—«Su amigo y humilde servidor, James Laurence», y te lo ha escrito a ti. Cuando se lo cuente a mis amigas, no me van a creer —apuntó Amy, que seguía impresionada por la carta.
—¡Pruébalo, querida! Veamos cómo suena el piano de mí niñita —rogó Hannah, que compartía con la familia penas y alegrías.
Beth tocó y todas convinieron en que nunca habían oído un piano que sonase mejor. Era evidente que lo acababan de afinar y restaurar pero, por perfecto que fuera, el encanto de la escena estaba en los rostros radiantes de felicidad que rodeaban a Beth mientras esta tocaba las hermosas teclas blancas y negras y accionaba los brillantes pedales.
—Tienes que ir a darle las gracias —dijo Jo en broma, porque no creía que su hermana pequeña fuese capaz de hacerlo.
—Sí, ya lo había pensado. Supongo que será mejor ir ahora, antes de que tenga tiempo de pensar y me entre el miedo. —Y para asombro de toda la familia, Beth salió al jardín, cruzó el seto y llamó a la puerta del señor Laurence.
—¡Que me muera ahora mismo si esto no es lo más increíble que he visto en mi vida! El piano la ha trastornado. En su sano juicio, nunca se hubiese atrevido —exclamó Hannah, sin quitar ojo a la niña, mientras las demás parecían haber enmudecido de asombro ante semejante milagro.
De haber visto lo que Beth hizo a continuación, se hubiesen sorprendido aún más. Lo creáis o no, fue hasta el estudio y llamó a la puerta sin darse tiempo para pensar. Cuando una voz ronca dijo «Adelante», entró y se acercó al señor Laurence, que parecía tan perplejo como la propia familia de Beth. La niña le tendió la mano y dijo con voz trémula:
—He venido a darle las gracias, señor, por… —No pudo terminar la frase porque la mirada del anciano le resultó tan entrañable que olvidó el discurso que había preparado; lo único que podía recordar era que el caballero había perdido a una nieta muy querida, por lo que se abrazó a su cuello y le dio un beso.
Si el tejado de la casa hubiese salido volando en ese instante, el anciano no habría sentido un asombro mayor. Pero le gustaba. ¡Oh, sí! ¡Le gustaba muchísimo! Aquel beso, dado con toda confianza, le enterneció tanto que, por unos instantes, olvidó su carácter arisco; sentó a la pequeña sobre sus rodillas y juntó su rugosa mejilla a la de ella, rosada, y sintió que volvía a estar con su nieta. Desde ese día, Beth no volvió a tener miedo del anciano y solía sentarse a charlar con él, con total confianza, como si le conociese de toda la vida. El amor expulsa al miedo y la gratitud doblega al orgullo. El anciano la acompañó hasta la puerta de su casa, le estrechó la mano cordialmente y se tocó el sombrero antes de regresar a la suya, muy erguido y con paso majestuoso, como el caballero elegante y de porte marcial que era.
Al ver la escena, Jo bailó y brincó como muestra de satisfacción; Amy casi se cae de la ventana de puro asombro, y Meg se llevó las manos a la cabeza y exclamó:
—¡Parece que el mundo se ha vuelto loco!
—
E
ste muchacho es un auténtico cíclope, ¿no? —dijo Amy, un día, al ver a Laurie a lomos de un caballo. El joven agitó el látigo a modo de saludo al pasar.
—¿Cómo te atreves a decir eso cuando tiene dos ojos? Y bien bonitos, por cierto —protestó Jo, que saltaba en cuanto se hacía un comentario negativo de su amigo.
—No he dicho nada de sus ojos, y no veo por qué tienes que alterarte cuando simplemente alababa su forma de montar.
—¡Ay, Dios! Qué tonta eres. Le has llamado cíclope queriendo decir centauro —dijo Jo soltando una sonora carcajada.
—Bueno, no es necesario que seas tan desagradable. Como dice el señor Davis, ha sido un
lapsus lingui
—explicó Amy acabando de matar de risa a Jo con su latín—. Me gustaría tener algo del dinero que Laurie gasta en su caballo —añadió, como si hablara para sí, pero con la esperanza de que sus hermanas la oyeran.
—¿Por qué? —preguntó Meg con tono amable al ver que Jo seguía riéndose de la segunda metedura de pata de Amy.
—¡Me hace mucha falta! Tengo un montón de deudas y hasta dentro de un mes no recibiré mi asignación.
—¿A qué deudas te refieres, Amy? —preguntó Meg, muy seria.
—Debo por lo menos una docena de limas confitadas y no podré pagarlas hasta que tenga dinero, y mamá me ha prohibido comprar nada a cuenta en la tienda.
—Explícame eso. ¿Ahora se han puesto de moda las limas? Antes nos peleábamos por conseguir trozos de goma para fabricar pelotas. —Meg intentaba mantener la compostura, porque Amy había adoptado una actitud muy solemne y sería.
—Bueno, todas las niñas las compran y, si no quieres que te tomen por tacaña, tienes que hacer lo mismo. Es como si no hubiese nada más, todas las niñas las chupan en sus pupitres y las cambian a la hora del patio por lápices, sortijas de vidrio, muñecas de papel o cualquier otra cosa. Si una niña te cae bien, le regalas una lima; si estás enfadada con ella, te comes una delante de sus narices y no le ofreces probarla. Nos invitamos unas a otras. Yo he recibido muchas invitaciones pero no he podido corresponder y debo hacerlo porque son deudas de honor, ¿sabéis?
—¿Cuánto necesitas para pagar tus deudas y recuperar tu buen nombre? —preguntó Meg sacando su monedero.
—Con un cuarto de dólar tendría suficiente y aún me quedarían unos centavos para invitaros a vosotras. ¿Os gustan las limas?
—No demasiado; puedes quedarte con mi parte. Toma el dinero y aprovéchalo bien porque no nos sobra, ya lo sabes.
—¡Oh, gracias! Debe de ser maravilloso tener dinero para gastos. Me daré un festín porque llevo toda la semana sin probar una sola lima. Me daba vergüenza pedir que me invitaran porque no podía devolver el favor, y ahora me muero por comer una.
Al día siguiente, Amy llegó bastante tarde a la escuela, a pesar de lo cual no pudo resistir la tentación de mostrar, con disculpable orgullo, el paquete de papel marrón húmedo que llevaba antes de guardarlo en el fondo del pupitre. En los siguientes minutos, corrió el rumor de que Amy March tenía veinticuatro limas deliciosas (ya había comido una por el camino) e iba a compartirlas; sus amigas respondieron colmándola de atenciones exageradas. Katy Brown la invitó allí mismo a su próxima fiesta; Mary Kingsley insistió en prestarle su reloj hasta la hora del patio, y Jenny Snow, la sarcástica jovencita que tanto se había mofado de Amy por su falta de limas, enterró el hacha de guerra y se ofreció a ayudarla a hacer algunas sumas especialmente complicadas. Pero Amy tenía muy presentes los mordaces comentarios de la señorita Snow sobre «ciertas personas que, a pesar de tener la nariz chata, huelen las limas ajenas y, a pesar de ser engreídas, olvidan su orgullo para pedirlas» y destruyó su esperanza con un mensaje telegráfico desalentador: «No te esfuerces en ser amable, no te voy a dar ninguna».
Coincidió que aquella mañana el colegio recibió la visita de un personaje distinguido que alabó los mapas de Amy, por lo bien dibujados que estaban. La señorita Snow se enfureció al ver que su enemiga recibía tal honor, y la señorita March se mostró más ufana que un joven pavo real. Pero, por desgracia, tras el orgullo viene la caída, y la vengativa señorita Snow consiguió volver las tornas y dar pie al desastre. En cuanto la visita se hubo despedido, tras los acostumbrados elogios, Jenny, con la excusa de querer hacer una pregunta, comunicó al profesor, el señor Davis, que Amy March tenía limas confitadas en su pupitre.
El señor Davis había declarado ilegales las limas y había anunciado que utilizaría públicamente la férula con la primera persona que descubriera contraviniendo la ley. Hombre tenaz, había logrado, tras una encarnizada guerra, desterrar la goma de mascar, había hecho una hoguera con las novelas y los periódicos confiscados a las alumnas, había desarticulado un servicio de correos privado, había prohibido las muecas, los motes y las caricaturas y había hecho todo lo que estaba en su mano por mantener a cincuenta niñas rebeldes a raya. Es cierto que los niños ponen a prueba la paciencia de los adultos, pero las niñas son infinitamente más difíciles, sobre todo para un hombre nervioso, de carácter tiránico y con menos dotes pedagógicas que el doctor Blimber. El señor Davis tenía amplios conocimientos de latín, griego, álgebra y demás ciencias, por lo que se le consideraba un buen profesor; los modales, la moralidad, los sentimientos y el ejemplo no se consideraban relevantes. Aquel era un pésimo momento para denunciar a Amy y Jenny lo sabía. Estaba claro que el señor Davis había tomado un café demasiado cargado aquella mañana, soplaba un viento de levante que empeoraba su habitual dolor de cabeza y sus alumnas no le habían dejado en tan buen lugar como esperaba. En resumen, se podría decir, con más claridad que elegancia, que el señor Davis estaba de un humor de perros. El término «limas» fue la chispa que encendió la mecha. Se puso rojo de ira y golpeó la mesa con tal saña que Jenny volvió a su asiento con una rapidez inusitada.
—Jovencitas, presten atención, por favor.
El tono severo de la orden hizo que los murmullos cesaran y cincuenta pares de ojos azules, negros, grises y marrones miraron obedientes a aquel rostro terrible.
—Señorita March, acérquese a mi mesa.
Amy se levantó con aparente calma, pero secretamente aterrada, con el peso de las limas sobre su conciencia.
—Traiga las limas que guarda en su pupitre —añadió el profesor. La orden la pilló tan desprevenida que se detuvo en seco.
—No se las lleves todas —susurró su compañera, una jovencita con gran presencia de ánimo.
Amy dejó seis limas en el pupitre y llevó las restantes a la mesa del señor Davis, convencida de que si aquel hombre tenía alma no podría resistirse a su dulce aroma. Por desgracia, el señor Davis no soportaba el olor de la fruta confitada, por lo que la repugnancia se sumó a la ira.
—¿Es esto todo?
—No exactamente —balbució Amy.
—Traiga el resto de inmediato.
La niña lanzó una mirada de impotencia a sus compañeras y obedeció.
—¿Seguro que no quedan más?
—Yo nunca miento, señor.
—Ya veo. Ahora coja estos dulces asquerosos, de dos en dos, y tírelos por la ventana.
Todas las alumnas suspiraron, con lo que se creó una especie de suave brisa en el aula, al ver volar sus esperanzas de saborear un manjar que habían imaginado en sus labios. Roja de vergüenza y rabia, Amy repitió doce veces aquel gesto terrible, y cada vez que un jugoso y apetecible par de limas caía de sus manos, se oían gritos de júbilo en la calle, lo que no hacía sino empeorar la angustia de las muchachas, que sabían que los niños irlandeses, sus enemigos declarados, disfrutarían de aquel festín. Aquello era demasiado; las alumnas miraban indignadas y deprimidas al inexorable Davis e incluso una, especialmente aficionada a las limas, se echó a llorar.
Cuando Amy hubo arrojado el último par, el señor Davis se aclaró la garganta y dijo en tono solemne:
—Señoritas, recuerden lo que dije la semana pasada. Lamento este incidente, pero no tolero que nadie infrinja mis normas y jamás falto a mí palabra. Señorita March, extienda la mano.
Amy abrió los ojos sobresaltada y, tras esconder las manos en la espalda, lanzó una mirada de súplica a su profesor, mucho más elocuente que cualquier discurso. El «viejo Davis», como le llamaban, la apreciaba mucho, y sospecho que hubiese roto su palabra encantado de no haber sido porque otra alumna, indignada, no pudo reprimir un silbido de protesta. El silbido, aunque discreto, irritó al irascible caballero y sentenció a la culpable.
—¡La mano, señorita March! —dijo en respuesta a su muda petición de clemencia.
Como era demasiado orgullosa para llorar o implorar perdón, Amy apretó los dientes, echó hacia atrás la cabeza con aire desafiante y soportó estoicamente los golpes en la palma de la mano. No fueron muchos ni demasiado fuertes, pero eso carecía de importancia. Nadie le había pegado nunca hasta entonces y, a sus ojos, la humillación era tan grave como si la hubiesen arrojado al suelo de un manotazo.