—No me gusta que me echen como si fuese un estorbo —dijo Amy, con voz dolida.
—¡Por Dios, criatura! ¡Lo hacen para que no enfermes! ¿Acaso preferirías sentirte mal?
—No, supongo que no, pero temo que ya pueda haberme contagiado porque he estado con Beth todos estos días.
—Precisamente por eso debes irte lo antes posible, para ver si te libras. Cambiar de aires te sentará bien. Y, en el peor de los casos, la enfermedad no te atacará con demasiada fuerza. Te aconsejo que te marches ahora mismo porque la escarlatina no es ninguna broma, señorita.
—Pero en casa de la tía March me aburriré y ella está siempre de mal humor —repuso bastante asustada.
—No te aburrirás porque iré a diario, te contaré cómo se encuentra Beth e iremos a dar una vuelta. La anciana me adora y me portaré lo mejor que sepa con ella para que no nos ponga trabas y podamos hacer lo que queramos.
—¿Me llevarás a pasear en el carruaje tirado por Puck?
—Tienes mi palabra de caballero.
—¿Y vendrás todos los días?
—Ya verás que sí.
—¿Y podré volver en cuanto Beth se recupere?
—En el mismo instante en que esté bien.
—¿E iremos al teatro?
—A una docena, si quieres.
—Está bien, entonces supongo que será mejor que vaya —dijo Amy de mala gana.
—¡Buena chica! Llama a Meg y explícale que te rindes —indicó Laurie, y le dio una palmada de aprobación que molestó a Amy mucho más que oírle hablar de rendición.
Meg y Jo bajaron corriendo a presenciar el milagro y Amy, que se sentía el colmo de la bondad y el sacrificio, aceptó marcharse si el doctor confirmaba la enfermedad de Beth.
—¿Cómo está nuestra querida niña? —preguntó Laurie, que sentía predilección por Beth y estaba más preocupado de lo que quería mostrar.
—Está acostada en la cama de mamá y se encuentra algo mejor. La muerte del niño la ha afectado mucho, pero creo que lo único que tiene es un constipado. Hannah dice que también lo cree, pero parece preocupada y eso me inquieta —explicó Meg.
—¡Qué dura es la vida! —exclamó Jo mesándose el cabello, nerviosa—. No hemos terminado de salir de un problema y ya estamos en otro. Si nos falta mamá, nada funciona. Me siento perdida.
—Bueno, que parezcas un erizo no ayudará. Arréglate el peinado, Jo, y decidme si queréis que le envíe un telegrama a vuestra madre o haga alguna otra cosa —dijo Laurie, que no acababa de aceptar nada bien que su amiga hubiese perdido su mayor atractivo.
—Eso es lo que me preocupa —repuso Meg—. Creo que deberíamos decirle que Beth está muy enferma, pero Hannah opina lo contrario; dice que mamá no puede dejar solo a papá y que, de informarles, solo conseguiríamos que se angustiasen. La enfermedad de Beth no durará demasiado y Hannah dice saber cómo tratarla. Mamá nos dijo que le hiciésemos caso en todo, y así lo haremos, pero no me parece buena idea.
—Yo tampoco sé qué decir; ¿por qué no le preguntas a mi abuelo una vez que el médico haya visto a Beth?
—Eso haremos. Jo, ve a buscar al doctor Bangs de inmediato —ordenó Meg—. No podemos tomar ninguna decisión hasta conocer su diagnóstico.
—Jo, quédate donde estás. Yo soy el chico de los recados de esta casa —dijo Laurie al tiempo que se ponía el sombrero.
—Pero supongo que tendrás trabajo —observó Meg.
—No, hoy no tengo nada que estudiar.
—¿Estudias en vacaciones? —preguntó Jo.
—Sigo el buen ejemplo de mis vecinas —respondió Laude mientras salía de la habitación a toda prisa.
—Tengo muchas esperanzas puestas en mi chico —comentó Jo, con una sonrisa, al verle saltar la valla como si volase.
—Sí, no lo hace del todo mal… ¡para ser un chico! —añadió Meg con desgana, porque el tema no despertaba su interés.
El doctor Bangs fue y confirmó que Beth tenía síntomas de escarlatina, pero dijo que suponía que no la tendría demasiado fuerte. Sin embargo, cuando le contaron la historia de los Hummel, se puso muy serio. En cuanto a Amy, estuvo de acuerdo en que debía marcharse de inmediato y le recetó un medicamento para prevenir cualquier peligro, tras lo cual Jo y Laurie la acompañaron a casa de la tía March, que los recibió con su característica hospitalidad.
—¿Qué queréis ahora? —preguntó mirándolos con severidad por encima de sus lentes, mientras el loro, posado en el respaldo de su silla, gritaba: «Fuera de aquí, los chicos no pueden entrar».
Laurie se fue hacia la ventana y Jo explicó a la tía lo ocurrido.
—¿Qué otra cosa se podría esperar si os dejan meter las narices en casa de los pobres? Amy se puede quedar aquí y ayudarme, si no cae enferma, lo que no dudo que ocurra… porque ya tiene mala cara. No llores, niña, me molesta mucho oír gimotear a la gente.
Amy estaba a punto de llorar, pero Laurie, sin que nadie le viera, tiró de la cola al loro Polly, que lanzó un agudo graznido y gritó: «¡Por mis botas!», con tanta gracia que la niña se echó a reír.
—¿Qué sabes de tu madre? —preguntó la anciana bruscamente.
—Papá está mucho mejor —contestó Jo intentando mantener la compostura.
—¿Ah, sí? Bueno, no creo que dure. A March siempre le faltó aguante.
—¡Ja, ja! ¡Nunca digas que no! ¡Toma rapé! Adiós, adiós —gritó Polly mientras bailaba sobre el respaldo de la silla; al final, clavó las uñas al gorro de la señora March, mientras Laurie le azuzaba por detrás.
—¡Vigila esa lengua, pajarraco maleducado! Y tú, Jo, será mejor que te vayas ya; no es propio de una señorita andar dando vueltas a estas horas con un muchacho tan atolondrado…
—¡Vigila esa lengua, pajarraco maleducado! —chilló Polly, y saltó de la silla para lanzarse a picotear al «muchacho atolondrado», que no podía dejar de reír.
No creo que pueda soportarlo, pero tendré que intentarlo, se dijo Amy cuando se quedó a solas con la tía March.
—¡Márchate de aquí, espantajo! —gritó Polly, y al oír una frase tan grosera Amy no pudo reprimir el llanto.
E
n efecto, Beth tenía la escarlatina, que la atacó con una virulencia mayor de lo que Hannah y el médico habían supuesto. Como las muchachas no entendían de enfermedades y al señor Laurence no se le permitía visitar a Beth, Hannah se encargó de su cuidado y el doctor Bangs hizo lo que pudo, aunque, al estar muy ocupado, terminó por delegar en tan excelente enfermera gran parte del trabajo. Meg se quedó en casa por miedo a contagiar a los King y se ocupó de las tareas domésticas; se sentía bastante angustiada y un poco culpable cuando escribía a su madre sin mencionar la enfermedad de Beth. No le parecía bien ocultar nada a su madre, pero esta le había pedido que obedeciera en todo a Hannah y la fiel criada no quería ni oír hablar de informar a la señora, «para que se preocupe por una pequeñez». Jo se consagró a su hermana día y noche. No era una labor ardua porque la pequeña Beth era muy paciente y soportaba el dolor sin quejarse si podía controlarlo. Sin embargo, en los ataques de fiebre más fuertes, empezó a hablar con voz ronca y entrecortada, a tocar la colcha como si estuviese ante su amado piano y a intentar cantar con la garganta tan inflamada que apenas salía sonido alguno. En una ocasión, no reconoció el rostro de quienes la rodeaban, las llamó con nombres equivocados y pidió ver a su madre entre sollozos. Jo se alarmó. Meg rogó que le permitiesen contar a su madre la verdad y Hannah dijo que lo pensaría, aunque no había peligro todavía. Una carta procedente de Washington vino a sumarse a sus cuitas, porque su madre anunciaba que el señor March había sufrido una recaída y que tardaría bastante en regresar.
¡Qué negros parecían entonces los días! ¡Qué triste y solitaria estaba la casa! Las hermanas trabajaban y vivían a la espera, con el corazón en un puño, mientras la sombra de la muerte planeaba sobre su antaño feliz hogar. Fue entonces cuando Margaret, cuyas lágrimas caían sobre su labor de aguja mientras cosía, comprendió que ciertas cosas eran mucho más valiosas que los lujos que se pagaban con dinero, y que ella había sido rica en lo que realmente bendice una vida: amor, protección, paz y salud. Fue entonces cuando Jo, que pasaba largas horas en la penumbra frente a su doliente hermana, oyendo el quejumbroso sonido de su voz quebrada, aprendió a valorar la belleza y dulzura del carácter de Beth, tomó conciencia de la profunda ternura con que la querían todas y apreció la falta de egoísmo y ambición de Beth, su entrega a los demás y su capacidad de hacer feliz a toda la familia con el ejercicio de virtudes que todo el mundo debería poseer y valorar más que el talento, la riqueza o la belleza. Y Amy, en su destierro, anhelaba estar en casa para poder ayudar a Beth, se decía que ninguna labor le parecería nunca más dura o fastidiosa y recordaba con amargura las muchas veces en que su hermana había tenido que realizar tareas que ella había desatendido. Laurie vagaba por la casa como un alma en pena, y el señor Laurence cerró el piano grande porque no quería que nada le recordase a su joven vecina, que tan gratos atardeceres le había procurado con su música. Todo el mundo echaba de menos a Beth. El lechero, el panadero, el tendero y el carnicero preguntaban por ella; la pobre señora Hummel fue a pedir perdón por su imprudencia al permitir a Beth entrar en la casa y a conseguir una mortaja para Minna. Los vecinos le enviaban mensajes de aliento y deseos de mejoría, y todos, hasta los que mejor la conocían, se sorprendieron de los muchos amigos que había hecho la pequeña y tímida Beth.
Entretanto, ella guardaba cama, con la vieja muñeca Joanna a su lado, porque ni en los peores momentos podía olvidar a su querida
protégée
. Echaba de menos a sus gatos, pero no dejó que se los llevaran para que no enfermasen, y cuando se encontraba mejor, sufría por Jo. Enviaba mensajes afectuosos a Amy, las hizo prometer que dirían a su madre que volvería a escribirle en breve y, a menudo, rogaba que le dejasen un lápiz y una hoja para enviar unas líneas a su padre, a fin de que no pensase que le había olvidado. Sin embargo, aquella fase en la que recuperaba la conciencia durante intervalos no duró demasiado; la joven pasaba horas incoherentes, temblando y sacudiéndose, pronunciando frases delirantes o caía en un sueño profundo pero nada reparador. El doctor Bangs la visitaba dos veces al día, Hannah la velaba toda la noche, Meg guardaba en el cajón de su escritorio un telegrama listo para ser enviado en cualquier momento y Jo no se separaba de Beth.
El 1 de diciembre fue un día de invierno especialmente frío, en el que el viento sopló con fuerza y la nieve cayó con furia, como si el año se preparase para morir. Aquella mañana, cuando el doctor Bangs fue a visitar a Beth, la observó detenidamente, sostuvo su ardiente mano entre las suyas unos segundos, la dejó de nuevo sobre la cama con dulzura y murmuró mirando a Hannah:
—Si la señora March puede dejar solo a su esposo, sería bueno pedirle que regresara.
Hannah asintió con un gesto, pero de sus temblorosos labios no salió una sola palabra. En cuanto Meg escuchó tan terribles palabras, se derrumbó sobre la silla, como si le fallasen las fuerzas de pronto, y Jo, tras permanecer inmóvil, pálida, durante unos segundos, corrió a la sala, cogió el telegrama que ya estaba preparado, se lo guardó en el bolso y salió para enviarlo en plena tormenta. Regresó enseguida y, mientras se quitaba el abrigo sin hacer ruido, entró Laurie con una carta en la que la señora March anunciaba que el señor March seguía mejorando. Jo leyó la noticia agradecida, pero con una expresión tan abatida que Laurie preguntó: