—Ve y cántame algo, Laurie. Me muero por oír un poco de música y la tuya siempre me gusta.
—Prefiero quedarme aquí, gracias.
—Pues no puedes, no hay sitio, Ve y haz algo útil. Eres demasiado grande para resultar decorativo. Creía que no soportabas sentirte atado al delantal de una mujer —repuso Jo citando unas palabras rebeldes pronunciadas por el joven tiempo atrás.
—¡Eso depende de quién lo lleve! —Y Laurie tiró con descaro de la tira del mandil.
—¿Vas o no? —protesta Jo inclinándose en busca del cojín.
Laurie huyó y, en cuanto empezó a tocar, Jo se escabulló y no regresó hasta que el joven se hubo marchado enfurecido.
Aquella noche, a Jo le costó conciliar el sueño y, cuando al fin empezaba a quedarse adormilada, un sollozo la hizo acudir corriendo junto a la cama de Beth y preguntar:
—¿Qué ocurre, querida?
—Creía que dormías —contestó Beth sin dejar de sollozar.
—¿Es el dolor de siempre, preciosa?
—No, es uno nuevo, pero podré sobrellevarlo —afirmó Beth tratando de contener el llanto.
—Cuéntamelo todo y deja que te ayude a curarlo como tantas veces hice con el otro.
—No puedes, este dolor no tiene cura. —Dicho esto, a Beth se le quebró la voz y, abrazada a su hermana, lloró con tal desespero quejo se asustó.
—¿Dónde te duele? ¿Quieres que avise a mamá?
Beth no contestó a la primera pregunta, pero sin querer, en la oscuridad, se llevó una mano al corazón, como si fuese allí donde le dolía, mientras con la otra sujetaba a Jo y rogaba:
—¡No, no la llames! ¡No le digas nada! Me calmaré y enseguida me dormiré, de veras.
Jo obedeció. Mientras pasaba dulcemente la mano por la frente y los húmedos párpados de su hermana, sentía su pesar y sus ganas de desahogarse. A pesar de lo joven que era, había aprendido que los corazones, al igual que las flores, no se pueden abrir a la fuerza, que tienen su propio ritmo. Así, aunque creía conocer la causa del nuevo dolor de su hermana, solo añadió con la máxima dulzura:
—¿Te preocupa algo, querida?
—¡Sí, Jo! —contestó Beth tras un largo silencio.
—¿No te sentirías mejor si me contases de qué se trata?
—No, aún no.
—Entonces, no preguntaré, pero recuerda, Beth, que tanto mamá como yo siempre estamos dispuestas a escucharte y ayudarte.
—Lo sé y os lo contaré pronto.
—¿Te sientes mejor ya?
—¡Oh, sí, mucho mejor! Hablar contigo es un gran consuelo, Jo.
—Duerme, querida, me quedaré a tu lado.
Se durmieron mejilla contra mejilla y, a la mañana siguiente, Beth volvía a ser la de siempre. A los dieciocho, las penas de la cabeza y el corazón no duran demasiado y unas palabras cariñosas son la mejor medicina para la mayor parte de las enfermedades.
Pero Jo había tomado una decisión y, tras ponderarla durante unas días, resolvió comunicársela a su madre.
—El otro día, me preguntaste por mis deseos, Marmee. Pues bien, quiero compartir contigo uno de ellos —dijo cuando estaban solas—. Me gustaría pasar el invierno fuera de casa para cambiar de aires.
—¿Por qué? —preguntó la madre mirándola como si temiese que aquellas palabras tuviesen un sentido oculto.
Sin levantar la vista de su labor, Jo contestó muy seria:
—Quiero conocer algo nuevo. Estoy inquieta y me apetece ver, hacer y aprender más cosas. He estado demasiado centrada en mi pequeño mundo y necesito cambiar de aires. Si puedes prescindir de mí durante el invierno, me gustaría alejarme un poco del nido y alzar el vuelo.
—¿Y adonde irás?
—A Nueva York. Ayer se me ocurrió una idea, verás… ¿Recuerdas que la señora Kirke te escribió para pedirte que la ayudases a encontrar una joven que cosiese e hiciese de institutriz para sus hijos? Es bastante difícil encontrar a una persona adecuada, pero creo que yo podría encajar en el puesto con un pequeño esfuerzo.
—Querida, ¿de veras quieres ir a servir a esa gran mansión? —A pesar de su sorpresa, no parecía que a la señora March le desagradase la idea.
—Bueno, no se trata exactamente de servir; la señora Kirke es amiga tuya, y la persona más amable que he conocido, y estoy segura de que trabajar para ella será una experiencia muy grata. Su familia vive bastante aislada, así que nadie sabrá que estoy allí. Y si lo descubren, tampoco me importa; es un trabajo honrado, no es motivo de vergüenza.
—Estoy de acuerdo, pero ¿y tus escritos?
—Seguro que me sienta bien un cambio. Ver mundo y oír historias nuevas me ayudará a renovar mi repertorio, y aunque no me quedase tiempo de escribir nada allí, al volver a casa tendría mucho material sobre el que trabajar.
—No lo dudo, pero ¿es esta la única razón para este repentino capricho?
—No, madre.
—¿Me puedes explicar tus otras razones?
Jo levantó la vista, luego la bajó y, sonrojándose, susurró:
—Tal vez esté equivocada y sea una simple cuestión de vanidad, pero temo que Laurie esté tomándome demasiado cariño.
—Entonces, ¿tú no le quieres del mismo modo en el que es evidente que él empieza a interesarse por ti? —La señora March parecía nerviosa mientras formulaba la pregunta.
—¡No, por Dios! Le quiero como le he querido siempre y me siento muy orgullosa de él, pero pensar en nada más está fuera de lugar.
—Me alegra oírte decir eso, Jo.
—¿Por qué?
—Porque no creo que estéis hechos el uno para el otro, querida. Como amigos, os lleváis muy bien y, aunque discutís con frecuencia, hacéis las paces enseguida, pero creo que si trataseis de ser una pareja no funcionaría. Os parecéis mucho y ambos valoráis demasiado la libertad (por no hablar de vuestra personalidad fuerte y apasionada) para que podáis ser felices juntos. Para que una relación prospere hacen falta una paciencia y templanza infinitas, además de amor.
—Yo también sentía eso, pero no lo sabía expresar. Me alegro que pienses que solo está empezando a interesarse por mí. Me entristecería mucho hacerle infeliz, pero no puedo enamorarme de un hombre solo por gratitud, ¿verdad?
—¿Estás segura de sus sentimientos hacia ti?
Jo se puso aún más colorada y contestó con esa mezcla de orgullo, alegría y dolor que suelen sentir las jovencitas cuando hablan de un primer amor:
—Me temo que sí, madre. No me ha comentado nada, pero me mira mucho. Creo que es preferible que me marche antes de que esto vaya a más.
—Estoy de acuerdo contigo. Veré qué puedo hacer para que vayas.
Jo se sintió aliviada y, tras unos segundos en silencio, comentó con una sonrisa:
—Creo que la señora Moffat se quedaría maravillada si supiese cómo tomas las decisiones. Estoy segura de que le alegraría que Annie aún estuviese disponible para Laurie.
—Jo, aunque no tornemos las mismas decisiones, todas las madres queremos lo mismo, que nuestros hijos sean felices. Meg lo es, y yo me alegro de que haya acertado. En cuanto a ti, prefiero dejar que disfrutes de tu libertad hasta que te canses de ella, porque solo entonces descubrirás que existe algo mucho más dulce. En estos momentos, Amy es mi mayor preocupación pero, como es una muchacha sensata, estoy segura de que sabrá lo que debe hacer. Respecto a Beth, mi única esperanza es que se recupere físicamente. Por cierto, parece más animada que días atrás. ¿Has hablado con ella?
—Sí. Admitió que algo la preocupaba y prometió contármelo pronto. No insistí porque creo que sé de qué se trata. —Y Jo contó a su madre sus sospechas.
La señora March meneó la cabeza, se negó a ver el aspecto romántico del asunto y, muy seria, se reafirmó en la idea de que era mucho mejor para Laurie quejo pasase una temporada fuera.
—No diremos nada hasta que todo esté organizado. Así, cuando el momento llegue, podré salir corriendo y ahorrarme el enfado y el dramatismo de Laurie. Beth debe pensar que me marcho simplemente por mí, ya que no me siento capaz de hablar de Laurie con ella. Entonces podrá darle ánimos, consolarle y ayudarle a cambiar sus sentimientos. Laurie ha vivido tantos desengaños amorosos que ya está acostumbrado. Seguro que superará enseguida el mal de amores.
Jo esperaba que así fuera, pero en su interior temía que ese «desengaño» fuese más duro que el resto y que su amigo tardara en recuperarse del «mal de amores».
Informó de sus planes en un pleno familiar y todos estuvieron de acuerdo. La señora Kirke aceptó encantada y prometió quejo se sentiría como en casa. El trabajo de institutriz le permitiría ser independiente y le dejaría tiempo libre suficiente para poder escribir, además de que su nueva vida en sociedad sería una útil y agradable fuente de inspiración. A Jo le encantaba la idea y estaba deseando partir. Su hogar le resultaba cada vez más pequeño, dada su naturaleza inquieta y su espíritu aventurero. Cuando todo estuvo dispuesto, habló con Laurie, llena de miedo y con la voz temblorosa, pero, para su sorpresa, el joven reaccionó sin aspavientos. Hacía días que estaba más serio de lo normal, aunque seguía tan amable como de costumbre. Y cuando Jo comentó en son de broma que se disponía a pasar página, él añadió en tono grave:
—Yo también, y estoy decidido a no volver a ella nunca.
Jo se sintió aliviada al ver que se lo tomaba tan bien y siguió con los preparativos con alegría. Beth parecía estar mucho más animada, y ella confiaba en estar haciendo lo mejor para todos.
—Necesito pedirte un gran favor. Quiero que cuides algo por mí —comentó la noche antes de irse.
—¿Te refieres a tus manuscritos? —preguntó Beth.
—No, me refiero a mí chico. Sé buena con él, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, así lo haré. Pero sabes que yo no podré sustituirte. Te echará mucho de menos.
—Estará bien. Recuerda que confío en ti para que le incordies, le mimes y le llames al orden en mi nombre.
—Lo haré lo mejor que pueda —prometió Beth, que se preguntaba por qué la miraba su hermana de un modo tan extraño.
Cuando Laurie fue a despedirse, se acercó al oído de Jo y le susurró:
—No servirá de nada, Jo. Estaré pendiente de ti. Mira bien lo que haces o iré a buscarte y te traeré de nuevo a casa.
Nueva York, noviembre
Q
ueridas Marmee y Beth:
Aunque no soy una elegante dama viajando por otro continente, tengo mucho que contaros, de modo que escribiré un libro entero para vosotras. Cuando dejé atrás el amado rostro de papá, me sentí triste, y habría echado alguna que otra lágrima de no ser porque junto a mí había una irlandesa con cuatro criaturas que no paraban de llorar y me mantuvieron entretenida. Me dediqué a lanzarles bolitas de pan de jengibre cada vez que uno de ellos abría la boca para rugir.
El sol no tardó en animarse a aparecer entre las nubes, lo que consideré un buen presagio, disfruté muchísimo del resto del viaje.
La señora Kirke me recibió con tanto afecto que me sentí en casa enseguida, a pesar de encontrarme en una gran mansión rodeada de desconocidos. Me reservó un pequeño estudio abuhardillado muy coqueto, lo único que le quedaba libre, pero dispongo de cocina y de una mesa junto a una ventana por donde entra el sol, de modo que puedo sentarme a escribir siempre que quiero. Las vistas, excelentes, y la torre de la iglesia de enfrente compensan las muchas escaleras que hay que subir para llegar a mi pequeña guarida, que me encantó desde el primer momento. La sala en la que me ocupo de dar clases y coser es muy cómoda y se encuentra junto a la salita de la señora Kirke. Sus dos hijas son muy guapas pero bastante malcriadas, y se encariñaron conmigo cuando les conté el cuento de los siete cerditos malos. Creo que seré una institutriz excelente.
Puedo comer con las niñas si lo prefiero, en lugar de sentarme a la mesa grande, y por ahora es lo que hago, porque, aunque no os lo creáis, soy bastante tímida.
La señora Kirke me dijo en tono maternal: «Bien, querida, espero que te sientas como en tu casa. Como te imaginarás, con tanta familia, no paro. Siempre estoy de un lado para otro, pero ahora que sé que las niñas quedan bajo tu custodia me sentiré muy aliviada y tranquila. Puedes entrar en mis aposentos siempre que lo necesites y espero que te encuentres a gusto en tu estudio. Tienes las tardes libres y en casa encontrarás a menudo personas interesantes con las que conversar. Si surge algún problema, no eludes en comentármelo y haremos lo posible por que te encuentres bien. ¡La campanilla de la hora del té! He de ir corriendo a cambiarme de sombrero». Dicho esto, me dejó a solas para que me instalase en mi nuevo nido.
Cuando, poco después, bajaba por las escaleras, vi algo que me agradó, En esta casa los tramos de escaleras son muy largos; yo estaba parada en el descansillo del tercer piso, para dejar paso a una criada que subía con gran esfuerzo, cuando llegó un hombre de aspecto extraño, le cogió el pesado capacho de carbón que llevaba, lo subió hasta arriba y lo dejó junto a una puerta. Luego se volvió hacia la sirvienta y, tras hacer un gesto cariñoso, dijo con acento extranjero: «Es mejor así. Tu espalda es demasiado joven para llevar tanto peso».
¿No os parece amable? Me encantan esta clase de gestos porque, como dice papá, la personalidad se ve en los detalles. Aquella tarde, cuando se lo mencioné a la señora K, se echó a reír y apuntó: «Seguro que fue el profesor Bhaer; siempre hace cosas así».
La señora K. me explicó que el profesor es un berlinés muy culto y bondadoso, pero más pobre que las ratas, y que da clases para ganar el pan para él y para dos sobrinitos a los que cuida desde que quedaron huérfanos y con los que vive aquí por expreso deseo de su difunta hermana, que se había casado con un norteamericano y quería que sus hijos se educasen en este país. La historia no es demasiado romántica, pero suscitó mi interés, y me agradó saber que la señora K. le presta una sala para que pueda atender a sus alumnos. Está junto a la habitación donde yo doy mis clases y, como solo las separa una puerta de cristal, pienso echar un vistazo mientras trabaja. Ya os contaré qué descubro. Mamá, no te preocupes porque tiene casi cuarenta años, no hay peligro.
Después del té y de correr tras las niñas para que se acostaran, me enfrenté al gran cesto de labores que me aguardaba y pasé una velada tranquila, charlando con mi nueva amiga. Escribiré un poco todos los días y os lo enviaré todo una vez por semana, así que… ¡buenas noches y hasta mañana!
Martes por la noche
Hoy he tenido una mañana muy movida porque mis alumnas no paraban quietas y, llegado un punto, comprendí que necesitaban algo de actividad. En un momento de inspiración, improvisé una clase de gimnasia. Las mantuve haciendo ejercicio hasta que la idea de sentarse y permanecer quietas les pareció un sueño. Después del almuerzo, la criada las llevó a dar un paseo y yo me dediqué a la costura con mucha voluntad, como la pequeña Mabel. Cuando estaba dándole gracias al cielo por saber coser bien los ojales, oí que la puerta de la sala contigua se abría y cerraba y luego alguien empezaba a canturrear por lo bajo, como el zumbido de un abejorro, «
Kennst du das land
», la canción que canta el protagonista de la obra de Goethe
Los años de aprendizaje de Whilhelm Meisters
. Sé que no estuvo bien, pero no pude resistir la tentación de levantar un poco la cortina y mirar a través de la puerta de cristal. Vi al profesor Bhaer. Es el típico alemán, más bien robusto, con una espesa cabellera castaña, una barba poblada, una nariz graciosa, la mirada más cariñosa que he visto nunca, una voz espléndida y un habla clara que es una bendición para los oídos acostumbrados al farfullar brusco y descuidado de los americanos. La ropa se veía algo desaliñada; tiene las manos grandes y de su rostro lo único que llama un poco la atención es la dentadura, que es perfecta, pero me gusta porque tiene una hermosa cabeza. La camisa blanca estaba impecable, y aunque a la chaqueta le faltaban dos botones y llevaba un parche en el zapato, parecía un auténtico caballero. Se le veía muy serio, a pesar de que no dejaba de canturrear, hasta que se acercó a la ventana, orientó los jacintos hacia el sol y acarició al gato, que lo recibió como a un viejo amigo. Entonces, sonrió. Alguien llamó a la puerta y él dijo en voz alta y enérgica:
—¡Adelante!
Iba a retirarme a toda prisa, cuando entreví a un encanto de niña cargada con un gran libro, y permanecí allí para ver qué ocurría.
—Mí quiere a mi Bhaer —dijo la criatura, que dejó súbitamente el libro sobre la mesa y corrió hacia él.