Mujercitas (74 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

BOOK: Mujercitas
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—¿Puedo hacer de hermano mayor y preguntarte algo?

—No puedo prometer que te responda.

—Aunque tu lengua calle, tu rostro me dará la respuesta. Aún no tienes suficiente mundo para ocultar tus sentimientos, querida. El año pasado oí rumores referentes a Fred y a ti, y me da la impresión de que, de no haber tenido que regresar tan súbitamente a casa y haberse visto retenido allí tanto tiempo, vosotros… Ya me entiendes.

—No soy yo quien debe decirlo —repuso Amy, con recato, pero sus labios esbozaron una sonrisa y el brillo de sus ojos indicó claramente que era consciente de su poder y que le complacía tenerlo.

—Espero que no os hayáis comprometido. —Laurie, que se había metido totalmente en su papel de hermano mayor, hablaba con tono muy serio.

—No.

—Pero si vuelve y se arrodilla como Dios manda, le aceptarás, ¿verdad?

—Es muy posible.

—Entonces, ¿estás enamorada del bueno de Fred?

—Podría estarlo si me lo propusiera.

—Pero no te lo propondrás hasta que se dé la ocasión, ¿verdad? ¡Válgame el cielo, cuánta prudencia! Amy, es un buen muchacho, pero no creo que sea tu tipo.

—Es rico, caballeroso y tiene unos modales exquisitos —afirmó Amy tratando de mantener una actitud serena y digna a pesar de que se sentía algo avergonzada por compartir sus intenciones.

—Entiendo… Las reinas de la sociedad no pueden vivir sin dinero, así que buscas un buen partido para situarte, ¿me equivoco? Está bien pensado y es bastante acorde con los tiempos que corren, aunque me resulta extraño en boca de una de vosotras, teniendo la madre que tenéis.

—Sin embargo, es así.

Una declaración breve, pero pronunciada con una serenidad y decisión que contrastaban con la juventud de la mujer que la había hecho. Laurie lo notó de manera instintiva y volvió a tumbarse presa de una desazón que no alcanzaba a explicar. El semblante y el silencio del muchacho, así como su propia mala conciencia, hicieron que Amy se sulfurara y decidiera afearle su conducta sin más dilación.

—Te agradecería que te incorporases para hablar conmigo —espetó con acritud.

—¡Vaya con la mujercita! Oblígame, si puedes.

—Si me lo propongo, seguro que consigo que te pongas en pie —dijo Amy como si tuviese prisa por empezar.

—Entonces, tienes mi permiso —repuso Laurie, feliz de recuperar su pasatiempo favorito, fastidiar a otro, después de tanto tiempo de abstinencia.

—En cinco minutos, estarás hecho una furia.

—Yo no me enfado nunca. Y te recuerdo que dos no pelean si uno no quiere.

—No sabes de lo que soy capaz. Tu indiferencia es pura pose. Si te provoco, no aguantarás.

—Bien, provócame. No me vendrá mal un poco de diversión. Imagina que soy un marido o una alfombra; puedes sacudirme hasta que te canses si es lo que te apetece.

Amy, que estaba muy enfadada y deseada que Laurie abandonase aquella apatía que tanto la irritaba, afiló la lengua y el lápiz y empezó:

—Flo y yo te hemos puesto un mote, Laurence el Perezoso. ¿Qué te parece?

Pensó que eso le molestaría, pero él cruzó los brazos por detrás de la cabeza y, sin inmutarse, contestó:

—No está mal, señoras. Gracias.

—¿Te interesa saber qué opino de ti?

—Me muero por que me lo digas.

—Bueno, te desprecio.

Si le hubiese dicho «te odio» con tono irritado o ligero, él habría reído y hasta le habría gustado, pero la seriedad, casi tristeza de aquella voz hizo que abriese los ojos como platos y preguntase de inmediato:

—¿Y se puede saber por qué?

—Porque a pesar de tenerlo todo para ser bueno, dichoso y ayudar a otros prefieres actuar mal, ser desdichado y no hacer nada.

—Menudo lenguaje, señorita.

—Si quieres, puedo continuar.

—Por favor, no te prives. Es muy interesante.

—Pensé que te lo parecería; a las personas egoístas les encanta hablar de sí mismas.

—¿Te parezco egoísta? —La pregunta se le escapó sin querer. Estaba francamente sorprendido ya que su generosidad era la virtud de la que se sentía más orgulloso.

—Sí, un grandísimo egoísta —prosiguió Amy con voz serena y fría, que hacía que el sermón tuviese el doble de efecto que si lo hubiera pronunciado con tono airado—. Y puesto que llevo tiempo observándote mientras tú te diviertes, te explicaré por qué no estoy nada orgullosa de ti. Llevas seis meses fuera de casa y lo único que has hecho ha sido malgastar tu tiempo y tu dinero y defraudar a tus amigos.

—¿Acaso un hombre no tiene derecho a divertirse un poco después de machacarse durante cuatro años?

—No parece que te hayas deslomado y, por lo que veo, no creo que estés muy dotado para el trabajo duro. Cuando nos encontramos aquí, me dio la sensación de que habías mejorado, pero ahora comprendo que me equivoqué; no creo que valgas ni la mitad que el joven que dejé cuando me marché de casa. Te has vuelto muy perezoso, te encanta contar chismes y perder el tiempo en frivolidades. Prefieres que te adulen y mimen personas sumamente estúpidas a ganarte el aprecio y el respeto de personas preparadas. Lo tienes todo, dinero, talento, posición, salud y apostura, ¡y no eres más que un vanidoso! Es cierto, siento decirlo. Con todas las cosas estupendas que tienes para ser feliz y útil a los demás, no haces más que haraganear y, en lugar de ser un hombre de provecho como deberías, eres de menos ayuda que… —Amy se contuvo, con una expresión de tristeza y piedad en el rostro.

—San Lorenzo en la parrilla —apuntó Laurie, con ironía, acabando la frase por ella. No obstante el sermón empezaba a dar frutos, porque el joven tenía otro brillo en la mirada y su proverbial indiferencia había dado paso a una mezcla de dolor y enfado.

—Ya imaginaba que te lo tomarías a risa. Vosotros, los hombres, nos decís que somos ángeles y que podemos hacer de vosotros lo que queramos, pero, en cuanto una mujer trata sinceramente de ayudaros a mejorar, os reís de ella y no le prestáis atención, lo que indica lo poco que valen vuestros halagos —sentenció Amy con amargura, tras lo cual dio la espalda al exasperante mártir que yacía a sus pies.

Enseguida, una mano cubrió la hoja de su cuaderno, impidiéndole dibujar, y Laurie dijo con voz de niño arrepentido:

—¡Seré bueno, lo prometo, seré bueno!

Pero Amy no estaba de humor para bromas, porque pensaba todo cuanto le había dicho. Golpeó con el lápiz la mano extendida y dijo, muy seria:

—¿No te da vergüenza tener una mano así? Es tan suave y blanca como la de una mujer, parece que lo único que has hecho con ella es usar guantes de piel de la mejor calidad y recoger flores para regalárselas a las damas. Gracias a Dios, no eres un dandi y no llevas diamantes ni grandes anillos con sellos. Solo llevas el anillo que Jo te regaló hace un año. ¡Mi querida hermana! Cómo me gustaría que estuviese aquí para ayudarme.

—A mí también.

Laurie retiró la mano con presteza, y en su voz había tanta vehemencia que hasta Amy sintió la intensidad de la emoción. De pronto, le miró con otros ojos, tratando de confirmar o desmentir la idea que acababa de asaltarle. Pero él seguía tumbado, con el rostro medio cubierto con el sombrero, como si le molestase el sol, y el bigote no dejaba ver sus labios. Lo único que ella veía era su pecho subir y bajar con cada respiración, tan larga y profunda que se dirían suspiros, y la mano que llevaba el anillo, hundida en la hierba, como si pretendiese ocultar algo que le era demasiado precioso o demasiado conmovedor para hablar de ello. En cuestión de segundos, Amy recordó anécdotas y nimiedades que adquirieron un nuevo sentido y comprendió lo que su hermana nunca le había confiado. Cayó en la cuenta de que Laurie nunca hablaba de Jo y recordó la sombra que había nublado su expresión segundos antes, su cambio de actitud y la tenacidad con que seguía usando el pequeño anillo, que no era adorno para una mano tan hermosa. Las chicas entienden rápido lo que esa clase de detalles implica y conocen bien su significado. Amy ya había imaginado que la causa del cambio de su amigo podía ser un mal de amores; ahora estaba segura de ello. Los ojos se le llenaron de lágrimas y, cuando volvió a hablar, empleó su tono de voz más tierno y amable.

—Sé que no tengo derecho a hablar así, Laurie, y si no fueses el muchacho más dulce del mundo, estarías muy enfadado conmigo. Pero todas te queremos tanto y estamos tan orgullosas de ti que no podía soportar la idea de que en casa se sintiesen tan decepcionadas como yo al ver cuánto has cambiado, aunque ahora comprendo que tal vez ellas lo hubiesen entendido mejor que yo…

—Creo que sí —dijo Laurie sin levantar el sombrero, con un tono lúgubre que impresionó mucho a Amy.

—Tendrían que habérmelo advertido, en lugar de dejar que metiese la pata y te regañase cuando debía ser más paciente y comprensiva que nunca. ¡Nunca me cayó bien la señorita Randal, pero ahora la detesto! —dijo Amy hábilmente, tratando de confirmar sus sospechas.

—¡Al diablo con la señorita Randal! —exclamó Laurie descubriéndose el rostro, cuya expresión no dejaba lugar a dudas sobre los sentimientos que le inspiraba la joven dama.

—Te ruego que me disculpes, pensaba… —Amy se interrumpió, diplomática.

—No es cierto, sabes perfectamente que la única mujer que me ha interesado nunca es Jo —sentenció Laurie, con el tono impetuoso de siempre, antes de volver el rostro.

—Algo sospechaba pero, como nadie me dijo nada y tú partiste de viaje, supuse que estaba equivocada. ¿Jo no te correspondió? ¿Por qué? Hubiese jurado que te quería con locura.

—Me quería, sí, pero no en la forma que yo esperaba. Y puesto que crees que soy un hombre tan indigno, es una suerte para ella que no se enamorase de mí. De todas formas, si ahora soy como soy, es por su culpa. Se lo puedes decir cuando la veas.

A Amy le inquietó que la expresión del rostro de Laurie volviese a ser dura y amarga, porque no sabía qué bálsamo aplicar.

—He hecho mal en criticarte, no sabía qué te ocurría. Discúlpame, estaba muy enfadada. Teddy, querido, me gustaría que lo encajases mejor.

—No me llames como lo hace ella. —Laurie levantó una mano para impedir que Amy siguiese hablando con ese tono, mitad comprensivo, mitad reprobador, tan propio de su hermana—„ Veremos cómo te lo tomas cuando te ocurra a ti —añadió en voz baja, mientras arrancaba un puñado de hierbas.

—Yo lo encajaría con mayor entereza, y procuraría ganarme el respeto de la otra persona si no pudiera conquistar su amor —exclamó Amy, con la seguridad que da hablar de lo que no se ha sufrido.

En verdad, Laurie consideraba que lo había encajado especialmente bien, puesto que no se había quejado ni había pedido comprensión y se había alejado para poder olvidar sus penas. El sermón de Amy arrojaba una nueva luz sobre la situación, pues, por primera vez, sentía que descorazonarse al primer fracaso era una muestra de debilidad y de egoísmo, al igual que protegerse adoptando una actitud de indiferencia. De pronto sintió como si hubiese despertado de un sueño y no pudiese volver a dormirse. Se sentó y preguntó con voz pausada:

—¿Crees quejo me despreciaría tanto como tú?

—Si te viese en este estado, por supuesto que sí. No soporta a los perezosos. ¿Por qué no haces algo maravilloso y la conquistas?

—Me esforcé tanto como pude, pero fue en vano.

—¿Te refieres a graduarte con buenas notas? Eso era lo mínimo que cabía esperar de ti y lo hiciste más por dar una satisfacción a tu abuelo. Hubiese sido una vergüenza no aprobar después de invertir tanto tiempo y dinero. Y todos sabíamos que podías hacerlo.

—Pero el caso es que fracasé porque no conseguí quejo me quisiese —dijo Laurie, con la cabeza apoyada en la mano, en un gesto melancólico.

—No, eso no es cierto, y al final tú también te darás cuenta. Lograste algo bueno y demostraste que podías conseguir lo que te propusieses. Si te fijas un nuevo objetivo, el que sea, recuperarás la ilusión y la alegría, y tus penas serán cosa del pasado.

—Eso es imposible.

—Prueba y verás. Encogerte de hombros y decirte «Qué sabe ella de estas cosas» no te ayudará. No pretendo ser una experta, pero soy observadora y entiendo mucho más de lo que crees. Me gusta analizar la vida y las contradicciones de la gente porque, aunque no siempre las pueda explicar, me sirven de ejemplo para evitar cometer el mismo error. Nada te impide amar a Jo todos los días de tu vida, pero no permitas que eso arruine tu existencia. Desechar todos los regalos que nos brinda la vida porque no nos da el que queremos es una mezquindad. Bueno, se acabó el sermón. Sé que reaccionarás y te comportarás como un hombre, a pesar de esa muchacha con el corazón de piedra.

Ambos guardaron silencio durante unos minutos. Laurie daba vueltas al anillo en su dedo, mientras Amy retocaba el dibujo que había realizado apresuradamente mientras hablaba; luego lo colocó sobre la rodilla de su amigo y preguntó:

—¿Qué te parece?

Él lo miró y no pudo evitar sonreír ante una obra tan diestramente realizada. Un cuerpo, largo y perezoso, sobre la hierba, con una expresión lánguida, los ojos medio cerrados y, en una mano, un puro del que salía una espiral de humo que rodeaba la cabeza del joven soñador.

—¡Qué bien dibujas! —dijo grata y genuinamente sorprendido por la habilidad de la joven, tras lo que añadió, entre risas—: Sí, en efecto, soy yo.

—Así eres ahora, y así… eras antes. —Amy colocó otro dibujo al lado del anterior.

El segundo dibujo no estaba realizado con tanta maestría, pero tenía una vida y una gracia que compensaban sus muchos fallos, y evocaba tan vívidamente el pasado que el semblante del joven cambió de repente mientras lo miraba. Se trataba de un esbozo sin terminar en el que aparecía Laurie domando a un caballo. Se había quitado el sombrero y la chaqueta, y todo en su figura —la expresión decidida del rostro, la actitud de mando— denotaba energía y determinación. El hermoso animal, que acababa de rendirse, arqueaba el cuello bajo las tensas riendas, golpeaba impaciente el suelo con una pata y aguzaba las orejas, como si quisiera oír la voz de quien le había dominado las crines ondeantes del animal, el cabello al viento del jinete y su porte erguido transmitían un arrojo, una fuerza, un valor y un optimismo juvenil que contrastaban vivamente con la abúlica elegancia del retrato del
Dolce far niente
. Laurie no comentó nada pero, mientras su mirada iba de uno a otro, Amy se percató de que enrojecía y apretaba los labios, como si aceptase la lección que ella acababa de darle. Eso la satisfizo y, sin esperar que él dijese nada, explicó con su habitual tono animoso:

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