—Vendré yo. Que tenga un buen día, señor.
Cuando Jo se hubo marchado, el señor Dashwood puso los pies sobre la mesa e hizo este elegante comentario: «Es pobre y orgullosa, como todas, pero servirá».
Siguiendo las indicaciones del señor Dashwood e inspirándose en la señorita Northbury, Jo se adentró temerariamente en las superficiales aguas de la lectura folletinesca pero, gracias al salvavidas que le lanzó un amigo, no salió demasiado malparada de la zambullida.
Al igual que la mayoría de los escritorzuelos jóvenes, Jo introdujo personajes y escenarios extranjeros, bandoleros, condes, gitanas, monjas y duquesas que representaban su papel con el acierto e ímpetu esperados. A sus lectores no les interesaban nimiedades como la gramática, la puntuación o la verosimilitud, y el señor Dashwood le permitía graciosamente llenar sus columnas por un precio ridículo, sin sentir la necesidad de informar a su joven colaboradora de que la causa de su hospitalidad era que uno de sus autores habituales había conseguido un sueldo mejor en otro lado y le había dejado en la estacada.
Al ver que sus magros ingresos aumentaban, de forma lenta pero segura, al igual que la provisión para pagar unas vacaciones estivales en la montaña a Beth, Jo se volcó con ganas en el trabajo. Sin embargo, el hecho de no haber comentado nada a su familia enturbiaba su satisfacción. Sospechaba que su padre y su madre no aprobarían lo que hacía y prefería probar en secreto primero y pedir perdón después. No era difícil mantener el asunto oculto, puesto que sus escritos no iban firmados con su nombre. Por supuesto, el señor Dashwood había averiguado la verdad enseguida, pero había prometido callar y, algo poco habitual en él, había mantenido su promesa.
Se convenció de que no había mal en ello, puesto que se había hecho el sincero propósito de no escribir nada de lo que pudiese avergonzarse y, cuando le remordía la conciencia, la callaba pensando en lo dichoso que sería el momento en que mostrase a los suyos lo que había ganado y riesen del secreto tan bien guardado.
Pero el señor Dashwood solo quería historias emocionantes y, si ella le proponía algo distinto, lo rechazaba. Así, para tener siempre en vilo al lector, tenía que echar mano sin contemplaciones de tenias de historia y amor, tierra y mar, arte y ciencia, fichas policiales y manicomios. Jo comprendió que no disponía de suficiente experiencia vital para haber entrado en contacto con la cara trágica de la vida y, viendo lo que tenía entre manos, se propuso suplir sus deficiencias con su característico arrojo. Ansiosa por encontrar inspiración para sus historias y decidida a dotarlas de tramas originales, ya que no bien urdidas, se lanzó a buscar noticias de accidentes, sucesos y crímenes y levantó sospechas en alguna que otra bibliotecaria al pedir libros sobre venenos. Cuando paseaba por la calle, estudiaba las fisionomías y analizaba las personalidades —buenas, malas o ni una cosa ni la otra— de quienes la rodeaban. Hurgó en el polvo de otras épocas en busca de hechos o historias tan viejas que pareciesen nuevas y, en la medida de sus posibilidades, abordó la locura, el pecado y la miseria. Pensó que prosperaba pero, sin darse cuenta, iba profanando algunos de los aspectos más importantes de su condición de mujer. Aunque fuese en su imaginación, vivía en un entorno nocivo, que la afectaba, pues tanto su corazón como su mente recibían alimentos poco nutritivos, incluso peligrosos, y aquel encuentro prematuro con el lado más oscuro de la vida, que siempre llega demasiado temprano para todos, había borrado demasiado rápido el rubor inocente propio de su edad.
Ella, aunque no lo veía, lo sentía, porque tanto describir las pasiones y los sentimientos de otros la llevó a especular sobre los suyos, un entretenimiento malsano al que una mente joven y saludable no se entrega voluntariamente. Y puesto que las malas acciones siempre entrañan un castigo, Jo obtuvo el suyo cuando más lo necesitaba.
Desconozco si el estudio de Shakespeare la ayudó a comprender las personalidades o si fue su instinto natural de mujer honesta, valiente y fuerte. El caso es que, mientras dotaba a sus héroes imaginarios de toda perfección, descubrió un héroe de carne y hueso que despertó su interés a pesar de sus imperfecciones humanas. En una charla con el señor Bhaer, este le había recomendado que, para entrenarse como escritora, estudiase y describiese a las personas sencillas, verdaderas y buenas que encontrase a su paso. Jo le tomó la palabra de inmediato, centró su atención en él y lo estudió en profundidad, algo que hubiese desazonado mucho al pobre señor de haberlo sabido, puesto que el digno profesor era ajeno a todo engreimiento.
Al principio, a Jo le extrañaba que todos le quisieran tanto. No era rico, noble, joven ni guapo, de ningún modo podría calificársele de fascinante, impresionante o brillante, y sin embargo resultaba tan atractivo como un buen fuego y los demás se congregaban a su alrededor de forma espontánea, como si les calentase el corazón. Era pobre, pero siempre parecía estar regalando cosas a los demás; era extranjero, pero tenía muchos amigos; ya no era joven, pero tenía el corazón tan alegre como el de un niño; era franco y extravagante, pero muchos consideraban que tenía unos rasgos agraciados y perdonaban sus rarezas por su buen carácter. Jo lo observaba con frecuencia para tratar de descubrir el origen de su encanto y, al fin, llegó a la conclusión de que era la benevolencia la que obraba el milagro. SÍ el profesor tenía alguna pena, se «sentaba con la cabeza entre las alas» y mostraba a los demás su lado más risueño. Tenía arrugas en la frente, pero el tiempo le había tratado bien, tal vez en pago a lo bueno que era con sus semejantes. Las simpáticas arrugas que bordeaban su boca parecían recordar las muchas palabras amistosas pronunciadas y las risas alegres. Sus ojos nunca resultaban fríos ni duros, y sus apretones de manos, efusivos y cálidos, decían más que cualquier palabra.
Sus ropas parecían participar del carácter hospitalario del profesor. Era como si estuvieran a gusto con él y quisiesen que se sintiera cómodo. Lo amplio de su chaleco parecía anunciar lo grande que era el corazón que cobijaba, su gastado abrigo tenía un aire distinguido y los anchos bolsillos daban fe de las manos de los niños que solían llegar vacías e irse llenas. Hasta sus botas parecían benevolentes y el cuello de su camisa nunca estaba tieso ni áspero como el de todos los demás.
¡Eso es!, se dijo Jo cuando, al fin, comprendió que el mirar con buenos ojos a alguien transformaba al otro hasta el punto de que un robusto profesor alemán que zampaba la comida, zurcía calcetines y llevaba la carga de un apellido que no sonaba bien resultase bello y digno.
Jo valoraba mucho la bondad, pero la inteligencia suscitaba en ella un gran respeto, y algo que descubrió sobre el profesor hizo que su estima por él aumentase aún más. Como él nunca hablaba de sí mismo, todos desconocían que en su ciudad natal era un hombre muy honrado y apreciado por su preparación y su integridad, hasta que uno de sus conciudadanos estuvo de visita por la zona y, en una charla con la señorita Norton, divulgó el dato. Jo se enteró por ella, y le agradó mucho más en la medida en que el señor Bhaer lo había mantenido en secreto. Aunque en Estados Unidos solo era un pobre maestro de lengua, en Berlín era un famoso profesor. Para Jo aquel descubrimiento, sumado al hecho de que llevase una vicia hogareña y trabajase tanto, confería un aire mucho más romántico a su historia.
Pero aún le faltaba descubrir otro don más portentoso que el intelecto, y todo ocurrió de forma inesperada. La señorita Norton se codeaba con los círculos literarios, algo con lo que Jo no podía sino soñar. La solterona, en su deseo de apoyar a la ambiciosa muchacha, accedió a que tanto ella como el profesor la acompañasen en algunas de sus salidas. En una ocasión, los invitó a acudir a una velada que se celebraba en honor de varias personalidades.
Jo iba preparada para inclinarse y venerar a los personajes a los que adoraba con juvenil entusiasmo. Sin embargo, su reverencia por los genios sufrió un duro revés aquella noche,, y tardó un tiempo en recuperarse del impacto que le produjo descubrir que aquellas grandes criaturas eran, al fin y al cabo, hombres y mujeres. Cabe imaginar su consternación cuando, al mirar de reojo, con tímida admiración, al poeta cuyos versos habían conmovido su ser alimentándolo con «espíritu, fuego y rocío», todo lo que vio fue a un hombre que devoraba su cena con tal pasión que hasta el semblante tenía enrojecido, Caído uno de sus ídolos, la joven no tardó en descubrir otras cosas que disolvieron su visión romántica. El excelente novelista iba de una licorera a otra con la regularidad de un péndulo; el famoso teólogo coqueteaba abiertamente con la madame de Stäel de la época, que apuñalaba con la mirada a la Corinne de turno, quien hacía burla de ella tras tratar en vano de llamar la atención del profundo filósofo, que bebía tanto té como Samuel Johnson y parecía a punto de quedarse dormido, puesto que la locuacidad de la dama hacía imposible toda conversación. En cuanto a los científicos, habían hecho a un lado los moluscos y los períodos glaciares y murmuraban sobre arte mientras devoraban ostras y helados con gran dedicación. El joven músico, que había hechizado a la ciudad entera como un segundo Orfeo, hablaba sobre caballos, y el único ejemplar de noble inglés presente resultó ser el hombre más ordinario de la fiesta.
No había transcurrido ni la mitad de la velada cuando Jo se sintió tan profundamente
désillusionnée
que tuvo que sentarse en un rincón para recuperar el ánimo. El señor Bhaer se acercó, con aspecto de sentirse fuera de lugar, momento en que varios filósofos, cada uno con su terna a cuestas, se dirigieron lentamente hacia allí para organizar una especie de torneo intelectual en aquel lugar apartado. La conversación era de todo punto incomprensible para Jo, que aun así disfrutó escuchándolos hablar de Kant y Hegel, dos dioses desconocidos, y de términos inteligibles como «objetivo» y «subjetivo». Pero lo único que surgió de su interior, terminada la charla, fue un tremendo dolor de cabeza. Poco a poco le pareció entender que el mundo, hecho pedazos, se había recompuesto para dar lugar a otro nuevo regido, a decir de los contertulios, por principios mucho mejores que los anteriores; que la religión perdía fuerza ante la razón y que el intelecto se convertía en el único Dios verdadero. Jo no entendía mucho de filosofía ni de metafísica, pero aquellas ideas le provocaron una curiosa emoción que era a la vez placentera y dolorosa, y mientras los escuchaba tenía la sensación de ir a la deriva en el tiempo y el espacio, como un globo que se escapa y vaga por el cielo.
Se volvió para ver qué cara ponía el profesor y le descubrió mirándola con la expresión más seria que le había visto en la vida. Él meneó la cabeza y la invitó a alejarse de allí, pero ella, que escuchaba embelesada hablar de la libertad de la filosofía especulativa, permaneció en su silla, con la intención de averiguar en qué se podía confiar una vez aniquiladas todas las viejas creencias.
El señor Bhaer se mostraba cohibido, reacio a dar a conocer su opinión, no porque no la tuviese meditada, sino porque era demasiado sincero y formal para hablar por hablar. Miró a Jo y a varios de los jóvenes que habían acudido atraídos por el resplandor de aquel ejercicio de pirotecnia filosófica, frunció el entrecejo y tuvo ganas de intervenir para impedir que alguna de aquellas almas jóvenes tan impresionables se dejase engañar por los fuegos artificiales y, una vez terminado el espectáculo, acabara con solo un palito vacío o una mano quemada.
Lo soportó lo mejor que pudo pero, cuando le preguntaron su opinión, estalló con sincera indignación y defendió la religión con la elocuencia que aporta la verdad y que hizo que su inglés sonara más musical que nunca y su rostro resplandeciese. El combate fue duro puesto que los filósofos eran buenos argumentando, pero él no se dio por vencido y se mantuvo fiel a sus principios hasta el final. Y, mientras le oía, el mundo volvió a recuperar el sentido que tenía para Jo, las viejas creencias que tanto tiempo habían perdurado parecían nuevamente mejores que las nuevas. Dios no era una fuerza ciega y la inmortalidad no era un cuento hermoso sino una bendición real. Volvió a sentir la tierra firme bajo sus pies y cuando el señor Bhaer hizo una pausa para ganar tiempo, no porque le hubiesen convencido, Jo sintió el impulso de aplaudir y darle las gracias.
No hizo ni lo uno ni lo otro, pero la escena se grabó en su memoria y, a partir de entonces, sintió mayor respeto por el profesor, que, a pesar de lo que le había costado decir lo que pensaba, lo había hecho porque su conciencia no le permitía callar. Así fue como Jo comprendió que los valores son mucho más importantes que el dinero, la posición social, la formación intelectual o la belleza, y que si la excelencia era, como un sabio había definido, «verdad, reverencia y buena voluntad», entonces el señor Bhaer no solo era un hombre bueno, sino excepcional.
Aquella certeza se reforzaba día a día. Valoraba su consideración, codiciaba su respeto y se esforzaba por ser digna de su amistad, y justo cuando ese deseo era de lo más sincero, a punto estuvo de perderlo todo. El problema surgió de un gorro de papel que Tina le había puesto y que el profesor olvidó quitarse antes de ir a dar clase a Jo.
Está claro que no se mira al espejo antes de venir, pensó ella, sonriendo para sus adentros, cuando él saludó con un «Buenas tardes» y tomó asiento muy serio, ajeno al divertido contraste que producía su gorro y el tema de la clase, ya que iban a leer «La muerte de Wallenstein».