Todas bebieron satisfechas y, para comenzar el experimento, pasaron el resto del día descansando. A la mañana siguiente, Meg no se despertó hasta las diez; desayunar sola no fue de su agrado y el comedor, además de estar vacío, tenía un aspecto descuidado, porque Jo no había llenado los floreros, Beth no había limpiado el polvo y Amy había dejado sus libros esparcidos por doquier. Lo único que seguía pulcro y agradable era el «rincón de Marmee», que conservaba el aspecto de siempre. Meg se sentó allí para leer y descansar aunque, en realidad, se dedicó a bostezar y pensar en los bonitos vestidos que compraría con su sueldo. Jo pasó la mañana con Laurie, en el río, y por la tarde leyó con lágrimas en los ojos
Un ancho, ancho mundo
, encaramada en el manzano. Beth empezó a ordenar el contenido del armario grande, donde vivía la familia de muñecas, pero pronto se cansó y lo dejó todo manga por hombro para irse a tocar el piano, feliz de no tener que lavar ningún plato. Amy arregló su emparrado, se vistió con su mejor traje blanco y se sentó bajo la madreselva a dibujar, con la esperanza de que alguien la viese y se preguntase quién era aquella joven artista. Como no se acercó nadie, salvo una araña curiosa que examinó con interés su obra, se fue a dar un paseo, le sorprendió un chaparrón y volvió a casa calada hasta los huesos.
A la hora del té, intercambiaron impresiones y todas estuvieron de acuerdo en que había sido un día delicioso, aunque se les había hecho más largo de lo habitual. Meg, que había salido de compras por la tarde y regresado con una muselina azul fantástica, descubrió, tras cortar la tela, que no se podía lavar, lo que la contrarió bastante. Jo se había quemado la piel de la nariz mientras remaba en el río y, de tanto leer, ahora le dolía la cabeza. Beth estaba preocupada por el desorden del armario y por lo mucho que le estaba costando aprender tres o cuatro canciones a la vez. Amy, por su parte, lamentaba que el chaparrón le hubiese estropeado el vestido, porque la habían invitado a una fiesta en casa de Katy Brown al día siguiente y ahora, al igual que Flora McFlimsy, no tenía nada que ponerse. Pero todo eso no eran más que nimiedades y las muchachas aseguraron a su madre que el experimento iba estupendamente. Ella sonreía, no decía nada y, con la ayuda de Hannah, hacía el trabajo que ellas habían desatendido para que fuese un lugar acogedor y todo funcionase como era debido. Resultaba desconcertante la situación, incómoda y peculiar, a que estaba dando lugar su voluntad de «descansar y disfrutar». Cada día parecía más largo que el anterior y el tiempo era más inestable que de costumbre, al igual que el carácter de las muchachas, que se sentían inquietas. Satán encontró un terreno abonado para sembrar malentendidos. Meg dejó de coser y, al sobrarle tiempo, se aburrió tanto que empezó a estropear sus vestidos en su afán de renovarlos al estilo Moffat. Jo leía hasta que se le cansaba la vista y empezaba a estar harta de libros; eso le agrió tanto el carácter que ni siquiera el bueno de Laurie pudo evitar discutir con ella, lo que sumió a la joven en un estado de desánimo tan grande que llegó a arrepentirse de no haberse ido con la tía March. Beth lo llevaba mejor porque, de vez en cuando, olvidaba la consigna de «todo juego y nada de trabajo» y retomaba alguna de sus tareas habituales. Sin embargo, el ambiente que se respiraba en la casa acabó por afectarle, su calma se vio perturbada en más de una ocasión, hasta el punto de que un día llegó a zarandear a su querida muñeca Joanna y llamarla «espantajo». Amy lo pasaba peor que ninguna porque contaba con menos recursos propios. Cuando sus hermanas la dejaron a sus anchas y hubo de jugar sola y cuidar de sí misma, descubrió que su propia afectación era una pesada carga. No le gustaban las muñecas, los cuentos de hadas le parecían demasiado infantiles y no podía pasarse el día dibujando, por mucho que le gustara. Las fiestas y los picnics ya no despertaban su interés, a menos que estuvieran muy bien organizados.
—Si viviese en una casa llena de compañeras estupendas o pudiese viajar, el verano sería fantástico; pero quedarme en casa con tres hermanas egoístas es muy duro y pone a prueba mi paciencia —se quejó la señorita Malaprop tras varios días consagrados al ocio, la despreocupación y el
ennui
.
Ninguna quería reconocer que estaba cansada del experimento pero, el viernes por la noche, todas suspiraron aliviadas en secreto, pensando que la semana estaba a punto de terminar. La señora March, que estaba de muy buen humor, decidió llevar la lección al extremo y rematar el experimento con un final adecuado. Así pues, concedió el día libre a Hannah para que las chicas conocieran el resultado de un sistema de vida basado en el entretenimiento.
Cuando las muchachas se levantaron el sábado por la mañana, no había fuego encendido en la cocina, ni desayuno sobre la mesa del comedor, ni rastro de su madre.
—¡Válgame el cielo! ¿Qué habrá ocurrido? —exclamó Jo mirando alrededor con espanto.
Meg corrió escaleras arriba y bajó de nuevo enseguida, más tranquila pero también perpleja e incluso algo avergonzada.
—Mamá no está enferma, sino muy cansada. Dice que se va a quedar todo el día en su habitación, reposando y que hagamos lo que podamos. Todo esto es muy raro, esta actitud no es propia de mamá. Dice que ha tenido una semana muy difícil y me ha pedido que nos ocupemos de nosotras en lugar de quejarnos.
—Es fácil y me gusta la idea. Me muero de ganas de hacer algo… quiero decir., de buscar un nuevo entretenimiento… Ya me entendéis —se apresuró a añadir Jo.
De hecho, todas se sintieron muy aliviadas ante la perspectiva de poder ocuparse en algo útil y se pusieron manos a la obra llenas de buena voluntad. Sin embargo, no tardaron en comprobar que Hannah tenía razón cuando afirmaba que «las labores del hogar no son ninguna broma». La despensa estaba llena de comida y, mientras Beth y Amy ponían la mesa, Meg y Jo prepararon el desayuno, maravilladas de que las sirvientas considerasen duro el trabajo.
—Aunque mamá me ha dicho que no nos preocupemos por ella, le subiré algo de desayuno —dijo Meg, que se sentó presidiendo la mesa y se sentía muy maternal detrás de la tetera.
Prepararon una bandeja y se la subieron a su madre antes de empezar a desayunar, con los mejores deseos de la cocinera. El té estaba amargo, la tortilla francesa, quemada, y las galletas tenían grumos de bicarbonato, pero la señora March agradeció la comida y no rió con ganas hasta que Jo se hubo retirado.
¡Pobrecillas, mucho me temo que van a pasar un mal día! Pero no les hará ningún daño y les vendrá bien, se dijo, y se dispuso a comer unos manjares más apropiados que había preparado ella misma con antelación, después de vaciar los platos del horrendo desayuno. No quería herir los sentimientos de sus hijas mostrando su desaprobación.
En la planta de abajo se oyeron muchas quejas y se criticó con dureza a la cocinera.
—No importa, yo prepararé la comida y haré de criada. Tú puedes ser la señora de la casa, mantendrás tus manos cuidadas, vigilarás a los demás y darás instrucciones —dijo Jo, que sabía todavía menos que Meg de asuntos culinarios.
Meg aceptó agradecida la amable oferta y se retiró a la sala, que medio adecentó escondiendo los papeles bajo el sofá y cerrando las persianas para que no se viese el polvo. Jo, con una gran fe en sus capacidades, y deseosa de borrar los efectos de su discusión, dejó una nota en el buzón para invitar a Laurie a comer.
—Sería conveniente que miraras qué puedes preparar para comer antes de invitar a nadie —advirtió Meg al enterarse del amable pero impulsivo gesto de Jo.
—Oh, tenemos carne en conserva y patatas de sobra; iré a comprar espárragos y una langosta para darnos un «capricho», como dice Hannah. También hay lechuga, de modo que prepararé una ensalada. No tengo idea de cómo hacerla, pero seguiré la receta. De postre comeremos pudin blanco con fresas. Y, por último, café. Creo que eso quedará muy elegante.
—Jo, no te compliques demasiado porque, que yo sepa, aparte del pan de jengibre y el almíbar, nunca has hecho nada que se pueda comer. Yo me lavo las manos con respecto a la comida y, puesto que has decidido invitar a Laurie sin consultar con nadie, creo que es justo que tú te encargues de atenderle.
—Solo te pido que seas amable con él y me eches una mano con el pudin blanco. Si no sé hacer algo me ayudarás, ¿verdad? —preguntó Jo bastante dolida.
—Sí, claro, pero yo tampoco sé demasiado. Solo sé hacer pan y alguna tontería más. Y más vale que le pidas permiso a mamá antes de comprar nada —dijo Meg, prudente.
—Por supuesto. ¡Ya pensaba hacerlo, no soy tonta! —Y Jo se marchó, molesta por las dudas que su hermana albergaba con respecto a su capacidad.
—Compra lo que necesites y no me molestes; voy a comer fuera y no me puedo encargar de nada de la casa —explicó la señora March cuando Jo fue a hablar con ella—. Las tareas domésticas no son de mi agrado y he decidido tomarme el día libre para leer, escribir, visitar a amigos y distraerme un poco.
La inusitada visión de su activa madre cómodamente sentada en la mecedora hizo que Jo se sintiera como si se hubiera producido un fenómeno de la naturaleza; de haber habido un eclipse, un terremoto o una erupción volcánica no se habría sentido tan extrañada.
Todo esto es muy raro, se dijo mientras bajaba por las escaleras. Oigo a Beth llorar; eso es señal inequívoca de que algo anda mal en la familia. Si Amy la está molestando, la voy a sacudir.
Malhumorada, echó a correr hacia la sala, donde encontró a Beth llorando por su canario Pip, que yacía muerto en la jaula, con las patas lastimosamente extendidas como si implorase la comida cuya falta le había provocado la muerte.
—Es culpa mía… Me olvidé de él… No tenía ni agua ni comida… ¡Oh, Pip! ¡Pip! ¿Cómo he podido ser tan cruel contigo? —se lamentó Beth, que colocó al pobre animal sobre la palma de su mano como si esperase que reviviese.
Jo examinó sus ojos entrecerrados, puso un dedo sobre su corazón y, viendo que estaba frío y tieso, meneó la cabeza y ofreció su caja de dominó como ataúd.
—Ponlo en el horno; tal vez con el calor reviva —apuntó Amy, esperanzada.
—Lo he matado de hambre y ahora no pienso cocerlo. Le haré una mortaja y lo enterraré. Jamás volveré a tener pájaros. ¡Oh, mi Pip! No merezco su compañía, soy demasiado mala —murmuró Beth, sentada en el suelo, con el pajarito entre las manos.
—Oficiaremos el funeral esta tarde y asistiremos todas. Vamos, Betty, no llores más. Es una pena, pero esta semana todo ha salido del revés. Pip se ha llevado la peor parte del experimento. Prepara la mortaja y ponlo en mi caja; después de comer le organizaremos un bonito entierro —propuso Jo, sintiéndose como un empleado de pompas fúnebres.
Mientras sus hermanas consolaban a Beth, Jo se dirigió a la cocina, confusa y descorazonada. Se puso un gran delantal y se dispuso a trabajar. Cuando había apilado los platos para lavarlos, recordó que el fuego estaba apagado.
—¡Menudo panorama! —musitó mientras abría la puerta del fogón para remover las cenizas.
Una vez encendido el fuego, puso agua a hervir y decidió ir al mercado. El paseo le devolvió el buen humor; regresó a casa satisfecha por haber obtenido buenos precios, después de comprar una langosta pequeña, unos espárragos viejos y dos cajas de fresas verdes. Cuando llegó, el fogón estaba al rojo vivo. Hannah había dejado masa de pan reposando, Meg la había puesto a fermentar y se había olvidado de vigilarla. Meg estaba en la sala, charlando con Sallie Gardiner, cuando la puerta se abrió y apareció una figura manchada de harina, con el rostro encendido y el cabello alborotado, que preguntó con tono áspero:
—Dime, ¿cuando el pan se sale del recipiente quiere decir que ya ha fermentado lo suficiente?
Sallie se echó a reír; Meg asintió con la cabeza y arqueó las cejas cuanto pudo, lo que hizo que aquella aparición se desvaneciese y se fuera a poner la masa a hornear sin más dilación. La señora March echó un vistazo aquí y allá y se fue a la calle, no sin antes consolar a Beth, quien cosía la mortaja para su canario, que reposaba en el interior de la caja de dominó, Al ver cómo el gorro gris de su madre desaparecía tras la esquina, a las muchachas les invadió una extraña sensación de desamparo, que se convirtió en desesperación cuando, minutos después, la señorita Crocker se invitó espontáneamente a comer. Era una dama solterona, delgada, de tez amarillenta, nariz aguileña y mirada inquisitiva, que se fijaba en todo y cotilleaba sobre todo cuanto veía. A las muchachas no les caía bien, pero les habían enseñado a ser amables con ella porque era pobre y vieja y tenía pocos amigos. Así pues, Meg le cedió la butaca e hizo lo que pudo por distraerla, mientras la anciana se dedicaba a hacer preguntas, lo criticaba todo y contaba chismes sobre sus conocidos.