Laurie contuvo como pudo la risa para no ofender a su majestad, llamó a la puerta y Amy le invitó a pasar.
—Siéntate y descansa un rato mientras me quito todo esto. Luego tengo que hablar contigo de un asunto muy serio —anunció Amy una vez que hubo mostrado su esplendor y dejado en un rincón a Polly—. Este pájaro es un suplicio —prosiguió mientras se quitaba de la cabeza la montaña de tela rosa y Laurie se acomodaba en una silla—. Ayer, cuando la tía estaba dormida y yo pretendía pasar un rato tranquila, empezó a aletear y a gritar en la jaula. Fui para ver qué le pasaba y encontré una araña grande dentro. Abrí la jaula para sacarla y la araña corrió a esconderse bajo la estantería. Polly salió tras ella, se asomó a la parte de abajo de la estantería y dijo de esa forma tan divertida en la que habla y guiñando un ojo: «Querida, sal a dar una vuelta». Me eché a reír sin remedio. Polly lanzó un par de exclamaciones y despertó a la tía, que nos riñó a los dos.
—¿Aceptó la araña la invitación de nuestro viejo amigo? —preguntó Laurie bostezando.
—Sí, salió y el loro echó a correr muerto de miedo, se agarró al respaldo de la butaca de la tía y empezó a gritar «¡Atrápala, atrápala!», mientras yo hacía lo posible por cazarla.
—¡Es mentira! ¡Oh, Dios! —gritó el loro picoteando los dedos de los pies a Laurie.
—Si fueras mío, te retorcería el pescuezo, viejo incordio —protestó Laurie amenazando con el puño al animal, que ladeó la cabeza y respondió muy serio: «¡Aleluya! ¡Benditos sean los botones, querida!».
—Ya estoy lista —anunció Amy, que, tras cerrar el ropero, sacó un papel del bolsillo—. Por favor, quiero que leas esto y me digas si está bien y es legal. Sentí que debía hacerlo, porque la vida es incierta y no quiero que mi muerte desate rencillas.
Laurie se mordió los labios, se giró un poco y empezó a leer el documento, con encomiable seriedad teniendo en cuenta su contenido:
M
I ÚLTIMA VOLUNTAD Y
TESTIMENTO
Yo, Amy Curtis March, estando en plenitud de facultades mentales, doy y lego todos mis bienes personales del siguiente modo:
A mi padre, mis mejores cuadros, dibujos, mapas y obras de arte, marcos incluidos. También los cien dólares que poseo, para que haga con ellos lo que quiera.
A mi madre, toda mi ropa, salvo el delantal azul con bolsillos, también mi retrato y mi medalla, con mucho cariño.
A mí querida hermana Margaret, mi anillo de turquesa (si lo consigo), mi caja verde con el dibujo de las tórtolas, un lazo para su cuello y el retrato que le hice para que recuerde a su pequeña.
A Jo, el broche que está reparado con lacre, mi tintero de bronce —del que ella perdió la tapa— y mí precioso conejo de yeso en señal de lo mucho que me arrepiento de haber quemado su manuscrito.
A Beth (si me sobrevive), mis muñecas y mi escritorio, mi abanico, mis cuellos de lino y mis zapatillas nuevas si le quedan bien, ya que después de enfermar estará más delgada. Y, por la presente, declaro estar muy arrepentida por haberme burlado de la vieja Joanna.
A mi amigo y vecino Theodore Laurence, mi carpeta de papel maché, mi caballo de yeso, aunque dijo que no tenía cuello. También, en compensación por su ayuda en horas de aflicción, puede elegir de mis obras la que prefiera, aunque la mejor es
Muestra señora
.
A nuestro venerable benefactor, el señor Laurence, mi caja púrpura con espejo en la tapa, para que guarde en ella sus plumas y recuerde a la niña fallecida que tanto le agradece los favores hechos a su familia, sobre todo a Beth.
A mi mejor amiga Kitty Bryant, mi delantal de seda azul y mi anillo de cuentas doradas, con un beso.
A Hannah, la sombrerera que quería y mis trabajos con retales, con la esperanza de que me recuerde cuando los vea.
Ahora, habiendo repartido mis bienes de más valor, confío en que todos queden satisfechos y no se peleen a mi muerte. Perdono a todos y confío en que nos volveremos a encontrar cuando la trompeta final suene. Amén.
Firmo esta, mi última voluntad y
testimento
, a 20 de noviembre del año del Señor de 1861.
A
MY
C
URTIS
M
ARCH
Testigos: Estelle Valnor y Theodore Laurence
Este último nombre estaba escrito a lápiz y Amy explicó que debía reescribirlo a tinta y sellar el documento.
—¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Alguien te ha contado que Beth decidió repartir sus cosas? —preguntó él muy serio, mientras Amy colocaba una cinta roja, lacre y un sello frente a él.
La niña respondió a su pregunta y luego añadió con angustia:
—¿Qué has dicho de Beth?
—Lamento haber hablado pero, puesto que he empezado, te lo diré todo. Un día se sintió tan enferma que le dijo a Jo que deseaba dejar su piano a Meg, su pájaro a ti y su vieja muñeca a Jo, que la querría por ella. Dijo que sentía tener tan poco que dar; a los demás, nos dejaba mechones de su cabello y a mi abuelo, todo su amor. Pero nunca pensó en hacer testamento.
Mientras hablaba, Laurie firmó y selló el documento, y no levantó la cabeza hasta que una gruesa lágrima cayó sobre el papel. Amy le miró con preocupación, pero solo elijo:
—¿No se pueden añadir cosas a los testamentos?
—Sí, se les llama «codicilos».
—Pues pongamos uno en el mío. Quiero que corten todos mis bucles y los repartan entre mis amigas. Lo había olvidado, pero quiero que lo hagan, aunque estaré más fea.
Laurie lo añadió, sonriendo ante aquel último y gran sacrificio de Amy. Luego la entretuvo durante una hora y se interesó por sus cuitas. Cuando llegó la hora de marcharse, Amy le retuvo y susurró con labios temblorosos:
—¿Corre Beth peligro?
—Temo que sí, pero esperamos que todo salga bien. No llores, querida. —Y Laurie le pasó un brazo por los hombros en un gesto fraternal para consolarla.
Cuando se hubo marchado, Amy fue a su capillita y, sentada en la penumbra, oró por Beth con lágrimas en los ojos y el corazón dolorido, sintiendo que ni un millón de anillos de turquesa podrían consolarla por la pérdida de su dulce hermanita.
N
o encuentro palabras para explicaros el reencuentro entre madre e hijas. Son momentos muy hermosos de vivir pero muy difíciles de describir, así que lo dejaré a la imaginación de mis lectores y solo diré que la casa rebosaba de auténtica felicidad y que el tierno deseo de Meg se cumplió, porque, cuando Beth despertó de su largo y reparador sueño, lo primero que vio fue la pequeña rosa y el rostro de su madre. Demasiado débil para extrañarse por nada, sonrió y se acurrucó en aquellos amorosos brazos sintiendo que su anhelo de afecto quedaba, al fin, satisfecho. Luego volvió a dormirse, y las muchachas atendieron a la madre, que no quiso soltar aquella delgada mano que, aun en sueños, se aferraba a la suya. Hannah había preparado un estupendo desayuno para la viajera; era su forma de mostrar su alegría. Meg y Jo dieron de comer a su madre como las cigüeñas alimentan a sus crías, mientras esta relataba las últimas novedades sobre el estado del padre. Explicó que el señor Brooke se había comprometido a quedarse y cuidar del enfermo, que la tormenta había ocasionado retrasos en su vuelta a casa y el indescriptible alivio que sintió al encontrar el rostro esperanzado de Laurie tras llegar consumida por el cansancio, los nervios y el frío.
¡Qué día tan raro y tan agradable tuvieron! Fuera, todo era luz y alegría, porque la gente había salido a dar la bienvenida a la primera nevada; dentro de la casa, reinaban la calma y el silencio, porque todas dormían, fatigadas por la noche en vela. Imperaba la serenidad que acompaña a un día de domingo, y Hannah cabeceaba mientras montaba guardia ante la puerta de Beth. Con la grata sensación que produce el verse libre de una pesada carga, Meg y Jo cerraron sus fatigados ojos y descansaron como barcos que, tras una tormenta, alcanzan la seguridad de un puerto de aguas tranquilas. La señora March no se separó de Beth, durmió en una butaca, a su lado; despertaba a menudo para observarla, comprobar que no tenía fiebre y velar por ella como un avaro que recupera un tesoro perdido.
Mientras tanto, Laurie fue a animar a Amy. Relató lo ocurrido con tanta gracia que hasta la tía March se emocionó y no dijo ni una sola vez «te lo advertí». En aquella ocasión, Amy mostró gran entereza, como si los buenos pensamientos albergados en su capillita empezasen a dar fruto. Se secó las lágrimas enseguida, controló su impaciencia por ver a su madre y en ningún momento pensó en el anillo de turquesa cuando la anciana tía March convino con Laurie en que se había comportado «como una auténtica mujercita». Hasta Polly parecía impresionado; 1.a llamó «buena chica», bendijo sus botones y le rogó «sal conmigo a dar una vuelta, querida» con su tono más afable. De buena gana hubiese salido a disfrutar del sol invernal, pero al ver que Laurie se caía de sueño, por mucho que se esforzase por disimularlo, le convenció de que durmiera un rato en el sofá mientras ella escribía una nota a su madre. Empleó largo rato en hacerlo y, cuando volvió a la sala, encontró a su amigo recostado, con la cabeza apoyada en los brazos, profundamente dormido, y a la tía March, que había corrido las cortinas, sentada sin hacer nada, con una benevolencia desacostumbrada en ella.
Transcurrido un rato, empezaron a temer que el muchacho no despertase hasta la noche, y es posible que así hubiese sido de no haberle puesto en pie el grito de alegría de Amy al ver llegar a su madre. No dudo que en aquel día hubiese muchas niñas felices en la ciudad, pero estoy convencida de que ninguna lo era más que Amy cuando, sentada en el regazo de su madre, relataba sus penas y recibía consuelo y compensación en forma de sonrisas y amorosas caricias. Estuvieron juntas, a solas, en su capillita y, cuando su madre conoció el objeto de aquel rincón, no puso objeción alguna.
—Me gusta mucho la idea, querida —dijo recorriendo con la mirada el polvoriento rosario, el Nuevo Testamento, gastado por el uso, y el hermoso cuadro con su guirnalda de hojas perennes—. Está muy bien disponer de un espacio al que acudir para serenarnos cuando algo nos incomoda o preocupa. La vida está llena de momentos difíciles, pero podemos soportarlos mejor si pedimos ayuda de la forma adecuada. Creo que mi pequeña lo ha aprendido bien, ¿verdad?
—Sí, mamá, Cuando vuelva a casa haré sitio en el armario grande para poner los libros y una copla de este cuadro que he tratado de pintar. El rostro de la mujer no me ha quedado muy bien, no soy capaz de reproducir su belleza, pero el niño me ha salido mejor y estoy contenta. Me gusta pensar que nuestro Señor también fue un niño, porque eso hace que le sienta más próximo y me ayuda.