—Sí. He aprendido a reprimirlas palabras desagradables que acuden a mis labios y, cuando la tentación es demasiado fuerte, me alejo unos segundos para recordarme que no debo ser tan débil y cruel —contestó la señora March con una sonrisa y un suspiro mientras alisaba y peinaba con los dedos el revuelto cabello de Jo.
—¿Cómo aprendiste a guardar la calma? Es lo que más me cuesta, Las palabras hirientes escapan de mi boca antes de que me dé cuenta y, cuanto más digo, más me altero, hasta el punto de que me satisface decir cosas horribles y herir los sentimientos de los demás. Querida mamá, dime cómo lo haces.
—Mi madre solía ayudarme…
—Tanto como tú a nosotras —la interrumpió Jo, y le dio un beso.
—Pero la perdí cuando era poco mayor que tú y, durante años, hube de luchar sola porque era demasiado orgullosa para confesar mi debilidad a nadie más. Lo pasé muy mal, Jo, y derramé muchas lágrimas por mis fracasos; porque, a pesar de mi voluntad, parecía que nunca lo conseguiría. Entonces, conocí a tu padre y me sentí tan feliz que ser buena me resultó muy sencillo. Sin embargo, con el tiempo, cuando me vi con cuatro niñas a mi cargo, y pobre, el viejo fantasma resurgió. No soy paciente por naturaleza y no poder dar a mis hijas lo que necesitaban me hacía sufrir.
—¡Pobre mamá! ¿Qué te ayudó entonces?
—Tu padre, Jo. Él jamás pierde los nervios, nunca duda ni se queja, siempre se muestra esperanzado y trabaja de firme, de modo que me daba vergüenza no estar a su altura. Me ayudaba y me daba ánimos y me mostraba lo importante que es ser un ejemplo de virtud si queremos que nuestros hijos nos imiten. Para mí, era más fácil esforzarme pensando en vuestro bien que en el mío. Una mirada de asombro de una de vosotras al verme responder con dureza me ayudaba a recapacitar más que cualquier sermón. Y vuestro amor, respeto y confianza eran la mejor recompensa a mis esfuerzos por ser la clase de mujer capaz de servir de ejemplo.
—¡Mamá, ojalá algún día lograra ser la mitad de buena que tú! Me bastaría con eso —declaró Jo conmovida.
—Espero que logres ser mucho mejor, querida, pero debes vigilar al enemigo que anida en tu pecho, como papá le llama. De lo contrario, te llenará de congoja e incluso podría echar a perder tu vida. Lo de hoy ha sido un aviso. Tenlo presente y esfuérzate de corazón por controlar tu mal genio para que no tengas que sentir un dolor y un remordimiento mayores que los de hoy.
—Lo intentaré, mamá, de veras, pero no dejes de ayudarme y llamarme al orden antes de que salte. Recuerdo que, a veces, papá se llevaba el dedo a los labios y te miraba con mucha dulzura, y tú apretabas los labios o te ibas. ¿Era esa su forma de ayudarte?
—Sí, yo le pedí que lo hiciera y él nunca lo olvidaba. Con ese gesto discreto y una mirada amable impedía que dijera cosas desagradables.
Jo vio que las lágrimas asomaban a los ojos de su madre y que sus labios temblaban al hablar. Temiendo haber ido demasiado lejos, preguntó angustiada:
—Mamá, ¿te parece mal que os observara o que haya sacado el tema ahora? No quería ser irrespetuosa. Es que me siento tan feliz y a gusto hablando contigo de todo lo que me preocupa.
—Mi querida Jo, soy tu madre y puedes decirme lo que sea. Que mis hijas confíen en mí y sepan lo mucho que las quiero me llena de felicidad y de orgullo.
—Temía haberte entristecido.
—No, querida, pero al hablar de tu padre he recordado cuánto le echo de menos, lo mucho que le debo y cuánto me he de esmerar para que sus pequeñas estén a salvo y bien para cuando él vuelva.
—Sin embargo, no le pediste que no fuera a la guerra ni lloraste cuando se marchó. Y nunca te he oído quejarte, como si no necesitases nada —apuntó Jo, maravillada.
—Entregué a mi país, al que amo, lo mejor de mi vida y contuve el llanto hasta que él se marchó. ¿Por qué habría de quejarme cuando no hacíamos más que cumplir con nuestro deber y, al fin, eso nos haría más felices? Sí doy la impresión de no necesitar ayuda es porque cuento con el apoyo de alguien más importante que vuestro padre que me alienta y me ayuda. Hija mía, tus problemas y tentaciones no han hecho más que empezar y pueden ser muchos, pero lograrás superarlos y vencerlos si aprendes a sentir la fuerza y el amor de tu Padre Celestial como sientes los de tu padre terrenal. Cuanto más le ames y confíes en Él, más unida te sentirás a Él y menos dependerás del poder y la sabiduría humanos. Él nunca se cansa de amarnos y cuidarnos, nada le aleja de nosotros y nos proporciona la paz, la felicidad y la fuerza que necesitamos en nuestra vida. Has de creer en esto y confiar a Dios todas tus cuitas y esperanzas, tus errores y penas, del mismo modo que los compartes con tu madre.
Por toda respuesta, Jo la abrazó y, en el silencio que siguió, elevó desde su corazón la plegaria más sincera de su vida. Y es que, en esa hora triste y al mismo tiempo feliz, había conocido no solo el amargo sabor del arrepentimiento y la desesperación, sino también la dulzura de la abnegación y del dominio de sí misma. Y, de la mano de su madre, se había acercado al Amigo que brinda a los niños un amor más fuerte que el de cualquier padre, más tierno que el de cualquier madre.
Amy se removió y suspiró en sueños. Ávida de enmendar lo antes posible su error, Jo la miró con una expresión desconocida en el rostro.
—Cuando el sol se puso, estaba enfadada y pensaba que no la perdonaría jamás; hoy, de no haber sido por Laurie, ¡hubiese sido demasiado tarde! ¿Cómo he podido ser tan ruin? —dijo Jo a media voz, inclinada hacia su hermana para acariciarle el cabello, desparramado sobre la almohada y aún húmedo.
Como si la hubiese oído, Amy abrió los ojos y tendió los brazos con una sonrisa que a Jo le llegó al alma. Sin pronunciar palabra, se abrazaron por encima de las mantas y todo quedó perdonado y olvidado con un beso sincero.
—
Q
ué suerte que los niños hayan contraído el sarampión justo ahora —exclamó Meg un día de abril. Estaba en su dormitorio, preparando el baúl de viaje, rodeada de sus hermanas.
—Y qué bien que Annie Moffat no haya olvidado su promesa. Qué delicia contar con quince días de diversión —apuntó Jo, que parecía un molino de viento cada vez que doblaba una falda con sus largos brazos.
—¡Y hace muy buen tiempo! ¡Qué alegría! —añadió Beth, que separaba los lazos para el cuello de las cintas del pelo y los guardaba en su mejor estuche, que había prestado a su hermana mayor para la ocasión.
—Me encantaría ir contigo para divertirme y ponerme esta ropa tan bonita —dijo Amy, que tenía entre los labios un buen número de alfileres que iba clavando artísticamente en el acerico de su hermana.
—Me gustaría que fuésemos todas pero, como no es posible, prometo contároslo todo a mi vuelta. Es lo menos que puedo hacer después de que hayáis tenido la amabilidad de prestarme cosas y ayudarme a prepararme —dijo Meg echando una mirada a su equipaje, sencillo pero, a sus ojos, casi perfecto.
—¿Qué te dio mamá de la caja de los tesoros? —preguntó Amy, que no había estado presente cuando la señora March abrió el baúl de cedro, lleno de reliquias de un pasado lleno de esplendor, al que recurría cuando deseaba obsequiar algo especial a sus hijas.
—Un par de medías de seda, este precioso abanico tallado y una faja azul muy bonita. Yo quería usar el vestido violeta pero, como no daba tiempo a arreglarlo, llevaré mi viejo vestido de tarlatana.
—Estarás muy bien con mi falda de muselina nueva y la faja le dará el toque final. ¡Ojalá no se me hubiese roto la pulsera de coral! Te la hubiese dejado —dijo Jo, que adoraba dar y prestar sus cosas, aunque, dado que las cuidaba tan mal, estas eran prácticamente inservibles.
—En la caja de los tesoros hay un collar de perlas antiguo, pero mamá opina que las flores frescas son el adorno idóneo para una joven y Laurie ha prometido enviarme cuantas quiera —explicó Meg—. Bien, veamos, aquí está el vestido gris nuevo. Beth, ¿podrías peinarla pluma de mi sombrero? También llevo el traje de popelina para los domingos y las fiestas informales… aunque abriga demasiado para la primavera, ¿no? ¡Qué bien me hubiera venido el vestido de seda violeta! En fin…
—No te preocupes, tienes el de tarlatana para las fiestas formales y, vestida de blanco, pareces un ángel —afirmó Amy, a la que estar rodeada de tanta ropa de gala le alegraba el corazón.
—Sí, pero no es escotado ni tiene suficiente vuelo. En fin, tendrá que servir. Al vestido azul le hemos subido el dobladillo y ha quedado como nuevo. Mi chaqueta de seda no es de las que están de moda ahora y el sombrero no tiene ni punto de comparación con los de Sallie, y qué decir de la sombrilla, ¡menudo chasco! Le pedí a mamá que me comprara una negra con mango blanco, pero se olvidó y me trajo esta, verde y con un horrendo mango amarillo. No está mal, es fuerte y pulcra, pero Annie tiene una preciosa, de seda, con la punta de oro, y me va a dar mucha vergüenza abrir la mía a su lado. —Meg suspiró mirando con disgusto la pequeña sombrilla.
—Cámbiala —aconsejó Jo.
—Sería una estupidez y podría herir los sentimientos de mamá, que se ha esforzado tanto en conseguir todo esto. Prefiero no darle más importancia de la que tiene, no es más que una apreciación personal. Me consuelo pensando en las medias de seda y en los magníficos dos pares de guantes que llevo. ¡Qué detalle por tu parte haberme dejado los tuyos, Jo! Me siento tan rica y elegante con un par nuevo, y el viejo, limpio. —Para animarse, Meg miró de nuevo el estuche de los guantes—. Annie Moffat adorna con lazos rosas o azules sus sombreros de noche. ¿Me puedes coser uno en el mío? —preguntó a Beth, que llegaba con una pila de blancas muselinas recién lavadas que Hannah acababa de entregarle.
—No lo hagas. Un sombrero de noche demasiado engalanado no quedará bien con un vestido sencillo y sin encaje como el tuyo. Las muchachas pobres no deben adornarse demasiado —apuntó Jo con convicción.
—Me pregunto si alguna vez tendré la suerte de lucir un vestido con encaje y un sombrero con cintas —comentó Meg con impaciencia.
—El otro día dijiste que estarías contenta si simplemente pudieras ir a casa de Annie Moffat —le recordó Beth con su habitual calma.
—¡Tienes razón! Está bien, estoy contenta y no me quejaré más. Parece que cuanto más nos dan, más queremos, ¿no? Bueno, ya está todo listo y guardado, salvo el vestido de fiesta, que lo reservo para mamá —observó Meg, que, más animada, miró el baúl medio vacío y el vestido de tarlatana blanco, infinitas veces planchado y cosido, al que se refería como «vestido de tiesta» con aire importante.
Al día siguiente hizo buen tiempo y Meg partió, radiante, a vivir dos semanas de novedades y placeres. La señora March había dudado si dejarla ir, porque temía que Margaret volviese a casa todavía más inconforme con la suerte de la familia. Sin embargo, la joven había insistido mucho y Sallie se había comprometido a cuidar bien de ella. Además, después de trabajar todo el invierno, era justo que disfrutase un poco. Así pues, la madre cedió y Meg se dispuso a conocer de primera mano el sabor de una vida acomodada.
Los Moffat eran una familia muy acomodada y, de entrada, la humilde Meg se sintió algo intimidada por el esplendor de la casa y la elegancia de sus ocupantes. Pero eran muy amables, a pesar de llevar una vida muy frívola, y sabían cómo lograr que sus huéspedes se sintiesen a gusto. A Meg no le parecieron ni excesivamente cultos ni demasiado inteligentes y, sin saber bien por qué, se dijo que, a pesar del brillo de su fortuna, no podían disimular que estaban hechos de una materia bastante corriente. Por supuesto, era un placer disfrutar del lujo, desplazarse en un carruaje elegante, vestir sus mejores trajes a diario y no hacer nada salvo divertirse, Era lo que había soñado. No tardó en imitar los modales y la forma de hablar de sus anfitriones, adoptar un aire pomposo, intercalar frases en francés, rizarse el cabello, ceñirse la cintura y hablar de moda a todas horas. Cuanto más veía las cosas bonitas de Annie Moffat, más la envidiaba y más suspiraba por ser rica. Su casa le parecía un lugar desnudo y triste, su trabajo, más duro que nunca, y se sentía como una joven indigente, muy desgraciada, a pesar de sus guantes nuevos y sus medías de seda.
Sin embargo, no disponía de mucho tiempo para compadecerse de sí misma, puesto que las tres amigas se dedicaban en cuerpo y alma a divertirse. Salían de compras, paseaban, montaban a caballo y hacían visitas durante todo el día; iban al teatro y a la ópera y ofrecían fiestas en casa, ya que Annie contaba con muchos amigos a los que le gustaba recibir y entretener. Sus hermanas mayores eran unas damiselas muy elegantes y una de ellas estaba comprometida, lo que a Meg le parecía muy romántico e interesante. El señor Moffat era un anciano caballero regordete y alegre, que conocía al padre de Meg, y su esposa, una señora igualmente regordeta y alegre, que se encariñó con Meg tanto como lo había hecho su hija. Todo el mundo la cuidaba tanto que «Daisy», como habían dado en llamarla, estaba a un paso de perder la cabeza.
La noche de la fiesta informal, Meg descubrió que su traje de popelina era del todo inapropiado porque las demás jóvenes lucían ropa más ligera e iban muy arregladas. Así pues, rescató el traje de tarlatana, que parecía más viejo, soso y gastado que nunca al lado del flamante vestido de Sallie. Meg notó que las demás observaban su atuendo y, luego, se miraban entre sí, y se ruborizó; y es que, a pesar de su carácter dulce, ella era muy orgullosa. Nadie comentó nada al respecto, pero Sallie se ofreció a peinarla, Annie, a anudar su faja y Belle, la hermana prometida, alabó la blancura de sus brazos. Sin embargo, Meg sintió que le dispensaban tales atenciones porque se apiadaban de ella por ser pobre. Se quedó aparte, viendo con tristeza cómo las demás reían y charlaban, se acicalaban y revoloteaban como vaporosas mariposas. Su malestar y su amargura rozaban la cota más alta cuando uno de los sirvientes les llevó una caja de flores. Annie la abrió antes de que nadie pudiera decir nada y se oyeron exclamaciones de admiración por la belleza de las rosas, el brezo y los helechos que contenía.