. John volvía a casa más temprano, Meg ya no salía tanto, y la solícita mujercita ayudaba al feliz esposo a ponerse el abrigo nuevo por la mañana y a quitárselo por la noche. Así, el año transcurrió en paz hasta que, a mediados de verano, Meg vivió una experiencia nueva, la más profunda y tierna en la vida de toda mujer.
Laurie asomó por la cocina del Dovecote un sábado, con el rostro rojo de emoción, y fue recibido por todo lo alto por Hannah, que improvisó unos platillos con una sartén en una mano y una tapa en la otra.
—¿Cómo está la nueva mamá? ¿Dónde se ha metido todo el mundo? ¿Por qué no me avisasteis antes? —dijo Laurie con un sonoro suspiro.
—¡Está feliz como una reina! Todo el mundo está arriba rezando. No queríamos ningún torbellino por aquí. Entra en la sala y avisaré de que has venido. —Dicho esto, Hannah desapareció riendo por lo bajo, eufórica.
Jo apareció de inmediato, orgullosa, con un bulto envuelto en una mantita entre los brazos. Su expresión era seria, pero le brillaban los ojos y su voz denotaba una gran emoción contenida.
—Cierra los ojos y extiende los brazos —invitó.
Laurie retrocedió precipitadamente, escondió las manos tras la espalda y la miró con expresión suplicante.
—No, gracias, prefiero no hacerlo. Se me caería o lo aplastaría, seguro.
—Entonces, será mejor que no le veas —repuso Jo con tono tajante, y le dio la espalda para salir de la habitación.
—¡Está bien, lo haré! ¡Lo haré! Pero si pasa algo la responsable serás tú. —Obedeciendo las instrucciones de Jo, Laurie cerró los ojos mientras ella le entregaba el bulto. Al oír reír a Jo, Amy, la señora March, Hannah y John, Laurie abrió los ojos y descubrió que tenía dos criaturas, una, en cada brazo.