—El hecho de que ellas sean mezquinas no justifica que yo lo sea. Detesto esta clase de cosas y, aunque entiendo que tengo derecho a sentirme ofendida, no quiero que se note. Creo que actuando así les doy mejor una lección que si soltara un discurso airado o reaccionara con despecho. ¿No te parece, mamá?
—Esa es la mejor actitud, querida. Siempre es preferible responder con un beso a una bofetada, aunque en ocasiones nos cueste darlo —apuntó la madre, como quien conoce bien la diferencia que media entre hablar y actuar.
A pesar de lo fuerte que era la tentación de sentirse airada y vengativa, Amy se mantuvo firme en su decisión de conquistar al enemigo con su amabilidad. Empezó bien, gracias a un silente recordatorio que le llegó de forma inesperada pero muy oportuna. Aquella mañana, cuando las niñas fueron a llenar los cestos de flores y ella se hallaba decorando la mesa, echó mano de su creación más querida, un libro, cuyas tapas antiguas su padre había encontrado entre sus tesoros, en el que, en papel vitela, había iluminado con exquisito gusto diversos textos. Mientras hojeaba con comprensible satisfacción el ejemplar ricamente adornado, su mirada se detuvo en un verso que la dejó meditabunda. Enmarcado en una brillante guirnalda de color escarlata, azul y dorado, con duendecillos que se ayudaban los unos a los otros a trepar entre las espinas y las flores, se leía lo siguiente: «Ama al prójimo como a ti mismo».
Debería, pero no lo hago, pensó Amy mientras miraba la cara de descontento de May, que asomaba entre unos jarrones que, no por grandes, conseguían llenar los huecos que sus pequeñas creaciones habían dejado. Amy siguió pasando hojas del libro que tenía entre las manos, y en cada página encontraba algo que le recordaba que había endurecido su corazón y que su actitud no era caritativa. Todos los días recibimos, sin darnos cuenta, muchos sermones sabios y verdaderos, en la calle, en la escuela, en el trabajo y en casa. Hasta un puesto en una feria puede convertirse en un púlpito cuando sirve para hacernos llegar palabras buenas que nos consuelan y nunca pierden validez. La conciencia de Amy le dio un pequeño sermón usando ese texto como excusa, y ella hizo lo que los demás no siempre hacemos: se lo tomó muy a pecho y puso en práctica el mensaje recibido.
Un grupo de muchachas se había detenido en el puesto de May para admirar las hermosas creaciones que lo adornaban y comentar el cambio de encargada. Hablaban en voz baja, lo que le bastó a Amy para comprender que se estaban refiriendo a ella y que la juzgaban de acuerdo con la única versión de la historia que conocían. No le resultaba grato, pero se sentía llena de buena voluntad y, al oír que May se quejaba amargamente, tuvo ocasión de demostrarlo.
—¡Qué mal! Ya no tengo tiempo de preparar nada más y no quiero llenar estos huecos con cualquier cosa. El puesto estaba la mar de bien… y ahora es un desastre.
—Creo que lo volvería a poner todo si se lo pidieses —apuntó una de las jóvenes.
—¿Cómo voy a pedírselo después del lío que hemos armado? —empezó May, pero no pudo seguir porque Amy la interrumpió diciendo en tono muy amable:
—Puedes usar mis cosas cuando quieras, sin necesidad de pedírmelas. Estaba pensando en ofrecértelas porque las hice para tu mesa, no para la mía, y es allí donde quedan bien. Aquí las tienes; por favor, acéptalas y perdóname por habérmelas llevado de malas maneras ayer por la noche.
Mientras hablaba, Amy colocó las piezas en su lugar, entre gestos de asentimiento y sonrisas, tras lo cual se alejó a toda prisa, porque le resultaba más fácil hacer una buena obra que esperar a que le diesen las gracias.
—Qué detalle más amable, ¿no os parece? —exclamó una de las jóvenes.
Amy no pudo oír la respuesta de May, pero otra jovencita, a la que sin duda el tener que preparar tanta limonada le había agriado un poco el carácter, añadió tras soltar una risita muy desagradable:
—¡Menudo detalle! Seguro que se ha dado cuenta de que no vendería nada de esto en su puesto.
Amy acusó el golpe. Cuando hacemos un sacrificio esperamos que, cuando menos, los demás lo valoren. Por unos segundos, Amy se arrepintió de haber hecho nada y concluyó que las buenas obras no siempre reciben su recompensa. Pero no es así, como no tardó en comprobar. Su ánimo enseguida mejoró y su puesto, embellecido por sus talentosas manos, floreció. Las niñas se mostraron más amables, como si su gesto de entrega hubiese limpiado el ambiente de forma sorprendente.
Fue un día muy largo y, para Amy, especialmente duro, porque pasó mucho rato sentada tras su puesto, a menudo sola, dado que las niñas desertaron pronto y pocas personas estaban interesadas en comprar flores en verano. Los bonitos ramilletes que había preparado empezaron a languidecer mucho antes de que cayera la tarde.
El puesto de arte era el más llamativo de toda la sala, había gente apiñada alrededor de la mesa en todo momento y las vendedoras iban y venían con cara de importancia y cajas con dinero en las manos. Amy miraba de reojo, suspirando por estar allí, donde se había sentido tan cómoda y feliz, en lugar de estar de brazos cruzados en un rincón. Es posible que a muchos de nosotros la situación nos parezca dura, pero para una joven herniosa y alegre la experiencia, además de tediosa, era un mal trago. La idea de que su familia y Laurie la vieran si visitaban la feria por la tarde le resultaba un auténtico martirio.
No volvió a casa hasta la noche y, cuando lo hizo, estaba tan pálida y callada que todos entendieron que había tenido un día muy difícil, por mucho que ella no se quejase ni explicase cómo le había ido. A la mañana siguiente, su madre le ofreció una taza de té para darle ánimos, Beth la ayudó a vestirse y le recogió el cabello en una bonita trenza y Jo dejó a todos boquiabiertos cuando se levantó con inusitada preocupación y anunció que las tornas pronto cambiarían, sin que nadie supiese bien a qué se refería.
—Jo, te ruego que no hagas ninguna tontería. Prefiero no darle más importancia, de modo que trata de olvidar el asunto y cálmate —imploró Amy cuando salió de casa, temprano, con la esperanza de encontrar flores frescas para renovar su puesto.
—Solo pretendo resultar de lo más agradable a todos y hacer que se queden en tu puesto el máximo tiempo posible. Teddy y los chicos me ayudarán, y lo pasaremos bien —explicó Jo, que se asomó por encima de la verja para ver si llegaba Laurie.
Al poco rato, oyó los pasos de su amigo y corrió a su encuentro.
—¿Es este mi chico?
—¡Tan seguro como que esta es mi chica! —Y Laurie se colocó la mano de Jo bajo el brazo con el aspecto de un hombre que ha visto satisfechos todos sus deseos.
—¡Oh, Teddy, están pasando unas cosas! —Jo le contó, con celo fraterno, las dificultades a las que tenía que enfrentarse Amy.
—Van a venir unos amigos a pasar un rato conmigo y ¡que me cuelguen si no consigo que le compren todas las flores del puesto y se queden acampados frente a la mesa el resto de la tarde! —exclamó Laurie, sumándose vehementemente a la causa.
—Amy dice que no todas las flores están en buen estado y puede que las frescas no lleguen a tiempo. No quiero pecar de malpensada, pero no me extrañaría que ni siquiera llegasen. Cuando una persona hace una maldad, lo más probable es que no sea la última —comentó Jo, disgustada.
—¿Acaso Hayes no os ha dado las mejores flores de nuestro jardín? Le pedí que lo hiciera.
—No lo sabía. Supongo que se le olvidó. Como tu abuelo no se encuentra bien, no he querido molestarle pidiéndole permiso, aunque nos vendrían bien las flores.
—Venga, Jo, ¿de verdad crees que necesitas pedir permiso? Las flores son tan tuyas como mías. ¿Acaso no vamos a medías en todo? —apuntó Laurie con ese tono que siempre hacía que Jo enseñara las uñas.
—¡Santo Dios! ¡Espero que no! ¡Algunas de tus cosas no me servirían para nada partidas por la mitad! Pero no perdamos más el tiempo, tenemos que ayudar a Amy. Ve a arreglarte, quiero que estés espectacular. Y si me haces el favor de pedirle a Hayes unas cuantas flores bonitas para la feria, te estaré eternamente agradecida.
—¿No podrías agradecérmelo ahora mismo? —preguntó Laurie con voz sugerente, a lo quejo respondió cerrándole la puerta en las narices de forma poco hospitalaria y bastante brusca mientras gritaba entre los barrotes de la verja:
—¡Vete de aquí, Teddy, estoy muy ocupada!
Gracias a los conspiradores, aquella tarde, en efecto, cambiaron las tornas. Hayes cortó unas flores impresionantes y las dispuso en un cesto formando un llamativo centro. La familia March acudió en masa a la feria y Jo cumplió con creces su objetivo, porque la gente no solo acudía al puesto, sino que permanecía frente a él, reía sus bromas, admiraba el buen gusto de Amy y parecía pasar un rato estupendo. Laurie y sus amigos se sumaron galantemente a la lucha, compraron los ramilletes, se quedaron junto al puesto y convirtieron aquel rincón en el más animado de la feria. Amy se sentía a sus anchas y, movida por la gratitud, se mostraba más activa y elegante que nunca. Y así la joven comprendió que hacer una buena obra es en sí una recompensa.
Jo se comportó con ejemplar propiedad y, cuando Amy estaba felizmente rodeada por su guardia de honor, fue a dar una vuelta por la sala y oyó algunos cotillees que la ayudaron a comprender el porqué del cambio de actitud de las Chester. Arrepentida por su culpa en el asunto, decidió aclarar la situación lo antes posible y dejar a Amy libre de toda sospecha. También descubrió lo que su hermana había hecho el día anterior y la consideró un ejemplo de magnanimidad. Cuando pasó frente al puesto de arte, echó un vistazo buscando las creaciones de su hermana, pero no vio ni una y supuso que May las había ocultado. Jo perdonaba con facilidad los agravios cometidos contra su persona, pero le costaba mucho olvidar cualquier afrenta o insulto dirigido a su familia.
—Buenos días, señorita Jo, ¿qué tal le va a Amy? —preguntó May en tono conciliador, pues deseaba mostrar que ella también podía ser generosa.
—Ha vendido todo lo que estaba en condiciones y ahora está pasando un buen rato. Ya sabe que un puesto de flores siempre llama la atención, «sobre todo a los hombres».
Jo no pudo evitar esa pequeña maldad, pero May la encajó tan mansamente que se arrepintió al instante y pasó a alabar los magníficos jarrones, que no había conseguido vender.
—¿Dónde están las obras de Amy? Me gustaría comprar una para papá —comentó Jo, que se moría por conocer el destino que May había dado al trabajo de su hermana.
—Todas las cosas de Amy se vendieron hace rato. Me ocupé personalmente de que las viesen las personas adecuadas y conseguimos una buena suma gracias a ellas —explicó May, que, al igual que Amy, había aprendido a reprimir algunas tentaciones.
Muy satisfecha, |o corrió a compartir las buenas noticias. Amy se mostró emocionada y sorprendida al conocer la actuación y las palabras de May.
—Ahora, caballeros, les ruego que vayan a cumplir con su deber en otros puestos y sean tan generosos como lo han sido conmigo, sobre todo en el de arte —ordenó a la «pandilla de Teddy», que era como las chicas llamaban a los amigos universitarios de Laurie.
—¡Cargad, muchachos, cargad! Id a cumplir con vuestro deber como caballeros y convertid vuestro dinero en arte —exclamó Jo, incapaz de contenerse, mientras el grupo se preparaba para asaltar el campo enemigo.
—Vuestros deseos son órdenes, pero la señorita March vale mucho más que May —apuntó el pequeño Parker tratando de mostrarse amable e ingenioso. Laurie le interrumpió con un: «¡No está nada mal para un muchacho!», y le dio una palmadita paternal en la cabeza.
—Compra los jarrones… —susurró Amy a Laurie para darle una última lección de modos a su enemigo.
Para deleite de May, el señor Laurence no solo adquirió los jarrones, sino que recorrió toda la estancia con ellos en brazos. Los otros caballeros compraron con idéntico afán toda clase de objetos y, después, se pasearon por la feria cargados de flores de cera, abanicos pintados a mano, carpetas de filigrana y otras útiles a la par que apropiadas compras.
La tía Carrol, que estaba allí, al saber lo ocurrido se mostró muy complacida y susurró algo a la señora March, que sonrió con satisfacción y miró con una mezcla de orgullo e inquietud a Amy, aunque no desveló el motivo de su dicha hasta días después.
Todo el mundo estuvo de acuerdo en que la feria había sido un éxito, y cuando May deseó las buenas noches a Amy, no lo hizo con el tono afectado de costumbre y le dio un beso cariñoso con el que parecía querer decir: «Discúlpame y olvida lo ocurrido». Amy dio por zanjado el asunto y, cuando llegó a casa, encontró una hilera de jarrones sobre la chimenea, con un ramo de flores en cada uno.
—En premio a su magnanimidad, señorita March —anunció Laurie rimbombante.
—Tus principios, generosidad y nobleza de espíritu son muy superiores a los que yo te suponía, Amy. Has actuado de la mejor forma posible y mereces todo mi respeto —dijo Jo, con el corazón en la mano, mientras cepillaba el cabello de su hermana, por la noche.
—Sí, estamos todas muy orgullosas y apreciamos mucho tu capacidad de perdón. Debió de ser muy duro, después de haberte esforzado tanto y poner todo tu empeño, no poder vender tus obras. No creo que yo hubiese podido reaccionar tan bien como tú —añadió Beth, que estaba recostada sobre la almohada.
—Chicas, no merezco tantos halagos, He actuado como espero que los demás actúen conmigo. Os reís de mí cuando os digo que quiero ser una dama, pero en verdad pretendo ser una dama tanto en mis pensamientos como en mis actos. Me esfuerzo al máximo cada día por lograrlo. No sé cómo explicarlo, pero quiero estar por encima de las mezquindades, manías y defectos que suponen la perdición de tantas mujeres. Estoy lejos de lograrlo, pero espero que, con el tiempo, consiga ser una mujer excepcional como mamá.