—¡Caray con el bueno de mi amigo! —dijo Laurie sinceramente conmovido, mientras Meg, ruborizada, hacía una pausa, emocionada con la historia—. Es muy propio de mi abuelo averiguarlo todo de él sin decir nada y contar a los demás lo bueno que es para que le aprecien por lo que vale. Brooke no se explicaba por qué tu madre se mostró tan amable con él, le invitó a ir a casa conmigo y le acogió con cariño, como a un buen amigo. Lo interpretó como una muestra de la perfección de tu madre y no dejó de alabarla ni de hablar de ti durante días, muy impresionado. Si cumplo mi sueño, haré lo que pueda por ayudarle.
—Podrías empezar a hacer algo ahora no atormentándole —replicó Meg con dureza.
—¿De dónde sacas que le atormento?
—Lo veo en su rostro cuando sale de tu casa. SÍ te has portado bien, parece satisfecho y camina con garbo, pero si no le has hecho caso camina despacio y tiene un aire serio, como si tuviese ganas de volver a entrar y hacer mejor su trabajo.
—Vaya, me alegra saber que te fijas en la expresión de mi querido Brooke. Me he dado cuenta de que sonríe y saluda con la cabeza cuando pasa junto a tu ventana, pero no sabía que os entendierais tan bien.
—No lo hacemos. No te enfades y, por favor, no digas nada de esto al señor Brooke. Solo quería que supieras que me preocupo por cómo te va, pero esta es una charla entre amigos y lo que decimos es confidencial, ¿sabes? —exclamó Meg, asustada ante las posibles consecuencias de sus indiscretas palabras.
—Yo no voy por ahí repitiendo lo que me dicen —protestó Laude con una actitud de soberbia que Jo conocía bien—. Pero ahora que sé que Brooke es el barómetro de mi carácter, lo tendré en cuenta y haré lo posible por que anuncie buen tiempo.
—Te ruego que no te ofendas; no pretendía darte un sermón, ni contar chismes ni comportarme como una tonta. Simplemente me ha dado la sensación de quejo te alentaba a hacer algo de lo que te podrías arrepentir con el tiempo. Eres muy bueno con nosotras y te consideramos casi un hermano, por eso me animo a decirte lo que pienso. Te pido que me perdones, no tenía intención de herirte. —Y Meg le tendió la mano en un gesto que era a la vez afectuoso y tímido.
Avergonzado por haberse ofendido, Laurie le estrechó la mano y dijo con franqueza:
—Soy yo quien debe excusarse, llevo todo el día de mal humor. No dejes de señalarme mis defectos y considerarme un hermano, y no te preocupes si a veces me pongo un poco gruñón. Yo te lo agradezco igual.
El muchacho hizo una reverencia para mostrar que no estaba enfadado y a partir de entonces estuvo encantador. Devanó el hilo de algodón de Meg, recitó poesía para complacer a Jo, recogió pinas para Beth y ayudó a Amy con los helechos, de modo que hizo méritos suficientes para integrarse en el Club de las Abejas Laboriosas. Y cuando charlaban animadamente sobre los hábitos de las tortugas —tras ver a una de esas amigables criaturas salir del río— oyeron el lejano sonido de una campanilla que indicaba que Hannah estaba a punto de servir el té y tenían que volver a casa para cenar.
—¿Podré volver aquí, con vosotras? —preguntó Laurie.
—Sí, si te portas bien y estudias como hacen los buenos chicos —contestó Meg con una sonrisa.
—Haré lo posible.
—Entonces, serás bienvenido; yo te enseñaré a calcetar como los escoceses. Hay una gran demanda de calcetines —añadió Jo agitando un calcetín azul a modo de bandera, en el momento en que se despedían en la verja.
Aquella noche, mientras Beth tocaba para el señor Laurence, a media luz, Laurie se escondió tras una cortina y escuchó al pequeño David, cuya música tenía la cualidad de aquietar su agitado espíritu, y observó al anciano de cabellos grises sentado en la silla, que con la cabeza apoyada en la mano recordaba con ternura a la nieta perdida a la que tanto había querido. El joven recordó la conversación que había mantenido con Meg aquella tarde y se dijo, resuelto a hacer un sacrificio: Abandonaré mi sueño por estar con mi querido abuelo mientras me necesite. No tiene a nadie más.
A
l llegar octubre, con sus días más fríos y sus tardes más cortas, Jo empezó a pasar mucho tiempo encerrada en el desván. En las dos o tres horas durante las que el sol se filtraba por la ventana y calentaba la estancia, se la podía ver sentada en el viejo sillón, escribiendo, con los papeles esparcidos sobre un baúl que hacía las veces de mesa, mientras Scrabble, el ratón amigo de la familia, se paseaba por las vigas del techo en compañía de su hijo mayor, un ratoncillo muy orgulloso de sus bigotes. Plenamente concentrada en el trabajo, Jo escribió hasta dar por terminada su obra. En la última página estampó una firma con florituras, soltó la pluma y exclamó:
—¡Ya está! ¡Esto es lo mejor que puedo hacer! Si no es suficiente, tendré que esperar un tiempo, hasta que sea capaz de mejorarlo.
Reclinada en el sillón, leyó el manuscrito de principio a fin, con suma atención, introduciendo, aquí y allá, correcciones y signos de admiración que parecían pequeños globos; por último, ató el fajo de cuartillas con una cinta roja y lo contempló con una expresión grave y formal, que indicaba con qué seriedad se tomaba su obra. Jo había convertido en pupitre una vieja cocina metálica que había junto a una pared. En su interior, guardaba sus escritos y unos cuantos libros para protegerlos del interés de Scrabble, que resultó ser también un auténtico aficionado a la literatura y no dudaba en mordisquear las hojas de cuantas obras encontraba a su paso. Jo sacó un segundo manuscrito de su escondite, se guardó ambos en el bolsillo y bajó en silencio por las escaleras, mientras sus amigos roían las plumas y probaban la tinta.
Se puso el sombrero y la chaqueta con el mayor sigilo posible, se encaminó hacia la ventana trasera, se encaramó al tejado del pequeño porche, se descolgó hasta el césped y se dirigió a la carretera dando un rodeo. Se alisó el vestido, hizo una seña a un ómnibus que pasaba y se marchó a la ciudad con una expresión alegre y misteriosa en el rostro.
De haberla observado alguien, hubiese pensado que había algo raro en sus movimientos, porque tras bajar del ómnibus la joven se dirigió a buen paso a un determinado número de una calle muy concurrida; tras dar con el lugar, no sin cierta dificultad, entró en el portal, echó un vistazo a las sucias escaleras, se quedó parada unos minutos, salió nuevamente a la calle y se alejó tan deprisa como había llegado. Repitió la operación varias veces, para mayor diversión de un joven de ojos negros asomado a una ventana del edificio de enfrente. Al tercer intento, Jo meneó la cabeza, se caló el sombrero y subió por las escaleras como si fuese a que le arrancaran todas las muelas.
En la entrada había, entre otros, un rótulo de dentista, y tras echar un vistazo a las dos mandíbulas artificiales que se abrían y cerraban lentamente mostrando una perfecta dentadura, el joven caballero de la ventana se puso el abrigo, cogió el sombrero y bajó para esperar frente a la entrada, diciéndose con una sonrisa y un escalofrío: Es muy propio de ella venir sola pero, si pasa un mal rato, le vendrá bien que alguien la acompañe a casa.
A los diez minutos, Jo bajó corriendo por las escaleras con el rostro encendido y aspecto de haber pasado una dura prueba. Su reacción al ver al joven no fue precisamente de alegría; le saludó con un gesto y pasó de largo. Él la siguió y le preguntó con cara de compasión:
—¿Has pasado un mal rato?
—No demasiado.
—Has salido enseguida.
—Sí, ¡gracias a Dios!
—¿Por qué has venido sola?
—No quería que nadie lo supiera.
—Eres la muchacha más rara que conozco. ¿Cuántas te han sacado?
Jo miró a su amigo sin entender y, después, se echó a reír con ganas.
—Quiero que me saquen dos, pero tendré que esperar una semana más.
—¿Qué te hace tanta gracia? ¿Qué estás tramando, Jo? —preguntó Laude, perplejo.
—Lo mismo digo. ¿Se puede saber que hacía usted, señor, en un salón de billar?
—Discúlpeme, señora, pero no es un salón de billar, sino un gimnasio, y estaba tomando clases de esgrima.
—¡Me alegra oír eso!
—¿Por qué?
—Podrías enseñarme. Así, cuando representemos Hamlet, podrías hacer de Laertes y la escena de la lucha quedará estupenda.
Laurie soltó una carcajada franca que hizo sonreír a varios peatones, aun a su pesar.
—Te enseñaré tanto si representamos Hamlet como si no; es muy divertido y te ayudará a mantenerte erguida, pero no creo que esa sea la auténtica razón por la que has dicho «me alegra» con tanta decisión. ¿Me equivoco?
—No. Me alegro de que no estuvieses en el billar. Confío en que nunca irás a esa clase de lugares.
—No voy con frecuencia.
—Preferiría que no lo hicieses nunca.
—No hay nada malo en ello, Jo. Tengo un billar en casa pero, sin buenos jugadores, no tiene gracia. Y como soy muy aficionado, algunas veces voy a un salón a jugar con Ned Moffat u otros amigos.
—¡Oh, querido, lo lamento! Eso solo hará que cada vez te guste más, malgastes tiempo y dinero y termines por ser como esos horribles muchachos. Esperaba que tuvieses un comportamiento respetable y fueses un ejemplo para tus amigos —dijo Jo meneando la cabeza.
—¿No puede un joven divertirse sin dejar por ello de ser respetable? —preguntó Laurie algo molesto.
—Depende de cómo y dónde se divierta. No me gustan Ned ni su pandilla y preferiría que te mantuvieses alejado de ellos. Mamá no nos permite invitarle a casa por mucho que él quiere venir. Y si te comportas como él, dudo mucho que nos deje seguir viéndonos.
—¿No nos dejaría? —inquirió Laurie, inquieto.
—No. No soporta a esos jóvenes petimetres y, si fuera preciso, nos encerraría en una sombrerera antes que dejar que nos relacionásemos con ellos.
—Bueno, por ahora no es preciso que utilice la sombrerera; no soy un joven petimetre ni pienso serlo. De todos modos, me gusta hacer alguna travesura inocente de vez en cuando. ¿A tino?
—Sí, eso no tiene nada de malo. Se pueden hacer travesuras, pero sin perder el norte, ¿de acuerdo? De lo contrario, será el fin de los buenos tiempos.
—Seré la quintaesencia de la santidad.
—No soporto a los santos; simplemente sé sencillo, honrado y respetable y no habrá problemas entre nosotros. No sé qué haría si te comportases como el hijo del señor King; tenía tanto dinero y tan poca idea de en qué invertirlo que no se le ocurrió más que dilapidarlo en el juego y se marchó arruinando el buen nombre de su padre. Tengo entendido que la familia pasó un mal trago.
—¿Y tú me ves haciendo algo así? Muchas gracias, amiga.
—¡No! ¡Por Dios! No quería decir eso. He oído decir que tener dinero es una gran tentación y, a veces, preferiría que fueses pobre; así no tendría de qué preocuparme.
—Jo, ¿te preocupo?
—Un poco, especialmente cuando estás de mal humor o descontento, como ocurre en ocasiones. Tienes tanta fuerza que si decidieses equivocar la dirección no habría quien te parase.
Laurie caminó en silencio durante unos minutos, y Jo le observaba pensando que debería haberse mordido la lengua, pues, aunque el muchacho sonreía, sus ojos delataban que estaba algo enfadado por sus comentarios.
—¿Piensas seguir sermoneándome todo el trayecto? —preguntó él al fin.
—Por supuesto que no. ¿Por qué?
—Porque si sigues, tomaré el ómnibus pero, si lo dejas estar, me encantaría volver a casa dando un paseo y explicarte algo muy interesante.