—Deben de ser para Belle. George siempre le envía flores, pero estas son francamente preciosas —afirmó Annie con un suspiro.
—Son para la señorita March —aclaró el sirviente—. Venían con esta nota —añadió tendiendo la tarjeta a Meg.
—¡Qué gracia! ¿De quién pueden ser? No sabíamos que tuvieses un enamorado —exclamaron las muchachas revoloteando alrededor de Meg, sorprendidas y muertas de curiosidad.
—La tarjeta es de mi madre y las flores las envía Laurie —se limitó a explicar Meg, feliz al ver que su vecino se había acordado de ella.
—¡Vaya! —exclamó Annie con una expresión divertida, mientras Meg se guardaba la nota en el bolsillo, como un talismán contra la envidia, la vanidad y el falso orgullo; las escasas pero cariñosas palabras que su madre le había hecho llegar la habían animado mucho, y la belleza de las flores le había devuelto el buen humor.
Nuevamente feliz, o casi, separó unos helechos y unas rosas y, con el resto, preparó delicados ramilletes y se los ofreció a sus amigas para que se adornasen el escote, el cabello o la falda. Clara, la hermana mayor de Annie, dijo que era «la joven más dulce que había visto nunca», y todas se mostraron encantadas con su pequeña atención. De algún modo, aquella muestra de amabilidad marcó el final de su abatimiento, y cuando las demás fueron a que la señora Moffat les diese el visto bueno, Meg vio unos ojos brillantes y risueños en el espejo mientras se adornaba el cabello rizado con helechos y prendía rosas en su vestido, que ya no le parecía tan gastado.
Aquella noche, se divirtió mucho porque bailó cuanto quiso; todos fueron muy amables con ella y recibió tres cumplidos. Annie la obligó a cantar y alguien comentó que tenía una voz prodigiosa; el mayor Lincoln preguntó quién era «aquella muchacha lozana de ojos bellos», y el señor Moffat insistió en bailar con ella porque, como comentó divertido, «se movía con gracia, como si tuviese un muelle». Así pues, lo pasó muy bien, hasta que llegó a sus oídos parte de una conversación que la perturbó sobremanera. Estaba sentada en el invernadero, aguardando a su pareja de baile, que había ido a buscarle un helado, cuando oyó una voz al otro lado del seto de flores preguntar:
—¿Cuántos años tiene?
—Yo diría que dieciséis o diecisiete —contestó otra voz.
—Qué magnífico partido para una de esas chicas, ¿no te parece? Según Sallie, se han hecho muy amigos y el viejo las adora.
—Supongo que la señora March tendrá planes al respecto y sabrá jugar sus cartas, aunque aún es pronto. Es evidente que la muchacha ni siquiera ha pensado en eso —afirmó la señora Moffat.
—Mintió sobre la nota de su madre, como si se diera cuenta de lo que pasaba, y se ruborizó al ver las flores. ¡Pobrecilla! Si vistiese con más elegancia sería preciosa. ¿Crees que se ofendería si le prestásemos un vestido para el jueves? —preguntó una tercera voz.
—Es orgullosa, pero no creo que le importe porque ese anticuado vestido de tarlatana es todo lo que tiene. Puede que esta noche se le rasgue un poco. De ser así, tendríamos la excusa perfecta para ofrecerle otro más adecuado.
—Veremos qué ocurre. Invitaré al tal Laurence, en atención a ella, y así podremos divertirnos un poco.
En ese momento apareció la pareja de Meg, que la encontró colorada y bastante inquieta. La joven se valió de su orgullo para ocultar la vergüenza, la rabia y el disgusto que la conversación había despertado en ella; y es que, por inocente y confiada que fuese, había entendido perfectamente el sentido de los cotillees de sus amigas. Intentó olvidar el incidente, pero no fue capaz, ya que las frases «supongo que la señora March tendrá planes al respecto», «mintió sobre la nota de su madre» y «anticuado vestido de tarlatana» le venían constantemente a la memoria, hasta el punto de que sintió el impulso de llorar y volver corriendo a casa para contar su problema y pedir consejo. Puesto que eso no era posible, optó por simular una falsa alegría y, como estaba muy alterada, lo hizo tan bien que nadie sospechó lo mucho que se esforzaba. Se alegró de que la fiesta terminara y de poder, al fin, meterse en la cama para pensar hasta que le doliese la cabeza, hacerse preguntas, enfadarse y refrescar con lágrimas sus ardientes mejillas. Aquellas palabras, disparatadas pero bienintencionadas, le habían descubierto un mundo nuevo y habían roto la paz que reinaba en el anterior, en el que, hasta ese momento, había vivido feliz como una niña. Su inocente amistad con Laurie se veía manchada por las necias teorías que había oído sin querer; su fe en su madre flaqueaba un poco por culpa de los planes que le había atribuido la señora Moffat, que pensaba que todo el mundo era como ella, y su sensata decisión de contentarse con el sencillo vestuario que podía permitirse la hija de un hombre pobre había perdido fuerza por la innecesaria piedad de unas jóvenes que pensaban que un vestido anticuado era la mayor calamidad que podía sufrir alguien.
Aquella noche, la pobre Meg no descansó nada y, cuando se levantó, muy triste y con los ojos hinchados, se sentía irritada con sus amigas y avergonzada por no haber hablado con franqueza y aclarado las cosas. Todo el mundo estaba adormilado aquella mañana y, hasta las doce, las muchachas no tuvieron fuerzas para sacar sus labores de aguja. Meg notó enseguida algo que le extrañó; sus amigas la trataban con más respeto, pensó, se interesaban por lo que decía y la miraban de una forma que dejaba traslucir su curiosidad. Su actitud la sorprendió y halagó, pero no entendió a qué se debía hasta que la señorita Belle, que estaba escribiendo, levantó la vista del papel y dijo con tono sentimental:
—Daisy, querida, le hemos enviado una invitación a tu amigo, el señor Laurence, para la fiesta del jueves. Queríamos conocerle y tener un detalle contigo.
Meg se sonrojó pero, movida por el deseo malicioso de burlarse de aquellas muchachas, dijo con timidez:
—Sois muy amables, pero no creo que venga.
—¿Por qué no,
chérie
? —preguntó Belle.
—Es demasiado viejo.
—Querida niña, ¿qué quieres decir? ¿Cuántos años tiene? —inquinó la señorita Clara.
—Cerca de setenta, creo —contestó Meg, con la mirada clavada en las puntadas que daba para ocultar su regocijo.
—¡Qué picara eres! Nos referimos al joven señor Laurence, claro está —exclamó la señorita Belle entre risas.
—No hay tal. Que yo sepa, en la casa solo está Laurie, que es un niño. —Meg se echó a reír también al ver las miradas de extrañeza que intercambiaron las hermanas cuando describió a su supuesto amante.
—Debe de tener tu edad —dijo Nan.
—Más bien la de mi hermana Jo. Yo cumpliré diecisiete en agosto —afirmó Meg meneando la cabeza.
—¡Qué amable por su parte mandarte flores! ¿No te parece? —apuntó Annie haciéndose la entendida.
—Sí, suele enviarnos flores a todas; su jardín está siempre lleno y sabe que nos gustan mucho. Mi madre y el viejo señor Laurence son amigos, así que es bastante natural que nosotros, siendo niños, juguemos juntos. —Meg esperaba que no añadieran nada más.
—Es evidente que Daisy no está por la labor todavía —comentó la señorita Clara a Belle con un gesto.
—Tiene una visión bucólica e inocente de la situación —repuso Belle encogiéndose de hombros.
—Voy a salir a hacer algunas compras para las niñas; ¿necesitáis algo, jovencitas? —preguntó la señora Moffat, que entró en la sala caminando pesadamente, como un elefante, envuelta en seda y encajes.
—No, gracias, señora —respondió Sallie—. He traído un vestido de seda rosa nuevo para la fiesta del jueves y no me hace falta nada.
—A mí tampoco… —Meg se interrumpió de pronto porque había varias cosas que necesitaba y no podía permitirse comprar.
—¿Qué te pondrás el jueves? —preguntó Sallie.
—Mi viejo vestido blanco, si puedo remendarlo para que quede presentable; por desgracia, la otra noche se me rasgó —dijo Meg, que trató de resultar natural aunque se sentía muy incómoda.
—¿Por qué no le pides a tu madre que te envíe otro? —propuso Sallie, que no era una joven muy observadora.
—No tengo más. —A Meg le costó un gran esfuerzo decirlo, pero Sallie no se dio ni cuenta y exclamó, sorprendida pero con tono amable:
—¿Solo tienes ese? Qué raro…
No terminó la frase, porque Belle la miró meneando la cabeza y observó con dulzura:
—Yo no lo veo raro; ¿por qué iba a tener muchos vestidos si apenas sale? Aunque tuvieras media docena más, Daisy, no habría necesidad de pedir que te los trajeran. Yo tengo uno de seda azul que me queda pequeño y me encantaría que te lo pusieras. ¿Me harás ese favor, querida?
—Eres muy amable, pero no me importa usar un vestido viejo, si a ti no te importa; creo que es suficiente para una niña como yo —dijo Meg.
—No, por favor, me apetece mucho verte elegante. Te ayudaré encantada y, con unos pequeños retoques aquí y allá, estarás espectacular. No dejaré que te vea nadie hasta que hayamos terminado y, entonces, entraremos en el baile como Cenicienta y su hada madrina —propuso Belle en un tono muy persuasivo.
Meg no podía rechazar una oferta tan bondadosa. El deseo de ver si en verdad podía convertirse en una joven atractiva la decidió a aceptar, y olvidó su antiguo malestar con los Moffat.
La tarde del jueves, Belle y su criada se encerraron junto con Meg para convertir a esta en toda una dama. Le rizaron el cabello, le pusieron talco perfumado en el cuello y los brazos, le aplicaron en los labios pomada de coralina, para que quedasen más rojos, y Hortense hubiese añadido un «
soupçon
de carmín» pero Meg se negó en redondo. La embutieron en un vestido azul cielo tan ceñido que apenas podía respirar y con un escote tan bajo que se ruborizó al verse en el espejo. Le prestaron también un juego de pulsera, collar, broche y pendientes de plata, que Hortense ató con un hilo de seda rosa prácticamente invisible. Adornaron su pecho con un ramillete de capullos de rosas, un
ruche
hizo que la idea de lucir sus blancos y hermosos hombros fuera más llevadera para Meg, y un par de botas de tacón de seda azul le parecieron un sueño hecho realidad. Un pañuelo de encaje, un abanico de plumas y un ramillete con un soporte de plata completaron el atuendo. Belle la contempló con la misma satisfacción que experimenta una niña cuando acaba de vestir a su muñeca.
—
Mademoiselle
está
charmante, très jolie
, ¿verdad? —exclamó Hortense aplaudiendo con una irrefrenable emoción.
—Vayamos a que te vean las demás —propuso Belle, y la condujo hasta la sala en la que esperaban sus amigas.
Cuando Meg salió tras ella, arrastrando su larga falda, con los pendientes tintineando, los bucles ondeando y el corazón acelerado, se dijo que, al fin, le había llegado el momento de pasar un buen rato. Al verse en el espejo, había observado que, en efecto, parecía una hermosa damita. Sus amigas repitieron esa misma expresión con entusiasmo y, por un instante, como la grajilla de la fábula, disfrutó de las plumas prestadas mientras las demás cotorreaban como urracas.
—Nan, mientras me visto, explícale cómo moverse con la falda y los tacones para que no tropiece. Clara, prende tu mariposa de plata en esa cinta blanca para el cuello y esconde ese tirabuzón que asoma por la izquierda, pero con cuidado de no estropear mi hermosa obra —indicó Belle antes de marcharse a toda prisa, muy complacida con el éxito obtenido.
—No me atrevo a bajar. Me siento muy extraña y tiesa, medio desnuda —confesó Meg a Sallie cuando sonó la campanilla que indicaba el inicio del baile y la señora Moffat las mandó llamar.
—No pareces tú, pero estás preciosa. A tu lado, ni se me ve. Belle tiene un gusto exquisito y te ha vestido a la última, pareces una auténtica francesa, te lo garantizo, Deja el ramillete un poco más suelto, no estés tan pendiente de las flores y procura no tropezar —dijo Sallie, esforzándose por no sentirse mal porque Meg estuviese más guapa que ella.
Margaret bajó con cuidado por las escaleras, recordando en todo momento la advertencia de su amiga, y entró en la sala de estar, en la que la familia Moffat estaba reunida con los primeros invitados. No tardó en descubrir que la ropa elegante ayuda a atraer a cierta clase de personas y granjea respeto. Varias jovencitas que no le habían hecho el menor caso antes se mostraron súbitamente interesadas por su persona; algunos jóvenes que, en la otra fiesta, se habían contentado con mirarla de reojo pidieron que se la presentaran y no cesaron de piropearla, y varias damas mayores que, sentadas en los sofás, se dedicaban a criticar a los demás preguntaron quién era con cierto interés. Oyó que la señora Moffat contestaba a una de ellas: