Authors: Eiji Yoshikawa
—Eh, abuela —gritó—. Se me ha terminado el mijo. Primero lléname esta taza, ¿quieres?
El saco que tendió a la arrugada anciana que trabajaba en la cocina podría haber contenido media fanega. Ella le replicó también a gritos:
—¡Ojo con lo que dices, mendigo! Hablas como si te debiéramos algo.
—¡Menudo descaro tienes para empezar! —dijo un sacerdote que estaba fregando platos—. El superior se apiadó de ti y por eso te damos comida, pero no seas insolente. Cuando pidas un favor, hazlo cortésmente.
—No estoy mendigando. Le di al sacerdote la bolsa que me dejó mi padre. Contiene dinero, mucho dinero.
—¿Y cuánto podría dejarle a su hijo un mozo de caballos que vivía en el quinto pino?
—¿Vais a darme el mijo o no?
—Ya empezamos de nuevo. Pero mírate, hombre. Estás loco si obedeces las órdenes de ese necio rōnin. ¿De dónde ha salido, al fin y al cabo? ¿Quién es? ¿Por qué ha de comerse tus alimentos?
—Eso no es asunto tuyo.
—Humm. ¡Cavando en esa planicie yerma donde jamás habrá un campo ni un huerto ni nada de nada! Toda la aldea se ríe de vosotros.
—¿Quién te ha pedido consejo?
—No sé qué clase de dolencia tiene ese rōnin en la cabeza, pero debe de ser contagiosa. ¿Qué esperas encontrar ahí? ¿Un puchero lleno de oro, como en un cuento de hadas? Aún no levantas dos palmos del suelo y ya estás cavando tu propia tumba.
—Calla y dame el mijo. ¡Vamos, dámelo ahora mismo!
El sacerdote todavía bromeaba a costa de Iori un par de minutos después cuando algo frío y viscoso le golpeó el rostro. Al ver qué era abrió unos ojos como platos: un sapo verrugoso. Gritó y se abalanzó sobre Iori, pero apenas le había agarrado por el cuello cuando llegó otro sacerdote para anunciar que el muchacho debía ir de inmediato a la habitación del samurai.
El superior del templo también había oído la conmoción, y fue apresuradamente a la cocina.
—¿Ha causado alguna molestia a nuestro invitado? —preguntó, preocupado.
—No. Sado sólo ha dicho que quería hablar con él. También desea darle unos dulces.
El superior cogió a Iori de la mano y, sin más dilación, lo llevó personalmente a la habitación de Sado.
Cuando el chico estuvo tímidamente sentado al lado del sacerdote, Sado le preguntó su edad.
—Trece años.
—¿Y quieres ser samurai?
—Así es —respondió Iori, asintiendo vigorosamente.
—Muy bien. Entonces ¿por qué no te vienes a vivir conmigo? Al principio echarías una mano en las tareas domésticas, pero más adelante haría de ti un aprendiz de samurai.
Iori sacudió la cabeza en silencio. Sado, creyendo que el chico sentía vergüenza, le aseguró que su ofrecimiento iba en serio.
El muchacho le miró enojado.
—Me han dicho que querías darme unos dulces. ¿Dónde están?
El superior del templo palideció y le dio una palmada en la muñeca.
—No le riñas —dijo Sado en tono reprobador. Le gustaban los niños y tendía a consentirlos—. Tiene razón. Un hombre debe mantener su palabra. Que traigan los dulces.
Cuando los trajeron, Iori empezó a guardárselos en el kimono. Un tanto desconcertado, Sado le preguntó:
—¿No vas a comértelos aquí?
—No, mi maestro me está esperando en casa.
—Ah, ¿de modo que tienes un maestro?
Sin molestarse en dar una explicación, Iori salió corriendo de la estancia y desapareció a través del jardín.
Su comportamiento le pareció a Sado de lo más divertido. No fue del mismo parecer el superior del templo, el cual hizo dos o tres reverencias, tocando el suelo con la frente, antes de ir a la cocina en pos de Iori.
—¿Dónde está ese mocoso insolente?
—Ha cogido su saco de mijo y se ha ido.
Aguzaron el oído, pero sólo oyeron un chirrido discordante. Iori había arrancado una hoja de un árbol e intentaba improvisar una tonada. Ninguna de las pocas canciones que conocía parecía salirle bien. La saloma de los mozos de caballos era demasiado baja, las canciones del festival Bon demasiado complicadas. Finalmente se decidió por una melodía parecida a la música de la danza sagrada que se celebraba en el santuario local. Eso le iba bien, pues le gustaban las danzas, a las que su padre le había llevado a veces para que las viera.
Hacia la mitad del camino de Hōtengahara, en un lugar donde dos arroyos se unían para formar un río, se sobresaltó de improviso. La hoja se desprendió de su boca, junto con una rociada de saliva, y de un salto se ocultó entre los bambúes al lado del camino.
Sobre un tosco puente había tres o cuatro hombres que conversaban en voz baja. «Son ellos», dijo Iori entre dientes.
Vibró en sus oídos una amenaza que acababa de recordar. En aquella región, cuando las madres reñían a sus hijos, solían decirles: «Si no eres bueno, los diablos de la montaña vendrán y se te llevarán». La última vez que se presentaron fue en el otoño de dos años atrás.
A unas veinte millas de allí, en las montañas de Hitachi, se levantaba un templo dedicado a una deidad de la montaña. En los siglos anteriores, la gente había temido tanto a aquel dios que las aldeas se turnaban para hacerle ofrendas anuales de grano y mujeres. Cuando le llegaba el turno a una comunidad, los habitantes habían reunido su tributo e ido al santuario en una procesión a la luz de antorchas. Transcurrió el tiempo, y cuando resultó evidente que el dios era en realidad sólo un hombre, se volvieron negligentes en la entrega de sus ofrendas.
Durante la época de las guerras civiles, el llamado dios de la montaña se había dedicado a recoger su tributo por la fuerza. Cada dos o tres años, un grupo de bribones, armados con alabardas, lanzas de caza, hachas, cualquier cosa que pudiera aterrorizar a los pacíficos aldeanos, descendía primero sobre una comunidad y luego sobre la siguiente, llevándose todo aquello de lo que se encaprichaban, incluidas esposas e hijas. Si sus víctimas oponían resistencia, el saqueo iba acompañado de asesinato.
Con el último ataque de aquellos hombres todavía vivo en su memoria, Iori se agazapó en el monte bajo. Un grupo de cinco sombras llegaron corriendo al puente a través del campo. Entonces, entre la bruma nocturna apareció otro pequeño grupo y otro más, hasta que se hubieron reunido entre cuarenta y cincuenta bandidos. Iori contuvo la respiración y se quedó mirándolos fijamente mientras ellos debatían un curso de acción. No tardaron en llegar a una decisión. Su jefe dio una orden y señaló la aldea. Los hombres se alejaron a toda prisa como un enjambre de langostas.
Poco después desgarró la bruma una gran cacofonía: aves, ganado, caballos, los gemidos de la gente, jóvenes y ancianos.
Iori decidió en seguida pedir ayuda a los samurais que se alojaban en el Tokuganji, pero en cuanto abandonó su refugio entre los bambúes, le llegó un grito desde el puente:
—¿Quién está ahí?
No había visto a los dos hombres que se habían quedado atrás, montando guardia. El muchacho tragó saliva y puso pies en polvorosa, pero sus cortas piernas no podían competir con las de aquellos adultos.
—¿Adonde crees que vas? —le gritó el hombre que primero le dio alcance.
—¿Y tú quién eres?
En vez de echarse a llorar como una criatura, lo cual tal vez habría desconcertado a sus captores, Iori arañó los fornidos brazos que le aprisionaban, tratando de liberarse.
—Nos ha visto a todos juntos. Iba a decírselo a alguien.
—Vamos a darle una paliza y luego lo arrojaremos a un arrozal.
—Tengo una idea mejor.
Llevaron a Iori al río, lo tiraron a la orilla de un empujón y, saltando tras él, lo ataron a uno de los postes del puente.
—Bueno, ya nos hemos librado de él. —Los dos rufianes volvieron a ocupar sus puestos de guardia en el puente.
La campana del templo sonó a lo lejos. Iori contempló horrorizado las llamas que se alzaban de la aldea y daban al agua un color rojo como la sangre. Los lloros de los bebés y los lamentos de las mujeres se acercaban cada vez más. Las ruedas retumbaron en el puente. Media docena de bandidos conducían carretas de bueyes y caballos cargados con el botín.
—¡Gentuza asquerosa! —gritó una voz masculina.
—¡Devuélveme a mi mujer!
La refriega en el puente fue breve pero feroz. Los hombres gritaban, las armas producían un estrépito metálico, se oyó un chillido y un cadáver ensangrentado cayó a los pies de Iori. Un segundo cuerpo se desplomó en el río y le roció la cara de agua y sangre. Uno tras otro los campesinos cayeron desde el puente, seis en total. Los cuerpos subieron a la superficie y flotaron lentamente corriente abajo, pero uno de los hombres, que aún no había muerto, se aferró a los juncos y hundió los dedos en la blanda tierra hasta que sacó medio cuerpo del agua.
—¡Tú! —le dijo Iori—. Desata esta cuerda. Iré en busca de ayuda. Me encargaré de que seáis vengados. —Entonces gritó a voz en cuello—: Vamos, desátame. Tengo que salvar la aldea.
El hombre yacía inmóvil.
Tirando de las ataduras con todas sus fuerzas, por fin Iori logró aflojarlas lo suficiente para agacharse y empujar el hombro del herido con el pie.
El hombre quedó boca arriba. Tenía la cara cubierta de barro y sangre, y la mirada apagada y vacua. Intentó arrastrarse un poco más y, con su última onza de fuerza, desató los nudos. Cuando la cuerda quedó suelta, se desplomó sin vida.
Iori miró con cautela arriba y se mordió el labio. Allí había más cuerpos. Pero la suerte estaba de su parte. Una rueda de carreta se había hundido a través de una tabla podrida. Los ladrones, ocupados en desatascarla, no repararon en que el muchacho huía.
Al darse cuenta de que no podría llegar al templo, Iori avanzó de puntillas en las sombras hasta llegar a un lugar lo bastante somero para cruzar la corriente. Cuando llegó a la otra orilla, se encontró en el borde de Hōtengahara. Recorrió la milla restante hasta la cabaña como si un rayo le chamuscara los talones.
Cuando estaba cerca del otero donde se levantaba la cabaña, vio que Musashi estaba fuera, contemplando el cielo.
—¡Ven en seguida! —le gritó.
—¿Qué ha ocurrido?
—Tenemos que ir a la aldea.
—¿Es ahí donde hay fuego?
—Sí. Los diablos de la montaña han vuelto a bajar.
—¿Diablos?... ¿Bandidos?
—Sí, por lo menos cuarenta de ellos. Date prisa, por favor. Tenemos que rescatar a los aldeanos.
Musashi entró en la cabaña y salió un instante después con sus dos espadas. Mientras se ataba las sandalias, Iori le dijo:
—Sígueme y te mostraré el camino.
—No, tú quédate aquí.
Iori no podía dar crédito a sus oídos.
—Es demasiado peligroso.
—No tengo miedo.
—Serías un estorbo.
—¡Ni siquiera sabes cuál es el camino más corto!
—El fuego es la única guía que necesito. Ahora sé un buen chico y quédate aquí.
—Sí, señor.
Iori asintió obedientemente, pero con un profundo recelo. Volvió la cabeza hacia la aldea y observó sombríamente a Musashi, que corría en dirección al resplandor rojizo.
Obligadas a avanzar en fila, las mujeres atadas gemían y gritaban. Los implacables bandidos las empujaban hacia el puente.
—¡Basta de armar escándalo! —gritó un bandido.
—Os portáis como si no supierais caminar. ¡Moveos!
Cuando las mujeres se resistían a seguir adelante, los rufianes las azotaban. Una mujer cayó, arrastrando a otras consigo. Un hombre cogió la cuerda, las obligó a levantarse y gruñó:
—¡Perras testarudas! ¿De qué os quejáis? Quedaos aquí y trabajaréis el resto de vuestras vidas como esclavas por un poco de mijo. ¡Miraos, no tenéis más que piel y huesos! Estaréis mucho mejor divirtiéndoos con nosotros.
Eligieron uno de los animales de aspecto más saludable; cargado con el pesado botín, ataron a él la cuerda y le dieron una fuerte palmada en la grupa. La fláccida cuerda se tensó de repente y nuevos gritos llenaron el aire mientras las mujeres eran obligadas bruscamente a reanudar la marcha. Las que caían eran arrastradas y sus rostros rozaban el suelo.
—¡Alto! —exclamó una—. ¡Me vais a arrancar los brazos!
Una oleada de risas estridentes se extendió entre los malhechores. En aquel momento el caballo y las mujeres se pararon en seco.
—¿Qué sucede?... ¡Hay alguien ahí delante!
Todos trataron de escudriñar la oscuridad.
—¿Quién está ahí? —rugió un bandido.
La sombra silenciosa que caminaba hacia ellos empuñaba una hoja blanca. Los bandidos, adiestrados para ser sensibles a los olores, reconocieron al instante el que notaban ahora..., el de la sangre que goteaba de la espada.
Mientras los hombres que iban delante retrocedían desmañadamente, Musashi midió la fuerza enemiga. Contó doce hombres, todos de músculos prominentes y aspecto brutal. Tras recobrarse de la sorpresa inicial, aprestaron sus armas y adoptaron posturas defensivas. Uno de ellos corrió blandiendo un hacha. Otro, provisto de una lanza de cazador, se aproximó en diagonal, manteniendo el cuerpo bajo y apuntando a las costillas de Musashi. El del hacha fue el primero en caer.
—¡Aaaaagh! —Pareció como si se hubiera cortado la lengua con los dientes. Dio unos pasos zigzagueantes y cayó al suelo.
—¿No me conocéis? —les preguntó Musashi con voz vibrante—. Soy el protector del pueblo, un mensajero del dios que vigila esta aldea. —Mientras hablaba, con un veloz y certero movimiento arrebató la lanza al hombre que se le acercaba de costado y la arrojó violentamente al suelo.
Se abalanzó contra los bandidos y éstos le atacaron en masa. Musashi tuvo que emplearse a fondo parando las estocadas y golpes que le llegaban de todas partes, pero después de la primera oleada, cuando los hombres todavía luchaban con confianza, tuvo una buena idea de lo que seguiría. No se trataba del número de atacantes, sino de la cohesión y el autodominio de éstos.
Al ver que un hombre tras otro se convertían en proyectiles sanguinolentos, los bandidos no tardaron en mantener cada vez mayores distancias, hasta que por fin fueron presa del pánico y perdieron toda apariencia de organización.
Musashi aprendía incluso mientras luchaba, adquiriendo una experiencia que luego incorporaría a métodos concretos, utilizables por una fuerza pequeña contra otra mayor. Era una lección valiosa que no podía aprender en la lucha con un solo adversario.
Sus dos espadas permanecían envainadas. Durante años había practicado la técnica de apoderarse del arma de su contrario y volverla contra él. Ahora llevó el estudio a la práctica, arrebatando la espada al primer hombre con el que se enfrentó. El motivo que le impulsaba a actuar así no estribaba en que su propia espada, a la que consideraba como su alma, era demasiado pura para que la ensuciara la sangre de malhechores comunes, sino que actuaba de una manera práctica: contra un surtido tan abigarrado de armas, una hoja podría desportillarse e incluso romperse.