Los entusiastas aplausos se vieron truncados al poco de empezar cuando la cama plegable que hacía de palco se cerró de improviso y se tragó a parte del apasionado público. Rodrigo y Don Pedro corrieron en su auxilio y todas las muchachas fueron rescatadas ilesas aunque algunas se reían tanto que no podían hablar. El entusiasmo no había disminuido cuando Hannah se acercó y anunció:
—La señora March me manda a felicitarlas y les ruega que bajen a merendar.
Las actrices se llevaron una gran sorpresa. Cuando vieron la mesa puesta, se miraron estupefactas. Esperaban que Mar-mee hubiera preparado algo especial, pero no imaginaban que verían algo así en aquellos tiempos de escasez. Ante ellas había dos bandejas de helados —uno rosa y otro blanco—, pasteles, fruta, unos tentadores bombones franceses y ¡cuatro ramos de flores de invernadero!
Las jóvenes se quedaron sin aliento y miraban incrédulas hacia la mesa y, luego, a su madre, quien parecía disfrutar de lo lindo la escena.
—¿Lo han hecho unas hadas? —preguntó Amy.
—Ha sido Papá Noel —apuntó Beth.
—Es cosa de mamá —explicó Meg con su más dulce sonrisa, a pesar de llevar todavía la barba cana y las cejas blancas.
—¡La tía March ha tenido un arranque de bondad y nos ha mandado comida! —exclamó Jo, a quien acababa de ocurrírsele la idea.
—Os equivocáis todas —intervino la señora March—. Todo esto lo ha enviado el señor Laurence.
—¡El abuelo del joven Laurence! ¿Cómo se le habrá ocurrido algo así? Ni siquiera le conocemos —exclamó Meg.
—Hannah comentó a su criada lo que había sucedido esta mañana, con el desayuno. Es un anciano de buen corazón y la historia le conmovió. Conoció a mi padre años atrás y esta tarde me ha enviado una nota muy educada en la que me pedía que le permitiese mostrar su aprecio por vosotras haciéndonos llegar unas golosinas en razón del día. No podía negarme, y aquí tenéis este festín que os compensará por el pan con leche de esta mañana.
—Esto es cosa del joven, ¡seguro que la idea fue suya! Es un muchacho extraordinario y me encantaría conocerle mejor. Parece que quiere que nos acerquemos a él, pero es muy tímido y Meg, que es una remilgada, no me deja saludarle cuando nos cruzamos con él —expuso Jo mientras el helado, que empezaba a derretirse en las bandejas, pasaba de mano en mano y era recibido con exclamaciones de satisfacción.
—Os referís a los vecinos de la casa grande, ¿verdad? —preguntó una de las jóvenes—. Mi madre conoce al viejo señor Laurence y dice que es muy orgulloso y que no le gusta relacionarse con sus vecinos. Mantiene a su nieto alejado del mundo y solo le deja salir para montar a caballo o dar un paseo con su tutor. El pobre no para de estudiar. Le invitamos a una fiesta, pero no fue. Mi madre dice que es un joven muy agradable pero que nunca le ha visto hablar con ninguna chica.
—En una ocasión, nuestra gata se escapó y él vino a devolverla. Nos pusimos a charlar junto a la valla, nos lo estábamos pasando muy bien hablando sobre críquet, hasta que vio llegar a Meg y desapareció. Quiero ser su amiga, porque necesita divertirse, estoy segura —afirmó Jo con resolución.
—Me gustan sus modales y parece un joven de bien, así que no tengo inconveniente en que le conozcáis mejor si surge la ocasión. Las flores las trajo él en persona y, de no ser por el lío que teníais organizado arriba, le habría pedido que nos acompañara. Parecía triste cuando se marchó, como si oír vuestro alboroto y vuestras risas le hiciese recordar la excesiva seriedad de su vida.
—Me alegro de que no le invitases en esta ocasión, mamá —exclamó Jo mirándose las botas—. Pero organizaremos otra representación a la que sí podrá venir. Tal vez incluso quiera actuar; eso sería fantástico, ¿no os parece?
—Es la primera vez que alguien me regala flores, ¡qué hermosas son! —exclamó Meg observando el ramo con gran interés.
—Sí, son preciosas pero para mí no hay nada como las rosas de Beth —afirmó la señora March mientras olía la flor medio marchita que llevaba puesta desde la mañana.
Beth abrazó a su madre y murmuró tiernamente:
—¡Ojalá pudiera enviarle un ramo a papá! Me temo que él no estará pasando una Navidad tan feliz como nosotras.
—
¡
J
o! ¡Jo! ¿Dónde estás? —gritó Meg al pie de la escalera que conducía al desván.
—¡Aquí estoy! —contestó una voz ronca desde lo alto.
Meg subió corriendo y encontró a su hermana comiendo manzanas mientras leía
The Heir of Redcliffe
con lágrimas en los ojos, envuelta en una bufanda de lana y acurrucada en un viejo sillón de tres patas junto a una ventana por la que entraba el sol. Era el refugio preferido de Jo; el lugar al que acudía con media docena de manzanas rojas y un buen libro para disfrutar de un rato de tranquilidad en compañía de un ratoncito que vivía allí y no se asustaba al verla. Al aparecer Meg, Scrabble, el ratoncito, corrió a esconderse en su agujero. Jo se secó las lágrimas con la mano y miró a su hermana dispuesta a escuchar lo que tuviese que decirle.
—¡Mira! ¡Qué emoción! ¡Una invitación de la señora Gardiner para la fiesta de mañana por la noche! —exclamó Meg, quien blandió la preciada nota y luego procedió a leerla en voz alta con alegría infantil—. «La señora Gardiner se complace en invitar a las señoritas Margaret y Josephine March al baile que ofrecerá en la noche de Fin de Año». A Marmee le parece estupendo que vayamos. Pero ¿qué nos pondremos?
—¿A qué viene la pregunta cuando sabes que llevaremos un vestido de popelina porque no tenemos otro? —contestó Jo con la boca llena.
—¡Ojalá tuviese uno de seda! —Meg suspiró—. Mamá dice que tal vez cuando cumpla los dieciocho años pueda tener uno; pero dos años de espera me parecen una eternidad.
—Nuestros vestidos de popelina no tienen nada que envidiar a los de seda, no necesitamos más. Aunque, ahora que recuerdo, el tuyo está como nuevo, pero el mío tiene un zurcido y una quemadura. No sé cómo arreglarlo. La quemadura se nota mucho y no tengo ningún traje más.
—Permanece sentada siempre que puedas, así no se verá la parte trasera de la falda; por delante el vestido está bien. Yo estrenaré una cinta para el pelo y llevaré un broche de perlas de Marmee; tengo míos zapatos nuevos estupendos y unos guantes que, aunque no son tan bonitos como quisiera, no quedarán mal.
—Los míos están manchados de limonada y no tengo dinero para comprar unos nuevos, así que iré sin ellos —explicó Jo, a la que el atuendo no le preocupaba demasiado.
—Tienes que llevar guantes, de lo contrario, no iré a la fiesta —sentenció Meg—. Los guantes son fundamentales, no debes bailar sin ellos y, si tú no bailas, yo pasaré el rato mortificada.
—Entonces me quedaré sentada. Los bailes de sociedad no me interesan demasiado; no le veo la gracia a dar vueltas por una sala, prefiero correr y hacer cabriolas.
—No le puedes pedir a mamá unos guantes nuevos; son muy caros y tú, demasiado descuidada. Recuerdo que cuando estropeaste los anteriores te advirtió de que no te compraría ningún par más este invierno. ¿Estás segura de que no puedes arreglarlos? —inquirió Meg ansiosa.
—Podría llevarlos en la mano, sin ponérmelos, así nadie notará que están sucios; no veo otra solución. ¡Espera! Se me ocurre algo; ¿por qué no compartimos los tuyos? Podemos llevar puesto el guante en buen estado y sujetar el estropeado. ¿Qué te parece?
—Tienes las manos más grandes que yo y, si te presto uno, lo darás de sí —respondió Meg, para quien los guantes eran un asunto muy delicado.
—Entonces, iré sin ellos. Me da igual lo que opinen los demás —afirmó Jo, que volvió a coger el libro.
—¡Está bien! ¡Te lo prestaré! Pero no lo manches y compórtate como una señorita; no escondas las manos en la espalda, no mires fijamente a nadie ni digas «¡Por Cristóbal Colón!», ¿de acuerdo?
—No te preocupes por mí; estaré más tiesa que un palo y procuraré no meterme en líos. Bien, ahora ve a contestar la invitación y déjame acabar de leer esta espléndida historia.
Meg se retiró para «aceptar muy agradecida» la invitación, revisar su vestido y canturrear alegremente mientras planchaba el cuello de encaje. Entretanto, Jo terminó de leer el libro, comió las cuatro manzanas que le quedaban y correteó varias veces detrás de Scrabble.
En la noche de Fin de Año, el salón de la casa estaba desierto, pues las dos hermanas menores se divertían fingiendo ser ayudas de cámara y las dos mayores estaban enfrascadas en la importante misión de prepararse para la fiesta. Aunque los arreglos eran sencillos, hubo idas y venidas, risas y conversaciones. En un momento dado, un fuerte olor a cabello chamuscado se extendió por la casa. Meg quería que algunos rizos le cayeran sobre la cara y |o se prestó a aplicar las tenacillas calientes sobre los mechones previamente envueltos en papel.
—¿Es normal que salga tanto humo? —preguntó Beth, encaramada en lo alto de la cama.
—Eso ocurre porque el cabello está húmedo y con el calor se seca muy rápido —contestó Jo.
—¡Qué olor tan desagradable! ¡Huele a plumas quemadas! —observó Amy, que se acariciaba los hermosos rizos con aire de superioridad.
—Ya está. Ahora retiraré los papeles y aparecerá una nube de hermosos bucles —dijo Jo dejando las tenacillas.
Retiró los papeles pero, en lugar de los anunciados bucles, encontraron cabello quemado adherido al papel; la horrorizada peluquera dejó los restos chamuscados sobre el tocador frente a la víctima.
—¡Oh! ¿Qué has hecho? ¡Qué desastre! ¡Ya no podré ir al baile! ¡Mi cabello, mi cabello! —gimió Meg mirando desesperada los rizos desiguales que le caían sobre la frente.
—¡Qué mala suerte! No tendrías que haberme pedido que lo hiciera, siempre lo estropeo tocio. Perdóname, las tenacillas estaban demasiado calientes y por eso me ha quedado fatal —lamentó Jo mirando los restos quemados con lágrimas de arrepentimiento.
—Tiene arreglo; rízalo un poco más y ponte el lazo de modo que las puntas caigan un poco sobre la frente. Irás a la última moda. He visto a muchas chicas peinadas así —dijo Amy para animarlas.
—Me está bien empleado por querer arreglarme demasiado. ¡Por qué no habré dejado mi melena en paz! —gritó Meg malhumorada.
—Estoy de acuerdo, tenías un cabello liso precioso. Pero pronto volverá a crecer —dijo Beth, que se acercó a la oveja esquilada para darle un beso y confortarla.