Al principio Jo no dijo nada porque le gustaba mucho oír la risa franca y sonora con que el profesor recibía cualquier cosa divertida que ocurriese, y prefirió dejar que él lo descubriese por sí mismo. Después se le olvidó, porque oír a alguien leer a Schiller en alemán requiere mucha concentración. Tras la lectura llegó la hora de la lección, que resultó muy animada porque, aquella tarde, Jo estaba de muy buen humor y la visión del gorro de papel hacía brillar sus ojos de alegría. El profesor no entendía qué le ocurría a la joven. Al final, interrumpió la clase y preguntó con gran sorpresa:
—Señorita, March, ¿se puede saber por qué se ríe de su maestro? ¿Tan poco respeto le merezco para portarse así?
—Señor, ¿cómo podría mostrarle respeto con ese gorro que lleva puesto? —inquirió a su vez Jo.
El distraído profesor se llevó la mano a la cabeza, encontró el gorro y lo retiró muy serlo, lo miró durante unos segundos y, por último, echó la cabeza hacia atrás y soltó una alegre carcajada.
—¡Ahora entiendo! Ha sido ese diablillo de Tina, que me ha puesto un gorro con el que parezco un loco. Bueno, no pasa nada, pero si la clase no termina bien, usted acabará usando este gorro.
Lo cierto es que la clase no siguió, ni bien ni mal, porque el señor Bhaer vio en el papel una imagen que le llamó la atención, deshizo el gorro y dijo con profundo desagrado:
—Me gustaría que estas publicaciones no entraran en la casa; no es algo que un niño deba ver ni un joven leer. No está bien. Cuando pienso en quienes escriben cosas tan nocivas, pierdo la paciencia.
Jo echó una ojeada a la hoja y vio una memorable ilustración en la que aparecían un loco, un cadáver, un villano y una víbora. No le gustó nada, pero lo que la hizo apartarla de sí no fue precisamente su desagrado, sino el miedo que sintió al sospechar que pudiese ser una página del
Volcano
. No lo era, por suerte, y su temor se aplacó al recordar que, aun de haberlo sido y tratarse de una de sus historias, no habría nombre alguno que delatara su autoría. Sin embargo, se había delatado ella misma al ruborizarse, porque, aunque el profesor era un hombre distraído, se daba cuenta de mucho más de lo que la gente creía. Sabía que Jo escribía y se había cruzado con ella en las redacciones de varios periódicos pero, puesto que la joven no sacaba el tema a relucir, él tampoco preguntaba nada a pesar de lo mucho que le apetecía conocer su trabajo. En aquel momento, se le ocurrió quejo se avergonzaba de lo que escribía y la idea le inquietó. En lugar de decirse: No es asunto mío, no tengo derecho a opinar, como hubiese hecho la mayoría, pensó que Jo era joven y pobre, una muchacha que se encontraba lejos de su casa y del cuidado de su madre y de su padre, y sintió un impulso de ayudarla tan espontáneo y natural como el que le hubiese llevado a salvar a un niño que hubiese descubierto ahogándose en un estanque, Todos estos pensamientos pasaron por su mente en un minuto, sin que se traslucieran en su rostro, y al cabo de un rato, una vez olvidada la página de periódico, cuando Jo empezó a coser, dijo en tono distendido pero con seriedad:
—Hace bien al alejarlo de usted. La idea de que una jovencita buena pueda ver tales cosas me desagrada mucho. A algunos, estas historias les parecen entretenidas, pero yo antes dejaría que mis hijos jugasen con pólvora que con esa basura nociva.
—Tal vez más que nociva sea simplemente tonta… Si la gente la pide, no veo qué hay de malo en que se le facilite. Muchas personas honradas se ganan la vida decentemente escribiendo esta clase de historias —apuntó Jo, dando cada puntada con tanta fuerza que se creaban surcos en la tela.
—La gente también pide whisky, y no por ello usted o yo accederíamos a venderlo. Si esas personas honradas supiesen el daño que causan, no pensarían que se ganan la vida de una forma tan decente. No tienen derecho a envenenar el confite y ver cómo los niños lo comen. No, deberían reflexionar y ¡barrer las calles antes que hacer algo así!
El señor Bhaer habló con vehemencia, y fue hacia la chimenea con el papel arrugado en la mano. Jo permaneció callada, y pareció que el fuego la alcanzaba también a ella, porque notaba que las mejillas le ardieron durante mucho rato después de que el gorro de papel hubiese quedado reducido a humo y hubiese escapado por la chimenea.
—Me gustaría poder quemarlos todos —musitó el profesor mientras volvía a su lugar con aire satisfecho.
Jo imaginó la pira que el profesor organizaría con los manuscritos que guardaba en su habitación y la forma en que se ganaba el pan empezó a remorderle la conciencia. Entonces, para consolarse, se dijo: Mis relatos no son así, no son tontos ni nocivos; no tengo por qué preocuparme. A continuación cogió el libro y dijo con cara de alumna aplicada:
—Señor, ¿podríamos seguir? Me comportaré y no volveré a reírme.
—Eso espero —dijo él por toda respuesta, aunque quería decir mucho más de lo quejo imaginaba, y la mirada sería y tierna que le lanzó la hizo sentir como si llevase grabado en la frente el nombre
Weekly Volcano
en letras grandes.
Tan pronto como subió a su habitación, Jo sacó los manuscritos y los releyó todos con suma atención. El señor Bhaer, era algo miope, usaba gafas, y ella se las había probado en alguna ocasión; le había hecho mucha gracia ver cómo agrandaban las letras del libro. En aquel momento, se sintió como si llevase puestas las gafas mentales o morales del señor Bhaer, porque los defectos de aquellas pobres historias le resultaron tan evidentes que sintió un profundo abatimiento.
Son una verdadera basura, se dijo; y si sigo, pronto serán peor que basura, porque las últimas son aún más folletinescas que las primeras. He actuado sin pensar y me he hecho daño a mí misma y a otros solo por conseguir algo de dinero. Está claro que son malas porque no puedo leerlas en conciencia sin sentirme terriblemente avergonzada. ¿Qué haría si lo descubriesen en casa o llegasen a manos del señor Bhaer?
Jo se sonrojó solo de pensarlo y quemó todos los manuscritos en la cocina, donde crearon una llamarada que casi prende en la campana.
Sí, este es el lugar que merece tanta tontería inflamada; prefiero arriesgarme a incendiar la casa antes que permitir que alguien se queme con la pólvora de mi creación, se dijo mientras veía cómo «El demonio del Jura» ardía hasta quedar convertido en una oscura ascua con fieros ojos.
Cuando todo el trabajo de los últimos tres meses quedó reducido a un montón de cenizas, Jo se sentó en el suelo, muy sería, con el dinero en el regazo, y se preguntó qué debía hacer con sus honorarios.
Creo que todavía no he hecho demasiado daño y puedo conservar el dinero a cambio del tiempo invertido…, concluyó para sus adentros, tras mucho meditar. Luego añadió para sí, perdiendo la paciencia: ¡Cómo me gustaría no tener conciencia! Es un incordio. Si no me preocupase actuar bien, no me sentiría mal al no hacerlo y lo pasaría en grande, A veces, no puedo por menos de desear que papá y mamá no hubiesen sido tan escrupulosos en estas cosas.
¡Ah, Jo! En lugar de desear eso, da gracias a Dios de que tus padres sean «tan escrupulosos» y apiádate de las almas que no han tenido tan buenos guardianes para protegerlos con principios que pueden parecer los muros de una prisión a las jóvenes impacientes pero que, con el tiempo, demostrarán ser cimientos sanos para la formación de una buena mujer.
Jo no volvió a escribir esa clase de historias, convencida de que el dinero no la compensaba. Pero, como suele ocurrir-le a la gente con su carácter, se fue al otro extremo; estudió la obra de la señora Sherwood, la señorita Edgeworth y Hannah More y escribió una obra que, más que un relato de ficción, parecía un ensayo o un sermón moral. Aquella opción no acababa de convencerla, ya que, dadas su alegría y naturaleza romántica, se encontraba tan incómoda con aquel nuevo estilo como se habría sentido de haberse disfrazado con uno de esos trajes rígidos y voluminosos que utilizaban en el siglo pasado. Envió aquella gema didáctica a varios mercados, pero no encontró comprador, y hubo de convenir con el señor Dashwood en que lo moral no era comercial.
A continuación, probó con cuentos para niños, de los que podría haber prescindido de no haber querido lucrarse con ellos, en un afán mercenario. La única persona que le ofreció una suma suficiente para que mereciese la pena que se aventurara en el mundo de la literatura infantil fue un caballero rico que creía que su misión en la vida era convertir a los demás a su credo particular. Pero, por mucho que le agradase la idea de escribir para niños, Jo no podía consentir que todos los menores traviesos acabasen devorados por osos o embestidos por toros furiosos solo porque no acudieran los sábados a una determinada escuela de catequesis, que todos los niños buenos que sí lo hacían recibiesen a cambio toda suerte de bendiciones, desde pan de jengibre dorado hasta coros de ángeles que los escoltaban cuando dejaban este mundo, entre salmos y sermones pronunciados con sus lenguas ceceantes. Así pues, en vista de que nada bueno salía de aquellos intentos, Jo tapó el tintero y dijo, en un arranque de humildad:
—No sé nada. Esperaré hasta que sepa hacerlo mejor antes de volver a intentarlo y, mientras tanto, «barreré las calles sí es preciso». —Y esa decisión fue la prueba de que, como en el cuento, la segunda caída de la mata de judías le había hecho mucho bien.
Mientras la revolución interior continuaba, la vida real seguía tan llena de trabajo y vacía de acontecimientos como de costumbre. Y nadie, excepción hecha del profesor Bhaer, se percataba de que, a ratos. Jo parecía seria o triste. Él la observaba sin que ella se diese cuenta, para ver si su reprimenda había surtido efecto. La joven había pasado la prueba y él se sentía satisfecho porque, aunque ninguno de los dos comentó nada, sabía quejo había dejado de escribir. Lo adivinó no solo por el hecho de que su dedo índice ya no estaba manchado de tinta, sino porque ahora se quedaba abajo después de la cena, no había vuelto a coincidir con ella en las redacciones de los periódicos y estudiaba con tenaz paciencia, lo que indicaba sin lugar a duda que había accedido a emplear su mente en asuntos, si no más gratos, cuando menos más útiles.
Él la ayudaba de muchas maneras, con lo que demostró ser un auténtico amigo, y Jo estaba feliz. Mientras la pluma descansaba, ella aprendía mucho más que alemán y sentaba las bases para su propia historia romántica.
Pasó un invierno muy agradable y no dejó la casa de la señora Kirke hasta el mes de junio. Cuando el día de su partida, se acercaba, todo el mundo se entristeció.
A los niños no había quien los consolara, y el señor Bhaer iba con el cabello despeinado y encrespado, porque siempre se lo mesaba cuando estaba inquieto.
—¡Se va a casa! ¡Qué suerte tener un hogar al que volver! —dijo el profesor, y permaneció sentado en un rincón, en silencio, mesándose la barba mientras celebraban la pequeña fiesta de despedida quejo improvisó la última noche.
Como al día siguiente partiría de madrugada, Jo se despidió de todos antes de irse a dormir y, cuando le llegó el turno a él, dijo afectuosamente:
—Bueno, señor, espero que si alguna vez viaja por la zona se acerque a vernos. Si no lo hace, nunca le perdonaré. Quiero que todos conozcan a mi amigo.
—¿En serio? ¿Le gustaría que fuese? —preguntó él dirigiéndole una mirada llena de un entusiasmo que la joven no percibió.
—Claro, señor, venga el mes que viene. Laurie se graduará entonces y podremos ir a la ceremonia de entrega de diplomas juntos.
—¿Se refiere a su mejor amigo? —preguntó el profesor un tanto alterado.
—Sí, estoy muy orgullosa de él. Me encantaría que le conociese.
Jo levantó la vista, pensando solo en su alegría al imaginar un encuentro entre ambos hombres. De pronto, algo en la expresión del señor Bhaer le hizo pensar que probablemente Laurie seguiría queriendo ser más que un amigo y, como no deseaba dar a entender que podía haber algo entre ellos, se sonrojó sin querer. Y cuanto más trataba de no ruborizarse, más roja se ponía. No sé qué hubiese sido de ella de no haber tenido a Tina sobre las rodillas. Por fortuna, la niña sintió el deseo de abrazarla, por lo quejo pudo ocultar su rostro unos instantes, con la esperanza de que el profesor no se hubiese percatado de nada. Pero sí lo hizo y, tras un momento de angustia, adoptó su tono habitual para decir con gran cordialidad:
—Temo que no dispondré de tiempo para visitarles, pero le deseo mucha suerte a su amigo, y a usted, toda la felicidad. ¡Que Dios la bendiga! —Dicho esto, le dio un tierno apretón de manos, puso a Tina sobre sus hombros y se marchó.