¡No era de extrañar que se rieran! Laurie miraba incrédulo a las inocentes criaturas y a sus divertidos espectadores, con los ojos como platos y una expresión de pasmo tan divertida que ni un cuáquero hubiese podido evitar desternillarse; Jo terminó sentada en el suelo, muerta de risa.
—¡Por Júpiter, pero si son gemelos! —Durante varios minutos, aquella frase fue lo único que el joven alcanzó a decir, y la repetía una y otra vez. Por fin, con un aire tan cómico que inspiraba piedad, añadió—; ¡Por favor, que alguien me quite a los niños de los brazos! ¡Ya no puedo contener más la risa y temo que se me caigan al suelo!
John rescató a sus hijos y se paseó por la sala de arriba abajo con uno en cada brazo, como si fuese un iniciado en los misterios del cuidado de los recién nacidos, mientras Laude reía hasta que se le saltaron las lágrimas.
—¿A que es la mejor broma de la temporada? No te he avisado porque quería darte una sorpresa, y estoy encantada de haberlo conseguido —dijo Jo cuando recuperó el aliento.
—Me he quedado patidifuso. ¡Qué divertido! ¿Son niños los dos? ¿Cómo los vais a llamar? Déjame que les eche un vistazo ahora. Jo, ayúdame, porque uno ya es demasiado para mí, ¡imagínate dos! —Laurie miró a los dos recién nacidos como si fuese un perro de Terranova, grande y benevolente, contemplando a dos gatitos.
—Niño y niña. ¿A que son preciosos? —dijo el orgulloso papá sonriendo mientras contemplaba a las dos criaturas, que tenían el rostro enrojecido y parecían ángeles sin alas.
—Son los críos más guapos que he visto nunca. ¿Cuál es cuál? —preguntó Laurie, muy inclinado para observar a los pequeños prodigios.
—Amy ha puesto un lazo azul al niño y otro rosa a la niña, como hacen en Francia; así es más fácil identificarlos. Además, uno tiene los ojos azules y el otro, marrones. Dales un beso, tío Teddy —dijo Jo con sorna.
—Me temo que no les gustará —repaso Laurie con una timidez poco habitual en él.
—Por supuesto que les gustará, están acostumbrados; cumpla con su deber de inmediato, señor —ordenó Jo para evitar que el joven se librase.
Laurie hizo una mueca y, obediente, dio a cada niño un besito en la mejilla con tal reparo que todos se echaron a reír y los críos se pusieron a llorar.
—¿Lo ves? ¡Sabía que no les gustaría! Fíjate, el niño se ha puesto a dar patadas y puñetazos como un auténtico hombrecito. ¡Eh, pequeño Brooke, métete con los de tu tamaño! —exclamó Laurie, divertido, al ver cómo el puñito trataba en vano de darle en el rostro.
—El niño se llamará John Laurence y la niña, Margaret, como su madre y como su abuela. La llamaremos Daisy para que no haya dos Megs en casa y supongo que al chico le llamaremos Jack, salvo que se nos ocurra un diminutivo mejor —explicó Amy con el interés propio de una tía.
—Podéis ponerle Demijohn y yo le llamaré Demi, para abreviar —elijo Laurie.
—Daisy y Demi… ¡Es perfecto! Sabía que Teddy encontraría una buena solución —exclamó Jo dando una palmada.
Y, en verdad, Teddy la encontró, porque a partir de ese momento los niños pasaron a llamarse Daisy y Demi.
—
¡
V
enga, Jo, ya es la hora!
—¿De qué?
—¿No me irás a decir que has olvidado que prometiste acompañarme a seis visitas en el día de hoy?
—He cometido muchos errores y locuras en mi vida, pero no creo que haya estado nunca tan majareta como para comprometerme a realizar seis visitas en un día, cuando necesito toda una semana para recuperarme de los efectos de una sola.
—Pues lo prometiste. Hicimos un trato; yo terminaba el retrato al carboncillo de Beth que me pediste y, a cambio, tú me acompañarías a corresponder a las visitas de nuestros vecinos.
—Te di mi palabra de acompañarte sí hacía buen tiempo y yo cumplo mi palabra como Shylock —dijo Jo, aludiendo al personaje de
El mercader de Venecia
, de Shakespeare—, pero, como veo nubes en el este, no iré.
—¡No seas remolona! Hace un día estupendo, no amenaza lluvia y tú siempre te jactas de no faltar a tus promesas, así que mantén tu palabra, ven y cumple con tu deber. Después te dejaré en paz otros seis meses.
En ese momento, Jo estaba concentrada confeccionando un vestido, como modista de la familia que era. Se enorgullecía de ser tan hábil con la aguja como con la pluma. El hecho de tener que dejar el patrón que estaba preparando para emperifollarse y salir de visita en un cálido día de julio era casi una provocación. Detestaba las visitas de compromiso y no las había hecho nunca, hasta que Amy la acorraló con aquella especie de pacto, chantaje o promesa. Llegados a ese punto, no tenía escapatoria; cerró las tijeras con fuerza, concentrando en el chasquido metálico toda su rebeldía, mientras repetía entre dientes que se acercaba una tormenta, hizo a un lado su labor, cogió el sombrero y los guantes con aire de resignación y comunicó a Amy que su víctima estaba lista.
—¡Jo March, eres tan terca que hasta un santo perdería la paciencia contigo! Supongo que no pretenderás ir de visita vestida así… —exclamó Amy mirándola perpleja.
—¿Por qué no? Llevo ropa limpia, informal y cómoda. Me parece el atuendo más adecuado para salir a dar un paseo por caminos polvorientos en un día de calor. Si a la gente le interesa más mi ropa que mi persona, no tengo el menor deseo de verlos. Puedes arreglarte por las dos e ir tan elegante como te plazca. A ti te compensa el esfuerzo, pero para mí no vale la pena; además, no me agrada emperifollarme.
—¡Santo Dios! —exclamó Amy con un suspiro—. ¡Ahora te has propuesto llevarme la contraria y hacerme perder tiempo para convencerte de que te arregles! No creas que a mí me gusta tener que pasar el día viendo a gente, pero nuestra familia tiene una deuda social con los vecinos y nos toca a ti y a mí saldarla. Mira, Jo, si te vistes bien y me ayudas a cumplir esta misión, haré lo que sea por ti. Cuando quieres, hablas tan bien, tienes un aspecto tan aristocrático y te portas tan educadamente que me siento orgullosa de ti. Me da vergüenza ir sola; por favor, acompáñame y cuida de mí.
—Eres una artista combinando halagos y argumentos para convencer a una hermana gruñona. ¡Mira que decir que puedo tener un aire aristocrático y educado, y que te da vergüenza ir sola! No sé cuál de las dos ideas resulta más absurda. Está bien, puesto que no me queda más remedio, iré y haré lo que pueda, pero tú estás al mando de esta expedición, yo me limitaré a obedecer tus órdenes ciegamente. ¿Te parece bien? —dijo Jo, que pasó bruscamente de comportarse como una terca a ser un sumiso corderito.
—¡Eres un auténtico ángel! Ve a arreglarte y yo te indicaré cómo comportarte en cada casa, para que causes una buena impresión. Quiero que la gente te valore y así será si pones un poco de tu parte para ser un poco más sociable. Hazte un peinado favorecedor y ponte una rosa en el sombrero; dará un toque de color y matizará el aire tan serio que tiene tu ropa. Coge los guantes claros y el pañuelo bordado. Pasaremos por casa de Meg y le pediremos que me preste una sombrilla blanca, así tú podrás usar la mía gris.
Amy no dejó de dar instrucciones a su hermana mientras se arreglaba y, a pesar de seguirlas al pie de la letra, Jo no dejó de expresar su disgusto. Cuando se puso el vestido nuevo de organdí, suspiró; al sujetar con un lazo perfecto su sombrero, frunció el entrecejo; al colocarse bien el cuello, se peleó abiertamente con los imperdibles, y al sacudir el pañuelo, cuyos bordados irritaban tanto su nariz como aquella misión ofendía sus sentimientos, hizo una mueca.
Por fin, después de embutir sus manos en unos guantes estrechos que tenían dos botones y una borla, expresión máxima de elegancia, se volvió hacia Amy y con cara de tonta y voz sumisa anunció:
—Me siento fatal, pero si tú crees que he quedado presentable, moriré en paz.
—Estás muy bien; date la vuelta para que pueda echarte un último vistazo. —Jo obedeció, Amy dio unos últimos retoques y, por último, ladeando un poco la cabeza, comentó alegre—; Sí, servirá, El peinado perfecto, el sombrero blanco con la rosa resulta simplemente arrebatador. Echa hacia atrás los hombros y deja las manos quietas por mucho que te molesten los guantes. Tú sí sabes llevar bien un chal, yo soy incapaz. Da gusto verte, me alegra mucho que la señora Norton te regalase este; es sencillo pero bonito, y los pliegues que forma sobre tu brazo quedan realmente bien. Dime, ¿llevo la capa torcida? Si me levanto un poco la falda, ¿queda bien? Me gusta que se me vean las botas, porque tengo unos pies muy bonitos, aunque no la nariz.
—Toda tú eres una belleza, un regalo para la vista —dijo Jo ajustando con aire experto la pluma azul que destacaba sobre la cabellera dorada de su hermana—. Por favor, señorita, explíqueme, ¿he de arrastrar mi mejor vestido por el polvo o puedo levantar la falda?
—Sujétala cuando camines y déjala caer cuando estés en el interior de la casa. Las faldas largas te favorecen más y debes aprender a arrastrar la cola de los vestidos con soltura. Te falta abotonar uno de los guantes. Hazlo ahora. Nunca estarás del todo bien sí no cuidas los detalles, porque de ellos depende la gracia del conjunto.
Jo suspiró y abotonó el guante, con lo que, por fin, ambas estuvieron listas y partieron. Asomada a la ventana de la planta de arriba, Hannah las vio marchar y pensó que ambas parecían dos princesas.
—Bien, querida Jo, los Chester son personas muy elegantes, así que debes portarte con propiedad. No hagas comentarios fuera de tono ni digas nada que suene raro, ¿de acuerdo? Muéstrate serena, algo fría y callada, ya que esa actitud, además de resultar muy femenina, nos evitará problemas. Seguro que puedes comportarte de ese modo durante quince minutos —dijo Amy mientras se acercaban a la primera casa, después de que Meg les prestase la sombrilla blanca y les pasara revista con un niño en cada brazo.
—Veamos, «serena, algo fría y callada». Sí, creo que puedo lograrlo. He hecho de mujer cursi en una obra; trataré de recordar ese papel. Soy una actriz estupenda, tendrás ocasión de comprobarlo. De modo que, querida, tranquilízate, todo saldrá bien.
Amy suspiró aliviada, pero la traviesa Jo siguió sus instrucciones demasiado al pie de la letra. En aquella primera visita, se sentó con una pose perfecta y los pliegues del vestido elegantemente dispuestos, y se mostró tan serena como el mar en verano, tan fría como la nieve y más callada que una esfinge. La señora Chester no obtuvo respuesta cuando aludió a su «encantadora novela» y las hijas probaron suerte con diversos temas —fiestas, picnics, ópera y moda— sin conseguir de Jo más que una sonrisa, un gesto de asentimiento o un escueto «sí» o «no». Amy le telegrafiaba indirectas para que hablase y le daba pataditas disimuladamente, sin resultado alguno. Jo permaneció en todo momento hierática, ajena a todo, distante e inexpresiva.
—¡Qué altiva y sosa es la mayor de los March! —oyeron comentar, por desgracia, a una de las hijas nada más cerrar la puerta. Jo rió por lo bajo mientras cruzaba el vestíbulo, pero Amy estaba muy disgustada por lo ocurrido y, con toda razón, culpó a Jo del fracaso de la empresa.
—¿Cómo has podido hacerme esto? Te pido que te comportes con dignidad y educación, y no se te ocurre más que convertirte en un trozo de piedra. En casa de los Lamb intenta ser más cordial, por favor; cuenta chismes como hacen todas las muchachas, habla de vestidos, de coqueteos y de todas las tonterías que salgan a colación. Son muchachas de buena sociedad y merece la pena estar a bien con ellas. No quiero que les causes una mala impresión.
—Seré cordial, reiré, contaré chismes y me mostraré escandalizada o admirada por cualquier estupidez que cuenten si así lo deseas. Me gusta mucho la idea. Ahora haré el papel de «joven encantadora». Sé cómo hacerlo, tomaré a May Chester como modelo, Verás cómo los Lamb comentan: «¡Qué muchacha tan agradable y divertida es esta Jo March!».
Su hermana no se quedó precisamente tranquila porque, cuando Jo se ponía a hacer el tonto, nadie sabía lo que podía ocurrir. La cara de Amy era un poema cuando la vio entrar en la sala, saludar y besar efusivamente a las todas las muchachas, sonreír con elegancia a un joven caballero y sumarse a la conversación con entusiasmo. La señora Lamb fue a buscar a Amy, que era su favorita, y la obligó a escuchar un largo relato sobre el último ataque de Lucrecia, mientras tres encantadores muchachos merodeaban cerca, a la espera de que la dama dejara de hablar para acudir al rescate de la joven, Desde donde se encontraba, Amy no podía vigilar a Jo, que parecía a punto de cometer una diablura y hablaba con tanta soltura y superficialidad como la dueña de la casa. A su alrededor se apiñaban varias personas, y Amy aguzó el oído con la esperanza de captar lo que decía. Las frases que alcanzaba a escuchar le resultaban inquietantes, los ojos abiertos y las manos alzadas de aquellos jóvenes avivaban su curiosidad y las carcajadas que su hermana arrancaba a su público le hicieron arder en deseos de participar de la diversión. Es fácil imaginar cómo sufría la pobre al escuchar fragmentos de conversación como el siguiente:
—¡Monta muy bien a caballo! ¿Quién le ha enseñado?
—Nadie; practicaba con la silla de montar y las riendas sobre la rama de un viejo árbol. Ahora puede montar cualquier cosa y nacía la asusta. El mozo del establo le deja llevarse caballos por muy poco dinero porque ella los vuelve mansos y los prepara para que las damas puedan montarlos. Disfruta tanto haciéndolo que siempre le digo que, en el peor de los casos, podría ganarse la vida domando caballos.