—¿Algo más? —preguntó Laurie, al que le costaba escuchar pacientemente aquella retahíla de profecías.
—Nada más, salvo decir que no creo que me case jamás. Estoy muy bien así, valoro mi libertad y no tengo prisa por perderla a cambio de ningún hombre.
—¡No lo creo! —exclamó Laurie—. Ahora lo ves así, pero algún día te fijarás en alguien, te enamorarás perdidamente y darás la vida por él si es preciso. Sé que lo harás, es tu forma de ser, y a mí me tocará verlo todo porque seguiré a tu lado. —Al decir esto, el enamorado desesperanzado arrojó su sombrero al suelo en un gesto que habría resultado cómico de no ser por la expresión trágica de su rostro.
—Sí, viviré y moriré por él si en verdad aparece alguien que me haga quererle a pesar de mí misma, y tú debes esforzarte por superarlo —exclamó Jo, que al final perdió la paciencia—. He hecho lo que he podido, pero te niegas a ser razonable, y me parece muy egoísta por tu parte empeñarte en que te dé lo que no está en mi mano entregarte. Te tengo un gran cariño, muy grande en verdad, pero como amigo, y no me casaré contigo jamás. Cuanto antes lo asumas, mejor para ambos.
Su discurso tuvo el mismo efecto que el fuego en la pólvora. Laurie la miró de hito en hito, como si no supiese bien cómo reaccionar, luego dio media vuelta, visiblemente airado, y espetó en un tono desesperado:
—Algún día te arrepentirás de esto, Jo.
—¿Adónde vas? —exclamó ella asustada por la expresión del muchacho.
—¡Al infierno! —fue su reconfortable respuesta.
A Jo se le encogió el corazón al verle caminar en dirección al río, pero para que un joven termine con su vida de forma violenta hace falta que esté muy loco, sea un gran pecador o se sienta muy desgraciado, y Laurie no era un hombre débil que se dejase abatir por un primer fracaso. No tenía prevista una zambullida trágica en el agua, sino que fue, hecho una furia y guiado por un impulso, hacia su bote, arrojó el sombrero y el abrigo dentro y se puso a remar como un loco, batiendo su propio récord de velocidad, río arriba. Jo dejó escapar un largo suspiro y relajó las manos cuando comprendió que el pobre muchacho había decidido remar para desahogar la pena que sentía en el corazón.
Esto le hará bien, aunque volverá a casa tan dolido y arrepentido que no tendré ánimo para verle, se dijo. Mientras caminaba lentamente de regreso a casa, sintiéndose como si hubiese asesinado a un inocente y ocultado el cadáver entre la vegetación, pensó: Ahora tendré que ir a hablar con el señor Laurence para que sea especialmente amable con el pobre muchacho. ¡Ojalá se hubiese enamorado de Beth! Tal vez, con el tiempo, ocurra, pero empiezo a pensar que me equivoqué al juzgar los sentimientos de mi hermana. ¡Por Dios! ¿Cómo es posible que a las mujeres les agrade tener enamorados a los que rechazar? ¡Yo lo encuentro terrible!
Segura de que nadie podía solucionar las cosas mejor que ella misma, fue directa a casa del señor Laurence, se armó de valor y le contó toda la historia, pero terminó por derrumbarse y, entre sollozos, lamentó amargamente su falta de sensibilidad, y el anciano caballero, a pesar de su consternación, no le hizo ningún reproche. Al abuelo le costaba comprender que una joven no quisiera a su amado Laurie, y esperaba que ella cambiase de opinión pero, como sabía, mejor incluso que la propia Jo, que el amor no se puede forzar, meneó la cabera con tristeza y decidió ayudar al muchacho para que no sufriera tanto, porque las palabras de despedida que el joven impetuoso había dedicado a Jo le inquietaban más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Cuando Laurie llegó a casa, muerto de cansancio pero bastante tranquilo, el abuelo fue a recibirle como si no estuviese al corriente de nada y mantuvo ese engaño con éxito durante un par de horas. Sin embargo, cuando, al caer la tarde, se sentaron para charlar, algo de lo que solían disfrutar mucho, al pobre anciano le costaba hablar con el tono ligero, de costumbre, y el joven recibía con amargura las felicitaciones y referencias a su éxito, que, tras su decepción amorosa, le parecía un trabajo de amor perdido. Soportó la situación y, cuando no pudo más, se levantó y fue a tocar el piano, Las ventanas estaban abiertas, y por una vez Jo, que en ese momento paseaba con Beth por el jardín, comprendió mejor que su hermana lo que significaba aquella música, la «Sonata patética», de Beethoven, que Laurie tocó como nunca.
—Está muy bien, sin duda, pero es tan triste que me dan ganas de llorar, Toca algo más alegre, muchacho —pidió el señor Laurence, cuyo viejo corazón rebosaba de una compasión que deseaba expresar pero no sabía cómo.
Laurie atacó de inmediato una canción mucho más animada, tocó tempestuosamente durante varios minutos y hubiese seguido, haciendo de tripas corazón, de no haber oído, en una pausa, a la señora March decir: «Jo, querida, ven, te necesito».
Al oír aquellas palabras que tanto deseaba decir —aunque con un sentido diferente—, perdió la concentración. La música se interrumpió abruptamente y el músico permaneció sentado, en silencio, en la oscuridad.
—No lo puedo resistir —musitó el anciano. Se levantó, caminó a tientas hacia el piano y puso suavemente su mano sobre el ancho hombro del muchacho, al tiempo que decía, con una dulzura más propia de una mujer—: Lo sé, muchacho, lo sé.
Al principio no hubo respuesta, pero después Laurie preguntó con aspereza:
—¿Quién te lo ha contado?
—La propia Jo.
—¡Pues no hay nada más que decir! —Y retiró la mano de su abuelo con un gesto impaciente, porque, a pesar de agradecer la compasión del anciano, el orgullo no le permitía tolerar que se apiadasen de él.
—No del todo, tengo algo que decir. Luego, sí quieres, podemos dar por zanjado el asunto —repuso el señor Laurence con una suavidad inusitada en él—. ¿No preferirías marcharte una temporada?
—No voy a salir huyendo por una chica. Jo no puede impedir que la vea siendo vecinos y yo me quedaré cuanto me apetezca —afirmó Laurie en tono desafiante.
—Eso no es lo que haría un caballero y creo que tú lo eres. Lo lamento, pero la chica no puede evitar sentir lo que siente y lo único que puedes hacer es alejarte por un tiempo. ¿Adónde te gustaría ir?
—¡Me da igual, me trae sin cuidado lo que sea de mí! —Laurie se levantó lanzando una carcajada de desánimo que sonó como un chirrido a su abuelo.
—¡Por el amor de Dios, compórtate como un hombre y no cometas ninguna imprudencia! ¿Por qué no retomas el plan de ir al extranjero que habías abandonado?
—No puedo.
—Pero si estabas como loco por marcharte y te prometí que te dejaría ir cuando terminases la universidad.
—¡Sí, pero no tenía intención de viajar solo! —Laurie empezó a dar vueltas por la sala, inquieto, con una expresión en el rostro que por suerte su abuelo no podía ver.
—No tienes por qué ir solo. Conozco a alguien que te acompañaría encantado a cualquier lugar.
—¿De quién se trata? —Laurie se detuvo a escuchar la respuesta.
—De mí.
Laurie se acercó a él a toda velocidad, le tendió la mano y dijo con voz ronca:
—Soy un bruto egoísta pero, abuelo, has de entender…
—¡Válgame el cielo! Claro que te entiendo, he vivido esto antes, primero en mis propias carnes, de joven, y luego con tu padre. Ahora, querido muchacho, siéntate y escucha lo que tengo que decirte. Ya está todo organizado y podemos partir de inmediato —explicó el señor Laurence agarrando con fuerza a su nieto como si temiese que se fuese a escapar, como había hecho su padre antes que él.
—Está bien, ¿en qué consiste el plan? —Laurie se sentó, pero ni su expresión ni su tono denotaban el menor interés.
—He de ir a atender un negocio en Londres. Podría mandarte solo a ti, pero creo que es mejor que vaya en persona, y Brooke se puede encargar de todo por aquí. Mis socios hacen el grueso del trabajo, yo solo sigo en mi puesto a la espera de que tú estés preparado para tomar el relevo.
—Pero a ti no te gusta viajar y no te puedo pedir que hagas un esfuerzo tan grande a tu edad —empezó Laurie, que agradecía el sacrificio que su abuelo estaba dispuesto a hacer pero que, de ir, prefería hacerlo solo.
El anciano era perfectamente consciente de esto último y quería evitarlo a toda costa porque, dado el estado de ánimo en que se encontraba su nieto, no era buena idea dejar que se las apañase solo. Así, sofocando la angustia que le provocaba pensar en abandonar la comodidad de su hogar, afirmó con resolución:
—¡Por Dios, muchacho, todavía no estoy desahuciado! Me gusta la idea, me sentará bien cambiar de aires y a mis viejos huesos no les pasará nada porque, hoy en día, viajar es tan cómodo como estar sentado en una silla.
Laurie se removió inquieto, en su silla, como para indicar que él no se sentía cómodo sentado y que el plan no le parecía tan maravilloso, ante lo que el anciano añadió:
—No pretendo ser una carga. Quiero ir porque pienso que te sentirás mejor que si me dejas aquí. Por supuesto, no iré de picos pardos contigo, pero podrás moverte con total libertad sabiendo que yo lo estaré pasando bien a mi manera. En Londres tengo muy buenos amigos, y también en París. Los iré a visitar. Tú podrías ir a Italia, Alemania, Suiza o cualquier otro lugar, a disfrutar del arte, la música, el teatro, las aventuras, lo que más te apetezca.
En ese momento, Laurie sentía que no le apetecía nada y que el mundo era un desierto sin interés, pero ciertas palabras que el anciano introdujo hábilmente en su última frase reconfortaron su dolido corazón e hicieron surgir un oasis verde en medio del desierto. Suspiró y, luego, sin ánimo, añadió:
—Como quieras, me da igual adonde vaya y lo que haga.
—Pero a mí no; no lo olvides, muchacho. Te doy plena libertad, pero confío en que harás buen uso de ella. Quiero que me des tu palabra, Laurie.
—Como tú digas, abuelo.
Está bien, pensó el anciano, ahora no te importa, pero o mucho me equivoco o, llegado el momento, esta promesa te ayudará a no meterte en líos.
Siendo como era un hombre enérgico, el señor Laurence prefirió golpear el hierro cuando aún estaba al rojo vivo, es decir, antes de que el muchacho recuperase fuerzas y se volviese más rebelde. En el tiempo que duraron los preparativos, Laurie se aburrió, como suele ocurrir con los jóvenes. Estaba de mal humor, irritable y, a ratos, pensativo. Perdió el apetito, descuidó su atuendo y dedicó demasiado tiempo a tocar el piano de forma atormentada. Evitaba encontrarse con Jo, pero se consolaba observándola desde la ventana, con una expresión trágica en el rostro que atormentaba los sueños de la joven por las noches y la hacía sentirse terriblemente culpable durante el día. Como suele sucederles a quienes sufren, no volvió a hablar de aquella pasión no correspondida ni permitió que nadie, ni siquiera la señora March, le dijese unas palabras de consuelo o de apoyo. En cierto modo, eso supuso un alivio para sus amigas, pero en las semanas que precedieron a su partida todas estuvieron muy incómodas, y se alegraron de que «el pobre muchacho se alejase para olvidar y luego volviera a casa feliz». Por supuesto, aquella idea le hacía sonreír con la oscura amargura del que siente que su fidelidad y su amor son inalterables.
Cuando llegó la hora de partir, Laurie fingió estar encantado para ocultar los inoportunos sentimientos que se empeñaban en salir a la luz. Sin embargo, su supuesta alegría no convenció a nadie, aunque actuaban como si no se diesen cuenta, y él aguantó bastante bien hasta que la señora March le besó y se despidió con un susurro dulce y maternal. Laurie se emocionó, abrazó precipitadamente a todas, incluida Hannah, que estaba muy afectada, y corrió escaleras abajo como si le friese la vida en ello. Jo le siguió para despedirle, sin saber si él miraría hacia atrás. Lo hizo y, al verla, volvió sobre sus pasos, la abrazó, la miró y preguntó con un tono elocuente y dramático:
—¡Jo, querida! ¿No es posible?
—Teddy, querido, ¡ojalá lo fuera!
Eso fue todo. Tras un corto silencio, Laurie se rehízo y añadió:
—Está bien, no te preocupes. —Y se marchó sin decir nada más. Pero no estaba «bien» y Jo sí se preocupó. Porque desde aquel día en que el joven descansó su cabeza en su hombro minutos después de haber hecho la temible pregunta, ella se sentía como si hubiese apuñalado a un amigo y, cuando él se marchó, sin volver la vista atrás, supo que el Laurie que ella conocía no volvería jamás.
C
uando Jo volvió a casa, aquella primavera, se sorprendió al ver a Beth muy cambiada. Nadie comentaba nada ni parecía especialmente consciente de ese hecho, porque había sido uno de esos cambios progresivos que pasan inadvertidos a quienes ven a alguien a diario. Pero la distancia había agudizado la visión de Jo y, al ver el rostro de su hermana, le dio un vuelco el corazón. No estaba más pálida que en otoño, y solo un poco más delgada, pero tenía un extraño aspecto transparente, como si su envoltorio mortal se hubiese vuelto más fino y el brillo de su parte inmortal pudiese atravesar la delicada piel creando una belleza conmovedora, muy difícil de describir. Jo lo percibió y lo sintió, pero no comentó nada en el momento y, después, aquella primera impresión fue perdiendo importancia porque Beth estaba feliz y todo el mundo coincidía en que había mejorado mucho. Y, como Jo tenía otros asuntos en los que pensar, terminó por olvidar sus temores.