Musashi (133 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Uno de los hombres preguntó indignado:

—¿Estáis diciendo que fuisteis diez y ese hombre mató por sí solo a la mitad?

—Me temo que sí. Ni siquiera pudimos acercarnos a él.

—Pero Murata y Ayabe estaban considerados como nuestros mejores espadachines.

—Fueron los primeros en caer. Yosobei consiguió regresar aquí a pura fuerza de voluntad, pero cometió el error de beber agua antes de que pudiéramos impedírselo.

Se hizo un sombrío silencio. Como estudiantes de ciencia militar, les interesaban los problemas de logística, estrategia, comunicaciones, inteligencia y así sucesivamente, pero no las técnicas del combate cuerpo a cuerpo. La mayoría de ellos creían, como les habían enseñado, que la habilidad con la espada era propia de los soldados ordinarios, no de los generales. No obstante, su orgullo de samurais les impedía aceptar el corolario lógico, a saber, que eran impotentes ante un experto espadachín como Sasaki Kojirō.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó alguien en tono lastimero. Durante un rato no hubo más respuesta que el ulular de los búhos.

Entonces uno de los alumnos dijo animadamente:

—Yo tengo un primo en la casa de Yagyū. Tal vez a través de él podríamos conseguir que nos ayuden.

—¡No seas estúpido! —le respondieron varias voces.

—No podemos pedir ayuda exterior, pues eso sólo causaría más vergüenza a nuestro maestro. Sería una admisión de debilidad.

—Bueno, ¿entonces que nos queda?

—No hay más solución que enfrentarnos a Kojirō de nuevo, pero si volvemos a hacerlo en un lugar a oscuras, eso sólo perjudicará más a la reputación de la escuela. Morir en un combate abierto es otra cosa. Por lo menos no nos tacharán de cobardes.

—¿Deberíamos enviarle un desafío formal?

—Sí, y debemos mantenerlo, no importa cuántas veces perdamos.

—Creo que tienes razón, pero a Shinzō no va a gustarle.

—No tiene por qué saberlo, como tampoco nuestro maestro. Recordadlo todos vosotros. Podemos pedir prestados al sacerdote pincel y tinta.

Se dirigieron en silencio a la casa del sacerdote. Antes de que hubieran recorrido diez pasos, el hombre que iba delante ahogó un grito y retrocedió. Los demás se detuvieron en seco, sus ojos clavados en la terraza trasera del santuario, un edificio de madera deteriorada por el tiempo. Allí, contra un telón de fondo formado por la sombra de un ciruelo cargado de fruta verde, estaba Kojirō con un pie apoyado en la barandilla y una sonrisa malévola en el rostro. Como un solo hombre, los alumnos palidecieron. Algunos tuvieron dificultad para respirar.

Kojirō se dirigió a ellos en un tono malicioso.

—A juzgar por vuestra conversación, deduzco que todavía no habéis aprendido, que habéis decidido escribir una carta de desafío y entregármela. Pues bien, os ahorraré la molestia. Aquí me tenéis, dispuesto a luchar.

—Anoche, antes incluso de que me lavara las manos ensangrentadas, llegué a la conclusión de que habría una segunda parte, así que os seguí, cobardes rastreros, hasta vuestra casa.

Hizo una pausa para dejar que estas palabras surtieran efecto y entonces continuó en un tono irónico:

—Me estaba preguntando cómo decidís el tiempo y el lugar para desafiar a un enemigo. ¿Consultáis un horóscopo para elegir el día más propicio? ¿O consideráis más juicioso no desenvainar vuestras espadas hasta que es noche cerrada y vuestro enemigo está borracho y regresa a su casa tras salir del barrio tolerado?

Hizo otra pausa, como si aguardara una respuesta.

—¿Es que no tenéis nada que decir? ¿No hay uno solo de vosotros de pelo en pecho? Si estáis tan deseosos de luchar conmigo, adelante. Uno a uno o todos a la vez..., ¡lo mismo me da! ¡No huiría de unos contrarios como vosotros aunque vistierais armadura completa y avanzarais al son de los tambores!

Los hombres amedrentados no dijeron palabra.

—Pero ¿qué os pasa? —Las pausas eran cada vez más largas—. ¿Habéis decidido no enfrentaros conmigo? ¿No hay entre vosotros uno solo con redaños? Muy bien, es hora de que agucéis vuestros estúpidos oídos y me escuchéis.

—Soy Sasaki Kojirō. Aprendí el arte de la espada indirectamente del gran Toda Seigen después de su muerte. Conozco los secretos de desenvainar inventados por Katayama Hisayasu, y yo mismo he creado el estilo Ganryū. No soy de esos que se ocupan de la teoría, que leen libros y reciben lecciones sobre Sun-tzu o los Seis secretos. En espíritu y voluntad, vosotros y yo no tenemos nada en común.

—Desconozco los detalles de vuestros estudios cotidianos, pero os estoy demostrando cómo es la ciencia de la lucha en la vida real. No fanfarroneo. ¡Pensad! Cuando a un hombre le atacan en la oscuridad, como me ocurrió anoche, ¿qué es lo que hace si tiene la buena suerte de vencer? Si es un hombre ordinario, se va tan rápido como puede a un lugar seguro. Una vez ahí, reflexiona en el incidente y se congratula por haber sobrevivido. ¿No es cierto? ¿No es eso lo que vosotros haríais?

—Pero ¿he actuado así? ¡No! No sólo he derribado a la mitad de vuestros hombres, sino que he seguido a los rezagados y os he esperado aquí, bajo vuestras mismas narices. Os he escuchado mientras os esforzabais por superar vuestra debilidad y tomar una decisión, y os he tomado completamente por sorpresa. De haberlo querido, podría haberos atacado ahora y enviaros al otro mundo. ¡Eso es lo que significa tener un carácter militar! ¡Ése es el secreto de la ciencia militar!

—¡Ja, ja! Esto se está convirtiendo en una pequeña lección, ¿no es cierto? Me temo que si sigo haciéndoos partícipes de mi caudal de conocimientos, el pobre Obata Kagenori podría quedarse sin su fuente de ingresos. Sería una pena, ¿verdad?

—¡Ah, tengo sed, Koroku! ¡Jūrō! ¡Dadme un poco de agua!

—¡En seguida, señor! —replicaron al unísono desde el lado del santuario, donde habían estado contemplando fascinados la escena.

Jūrō le trajo una gran taza de barro cocido llena de agua y le preguntó ansiosamente:

—¿Qué vas a hacer, señor?

—¡Pregúntaselo! —dijo con desprecio Kojirō—. Tu respuesta está en esos vacuos rostros de comadreja.

—¿Habías visto alguna vez unos hombres de semblante más estúpido? —dijo Koroku, riendo.

—¡Qué puñado de gallinas! —exclamó Jūrō—. Vamos, señor, marchémonos. No están a tu altura.

Mientras los tres cruzaban contoneándose el portal del santuario, Shinzō, oculto entre los árboles, musitó entre los dientes cerrados: «Te haré pagar esto».

Los alumnos estaban abatidos. Kojirō había sido más listo que ellos y los había derrotado sin luchar siquiera. Luego había manifestado una satisfacción maligna por su victoria, dejándolos asustados y humillados.

Rompió el silencio un alumno que se acercó corriendo y preguntó en un tono de perplejidad:

—¿Hemos encargado ataúdes? —Como nadie le contestaba, explicó—: El carpintero acaba de llegar con cinco ataúdes. Está esperando.

Finalmente, uno de los hombres respondió abatido:

—Hemos enviado a buscar los cuerpos, pero aún no han llegado. No estoy seguro, pero creo que hará falta otro ataúd. Pídele que lo haga y guarda los que ha traído en el almacén.

Aquella noche se celebró un velatorio en el aula. Aunque lo hicieron en silencio, con la esperanza de que Kagenori no se enterase, el anciano supuso lo que había ocurrido más o menos. Se abstuvo de preguntar nada y Shinzō tampoco hizo comentario alguno.

A partir de aquel día, el estigma de la derrota se cernió sobre la escuela. Sólo Shinzō, que había pedido comedimiento y le habían acusado de cobardía, mantenía vivo el deseo de venganza. Sus ojos tenían un brillo que ninguno de los otros podía sondear.

A principios del otoño, la enfermedad de Kagenori empeoró. Desde su cama veía un búho posado en una rama de un gran árbol, mirándole fijamente, sin moverse, ululando a la luna cuando amanecía. Shinzō percibió en el grito del ave el mensaje de que el final de su maestro estaba próximo.

Entonces llegó una carta de Yogorō, diciendo que se había enterado del incidente con Kojirō y estaba camino de casa. Durante los días siguientes, Shinzō se preguntó qué ocurriría primero, si la llegada del hijo o el fallecimiento del padre. En cualquier caso, el día que aguardaba, el día de la liberación de sus obligaciones, estaba próximo.

La vigilia del día en que se esperaba la llegada de Yogorō, Shinzō dejó una carta de despedida sobre su escritorio y abandonó la escuela de Obata. Desde el bosque cerca del santuario, contempló la habitación del enfermo Kagenori y dijo en voz baja: «Perdóname por marcharme sin tu permiso. Descansa en paz, buen maestro. Mañana Yogorō estará en casa. No sé si podré presentarte la cabeza de Kojirō antes de que mueras, pero debo intentarlo. Si muero en el intento, te esperaré en la tierra de los muertos».

Un plato de lochas

Musashi había estado vagabundeando por el campo, dedicado a prácticas ascéticas, a castigar el cuerpo para perfeccionar el alma. Estaba más resuelto que nunca a hacerlo sin ayuda: si eso significaba pasar hambre, dormir a la intemperie, con frío y lluvia, y vestir unos sucios harapos, que así fuera. Albergaba en su corazón un sueño que nunca satisfaría si aceptaba un empleo al servicio del señor Date, aun cuando su señoría le ofreciera todo su feudo de tres millones de fanegas.

Tras el largo viaje por el Nakasendō, sólo pasó unas noches en Edo antes de reanudar su camino, esta vez al norte, hacia Sendai. El dinero que le diera subrepticiamente Ishimoda Geki había sido una carga en su conciencia. Desde el momento en que lo encontró, supo que no se sentiría en paz hasta que lo hubiera devuelto.

Ahora, año y medio después, se hallaba en Hōtengahara, una llanura de la provincia de Shimōsa, al este de Edo, que había cambiado poco desde que el rebelde Taira-no-Masakado y sus tropas alborotaron la región en el siglo X. La llanura seguía siendo un lugar desolado, escasamente poblado y donde no se cultivaba nada valioso. No había más que maleza, unos pocos árboles y algunos bambúes pequeños y juncos. El sol, bajo en el horizonte, teñía de rojo las charcas de agua estancada, pero dejaba la hierba y los matorrales incoloros y borrosos.

«¿Y ahora qué?», se preguntó Musashi, dando reposo a sus piernas fatigadas en un cruce de caminos. Se sentía apático y como si todavía estuviera empapado por el aguacero que le sorprendió unos días antes en el puerto de montaña de Tochigi. La desagradable humedad nocturna le hizo desear un techo. Había dormido las dos noches anteriores bajo las estrellas, pero ahora anhelaba el calor de un hogar y una comida verdadera, aunque sólo fuese un sencillo condumio de campesino, como mijo cocido con arroz.

El olor salobre de la brisa anunciaba la proximidad del mar. Razonó que si se encaminaba hacia él, podría encontrar una casa, tal vez incluso una aldea de pescadores o un pequeño puerto. De lo contrario, tendría que resignarse a pasar otra noche entre la hierba, bajo la gran luna otoñal.

No sin cierta ironía, se dio cuenta de que, de haber tenido una mayor inclinación poética, podría haber saboreado aquellos momentos en un paisaje patéticamente solitario. Pero sólo deseaba huir de allí, estar entre personas, tomar una comida decente y descansar un poco. El zumbido incesante de los insectos parecía una letanía que acompañaba su solitario vagabundeo.

Se detuvo en un puente cubierto de tierra. El ruido inconfundible de un chapoteo parecía alzarse por encima del apacible rumor del estrecho río. ¿Sería una nutria? La luz del día se estaba desvaneciendo, y forzó la vista hasta que pudo distinguir una figura arrodillada en la hondonada junto al borde del agua. Soltó una risita al observar que el rostro del muchacho que le miraba tenía una clara semejanza con el de una nutria.

—¿Qué estás haciendo ahí abajo? —le preguntó Musashi en tono amistoso.

—Lochas —respondió lacónicamente el chico.

Agitaba un cesto en el agua para limpiar de arena y barro su coleante captura.

—¿Coges muchas? —Musashi no se resignaba a cortar el vínculo recién establecido con otro ser humano.

—Quedan pocas. Ya estamos en otoño.

—¿Podría quedarme algunas?

—¿Mis lochas?

—Sí, sólo unas pocas. Te las pagaré.

—Lo siento, pero éstas son para mi padre.

Abrazando el cesto, el muchacho subió ágilmente a la orilla y se escabulló a toda prisa en la oscuridad.

«Desde luego, es un diablillo veloz», pensó Musashi, solitario una vez más, y se echó a reír. Recordó su propia infancia y la de Jōtarō, preguntándose qué habría sido de él. Jōtarō tenía catorce años la última vez que le vio. Pronto cumpliría dieciséis. «Pobre muchacho. Me aceptó como su maestro, me quiso como su maestro, me sirvió como su maestro, y ¿qué hice por él? Nada.»

Absorto en sus recuerdos, se olvidó de su fatiga. Se detuvo y permaneció inmóvil. La luna se había levantado, llena y brillante. En las noches como aquélla a Otsū le gustaba tocar la flauta. Entre los zumbidos de los insectos oyó el sonido de risas, las de Otsū y Jōtarō juntos.

Alrededor de una choza aislada crecía trébol de los prados, casi tan alto como el tejado ladeado. Las paredes estaban cubiertas de enredadera de calabaza, cuyas flores parecían desde cierta distancia enormes gotas de rocío. Al aproximarse, le sorprendió el resonante bufido de enojo de un caballo desensillado atado al lado de la casucha.

—¿Quién está ahí?

Musashi reconoció la voz procedente de la choza como la del chico de las lochas. Sonriendo, respondió:

—¿No podrías darme alojamiento para esta noche? Me marcharé mañana a primera hora.

El muchacho se asomó a la puerta y miró a Musashi de arriba abajo. Al cabo de un momento le dijo:

—De acuerdo, pasa.

Musashi pensó que probablemente aquélla era la casa más destartalada que había visto jamás. La luz de la luna se filtraba entre las grietas en las paredes y el tejado. Tras quitarse el manto, ni siquiera encontró un clavo para colgarlo. El viento que soplaba desde abajo penetraba por la puerta, a pesar de la estera de juncos que la cubría.

El muchacho se arrodilló ante su invitado a la manera formal y le dijo:

—Allá, en el río, dijiste que querías unas lochas. ¿Te gusta este pescado?

La formalidad del muchacho, tan fuera de lugar en aquel entorno, sorprendió a Musashi hasta el punto que se quedó mirándole fijamente sin responderle.

—¿Qué estás mirando?

—Dime, ¿qué edad tienes?

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