—Basta de sermones. Me muero de ganas de saber qué tienes que contar.
—Muy bien, veamos. Es un secreto, y te lo contaré si prometes desvelarme alguno de los tuyos.
—Yo no tengo secretos… —Jo se interrumpió de golpe al recordar que no era cierto.
—Sabes que sí los tienes; a mí no me puedes ocultar nada, así que confiesa o no te contaré nada.
—¿Tu secreto merece la pena?
—¡Vaya si la merece! Es referente a personas que conoces bien y te hará mucha gracia… No te lo puedes perder, llevo tiempo queriendo decírtelo. Venga, ¡empieza tú!
—No dirás nada en casa, ¿verdad?
—Ni una palabra.
—Ni te burlarás de mí cuando estemos solos.
—Yo nunca haría eso.
—Sí lo harías. Además, no sé cómo te las ingenias, pero siempre consigues sonsacarme. Tienes el don de engatusar a cualquiera.
—Gracias. Venga, ¡suéltalo ya!
—Bien, le he dejado dos de mis cuentos a un periodista y la semana que viene me dará su opinión —murmuró Jo al oído de su confidente.
—¡Un hurra por la señorita March, famosa escritora norteamericana! —exclamó Laurie antes de lanzar al aire su sombrero y cogerlo al vuelo, para deleite de dos patos, cuatro gatos, cinco gallinas y media docena de niños irlandeses que había por allí, puesto que ya habían salido de la ciudad.
—¡Calla! No creo que salga bien, pero tenía que probar, de lo contrario no me quedaría tranquila. No quiero que se enteren en casa para que no sufran una decepción.
—¡Seguro que va bien! Jo, tus cuentos son como obras del mismísimo Shakespeare comparados con la basura que suelen publicar hoy en día. ¡Será divertido verlos en letra de imprenta! ¡Y qué orgullosos estaremos de nuestra escritora!
A Jo le brillaban los ojos. Siempre es agradable que alguien crea en nosotros y la alabanza de un amigo deja mejor sabor de boca que una docena de críticas elogiosas en la prensa.
—Bien, ¿y cuál es tu secreto? No me falles o no volveré a confiar en ti —dijo ella mientras se esforzaba por apagar sus esperanzas, que siempre se inflamaban con solo una palabra de ánimo.
—Tal vez me meta en un lío por contártelo, pero no prometí guardar silencio, de modo que te lo diré porque no estoy tranquilo hasta que he compartido contigo las últimas novedades. Sé dónde está el guante que le falta a Meg.
—¿Eso es todo? —preguntó Jo, decepcionada. Laurie asintió con la cabeza y le guiñó un ojo con aire pícaro y misterioso.
—Es más que suficiente. Lo entenderás cuando te explique dónde está.
—Entonces, dímelo.
Laurie se inclinó hacia su oído y susurró unas palabras que provocaron un cómico cambio en la expresión de la joven. Jo se detuvo en seco, le miró fijamente, entre sorprendida y contrariada, luego echó a andar y preguntó con tono desabrido:
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque lo he visto.
—¿Dónde?
—En su bolsillo.
—¿Tanto tiempo?
—Sí. ¿No te parece romántico?
—No, lo encuentro horrible.
—¿No te gusta?
—Claro que no. ¡Es ridículo! No se puede consentir. ¡Por Dios! ¿Qué dirá Meg?
—No se lo puedes contar a nadie, ¿recuerdas?
—No te he dado mi palabra.
—Pero se sobrentiende. Te lo he contado porque confío en ti.
—Está bien, por ahora no diré nada, pero me parece fatal. ¡Ojalá no me lo hubieras contado!
—Pensaba que te agradaría.
—¿Agradarme que alguien quiera llevarse a Meg lejos de nosotras? ¡No, gracias!
—Te parecerá mejor cuando alguien pretenda llevarte a ti.
—¡A ver quién se atreve! —exclamó Jo en tono amenazador.
—¡Eso digo yo! —repuso Laurie con una risita.
—Los secretos no van conmigo; ahora que sé esto, no podré estar tranquila —apuntó Jo, quejosa.
—Te retó a una carrera colina abajo. Te ayudará a sentirte mejor —propuso Laurie.
No había nadie a la vista, la suave pendiente del camino que tenía ante sí la invitaba a aceptar, la tentación era irresistible, de modo que Jo echó a correr. En la carrera perdió el sombrero, la peineta y varias horquillas. Laurie llegó el primero a la meta y se felicitó por el éxito del tratamiento cuando llegó jadeando a su Atalanta particular, con el cabello ondeando al viento, los ojos brillantes, las mejillas encendidas y sin rastro de enfado en el rostro.
—¡Cómo me gustaría ser caballo! Podría galopar durante kilómetros sin cansarme y sentir el aire en la cara. Ha sido fantástico, pero fíjate cómo he quedado, ¡parezco un muchacho! Sé bueno y ve a buscar mis cosas —pidió Jo, y se desplomó al pie de un arce que había alfombrado el suelo con una lluvia de hojas color carmesí.
Laurie marchó de buen grado a recuperar los objetos perdidos y Jo se rehízo las trenzas, con la esperanza de que no pasase nadie por allí hasta que estuviese nuevamente presentable. Sin embargo, pasó alguien, y no cualquiera; era Meg, muy bien arreglada, con su traje de los domingos y su aire distinguido, puesto que venía de hacer varias visitas.
—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí? —preguntó mirando con sorpresa a su despeinada hermana.
—Recogiendo hojas —contestó Jo mansamente, y cogió un puñado de hojas rosadas que acababa de juntar en un montoncito.
—Y horquillas —añadió Laurie mientras dejaba caer una docena en el regazo de Jo—. Se dan en esta zona, al igual que las peinetas y los sombreros de paja marrones.
—Jo, ¡has estado corriendo! ¿Cómo has podido? ¿Cuándo vas a dejar de retozar como una niña? —dijo Meg en tono reprobatorio mientras se arreglaba los puños y se alisaba el cabello, con el que el viento se había tomado ciertas libertades.
—Nunca, hasta que esté vieja, rígida y tenga que usar bastón. No quieras hacerme crecer antes de tiempo, Meg; ya es bastante duro ver cómo has cambiado tú de un día para otro. Déjame seguir siendo una niña todo el tiempo que pueda.
Mientras hablaba, Jo bajó la cabeza hacia las hojas que había amontonado para que no notase que le temblaba la barbilla. Era evidente que Meg se estaba convirtiendo en una mujer, y el secreto que Laurie le había contado hacía temer a Jo que la inevitable separación pudiese estar demasiado próxima. Laurie leyó en el rostro de su amiga su preocupación y preguntó, para distraer la atención hacia Meg:
—¿A quién has visitado?
—He estado en casa de los Gardiner, y Sallie me ha descrito en detalle la boda de Belle Moffat. Al parecer, fue una ceremonia espléndida y la pareja pasará el Invierno en París. ¡Qué maravilla!
—¿La envidias? —preguntó Laurie.
—Mucho me temo que sí.
—¡Me alegro! —musitó Jo, que se caló el sombrero furiosa.
—¿Por qué? —inquirió Meg, sorprendida.
—Porque si te interesa tanto la vida de los ricos no nos dejarás para casarte con un hombre pobre —sentenció Jo mirando con expresión ceñuda a Laurie, que le hacía señas para que midiese sus palabras.
—Yo nunca os dejaré para casarme con nadie —afirmó Meg mientras caminaba con aire digno, seguida por los dos amigos, que reían, cuchicheaban, saltaban por encima de las piedras y «se comportaban como auténticos chiquillos», en palabras de la propia Meg, que se habría sentido tentada de sumarse a la fiesta de no haber llevado puesto su mejor traje.
Durante un par de semanas, Jo tuvo un comportamiento muy extraño que desconcertaba a sus hermanas. Echaba a correr hacia la puerta en cuanto pasaba el cartero, saludaba con malos modos al señor Brooke cuando coincidía con él, se quedaba mirando a Meg pensativa, sin decir palabra, y a veces se levantaba, la abrazaba y besaba sin venir a cuento. Laurie y ella no paraban de hacerse señas y hablar en clave, hasta el punto de que las muchachas los dieron por locos. El sábado de la segunda semana después de la escapada de Jo a la ciudad, Meg, que estaba cosiendo junto a la ventana, se escandalizó al ver que Laurie perseguía a su hermana por el jardín y la alcanzaba junto al emparrado de Amy. Meg no pudo apreciar lo que ocurría, pero oyó risas, seguidas de un murmullo de voces y, por último, le llegó un ruido de hojas de periódico.
—¿Qué vamos a hacer con esta chica? Dudo que nunca se comporte como una señorita —comentó Meg, con un suspiro, mientras contemplaba la escena con aire de desaprobación.
—Espero que nunca lo haga; es muy divertida y la quiero por ser como es —apuntó Beth, que disimulaba muy bien los celos que sentía al ver a Jo compartir confidencias con alguien que no fuera ella.
—Es desesperante, pero hemos de pensar que nunca conseguiremos que sea
comme la fo
—añadió Amy, que se estaba haciendo unos volantes y llevaba los rizos recogidos en un peinado muy favorecedor, razones ambas por las que se sentía más dama y más elegante que nunca.
Jo entró en la sala de improviso, se tumbó en el sofá y fingió leer.
—¿Has visto algo interesante? —preguntó Meg con condescendencia.
—Solo un cuento; supongo que no vale gran cosa —contestó Jo tapando con la mano el nombre impreso en el periódico.
—Léelo en voz alta; así nos entretendremos y veremos si estás en lo cierto —propuso Amy con tono de persona adulta.
—¿Cómo se titula? —preguntó Beth, extrañada de que Jo ocultase su rostro tras el periódico.
—«Los pintores rivales».
—Suena bien; léelo —invitó Meg.
Jo se aclaró la voz, respiró hondo y empezó a leer muy deprisa. Las muchachas siguieron con interés la historia, romántica y dramática, en la que al final morían casi todos los personajes.
—Me gusta la parte en que se descubre ese cuadro magnífico —comentó Amy cuando Jo acabó de leer.
—Yo prefiero la historia de amor. Viola y Angelo son dos de nuestros nombres favoritos. Qué curioso ¿verdad? —dijo Meg secándose las lágrimas de emoción que había provocado la trágica narración amorosa.
—¿Quién lo ha escrito? —preguntó Beth, que notaba algo raro en la expresión de Jo.
La joven lectora se incorporó, bajó el periódico, puso cara de satisfacción y con una divertida mezcla de solemnidad y emoción anunció en voz alta:
—¡Vuestra hermana!
—¿Has sido tú? —exclamó Meg dejando caer su costura.
—Es muy bueno —comentó Amy como si fuese un crítico literario.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Oh, Jo, estoy muy orgullosa de ti! —Beth corrió a abrazarla y celebrar aquel espléndido éxito.
¡Qué alegres estaban todas! Meg no lo creyó del todo hasta que vio el nombre «Josephine March» impreso en el periódico; Amy comentó los méritos artísticos del relato y ofreció algunas ideas para una segunda parte, lo que no parecía posible puesto que la pareja protagonista había muerto; Beth empezó a cantar y saltar de emoción; Hannah entró y exclamó «¡Menuda sorpresa! ¿Quién lo iba a imaginar?», visiblemente impresionada por «los logros de Jo»; al saber lo ocurrido, la señora March se sintió muy orgullosa de su hija; Jo rió, con lágrimas en los ojos, y dijo que acabaría pareciendo un pavo real si no paraban de alabarla. Así, el águila de la satisfacción planeó sobre la casa de los March mientras el periódico pasaba de mano en mano.
—Cuéntanoslo todo… ¿Cuándo salió? ¿Cuánto te han pagado? ¿Qué crees que dirá papá? ¿No se ha burlado Laurie? —preguntaron todas a la vez, arremolinadas alrededor de Jo, puesto que para la familia cualquier pequeña alegría era motivo de celebración.
—Dejad de gritar y os lo contaré todo —dijo Jo, que se preguntaba si la señora Burney se habría sentido tan importante tras la publicación de
Evelina
como ella con sus «Pintores rivales». Después de relatar cómo había ido a entregar los cuentos, añadió—: Y cuando fui a ver qué le habían parecido, el hombre me dijo que le habían gustado los dos pero que no pagaba a principiantes, que solamente publicaba las obras y citaba a los autores para que se dieran a conocer. Dijo que era una buena costumbre y que, una vez conocido, al autor ya le pagaban por publicar. De modo que le dejé los dos cuentos y hoy he recibido este periódico. Laurie me sorprendió leyéndolo e insistió en verlo, así que le dejé. Le ha parecido bueno y me ha animado a seguir escribiendo. También dice que se encargará de que por el próximo me paguen algo. ¡Soy tan feliz! Dentro de un tiempo podré mantenerme y ayudaros a todas.