Musashi (93 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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—Sí, pero estaba cerrada.

—Uno de vosotros que vaya a buscar sake. Si llama con suficiente insistencia le abrirán.

—¿Ahora vas a tomar sake?

—Sí, ahora. Tengo frío.

Denshichirō se acercó más al fuego y se puso en cuclillas. Daba la impresión de que iba a abrazar las llamas.

Como nadie podía recordar una hora, por la mañana, la tarde o la noche, en que se hubiera presentado en el dōjō sin oler a alcohol, su afición a beber había llegado a ser aceptada como algo natural. Aunque estaba en juego el destino de la escuela Yoshioka, uno de los hombres comentó a media voz que sería mejor para él que se calentara internamente con un poco de sake antes que blandir la espada con los brazos y las piernas ateridos. Otro señaló que sería arriesgado desobedecerle, incluso por su propio bien, y un par de hombres corrieron a la casa de té. Regresaron con el sake muy caliente.

—¡Estupendo! —exclamó Denshichirō—. Éste es mi mejor amigo y aliado.

Le observaron nerviosamente mientras bebía, rezando para que no consumiera más de lo habitual. Sin embargo, Denshichirō bebió bastante menos de lo que solía. A pesar de su aparente despreocupación, sabía bien que iba a arriesgar su vida.

—¡Escucha! ¿Podría ser Musashi?

Todos aguzaron el oído.

Mientras los hombres que estaban alrededor del fuego se levantaban rápidamente, una figura oscura dobló la esquina del edificio. Agitó una mano y gritó:

—No os preocupéis, soy yo.

Aunque vestía con elegancia, con el hakama arremangado para que no le estorbara al correr, no podía disimular su edad. Su espalda encorvada tenía la forma de un arco. Cuando los hombres pudieron verle con más claridad, se dijeron unos a otros que sólo era «el viejo de Mibu», y la excitación desapareció. El anciano era Yoshioka Genzaemon, hermano de Kempō y tío de Denshichirō.

—¡Pero si es el tío Gen! —exclamó Denshichirō—. ¿Qué te trae por aquí?

No se le había ocurrido pensar que a su tío pudiera parecerle que su ayuda sería necesaria aquella noche.

—Ah, Denshichirō, realmente llevas a su término este asunto —dijo Genzaemon—. Es un alivio encontrarte aquí.

—Tenía intención de discutirlo contigo primero, pero...

—¿Discutirlo? ¿Qué hay que discutir? ¡El nombre de Yoshioka ha sido arrastrado por el fango, tu hermano ha sido convertido en un inválido! ¡Si no hubieras emprendido ninguna acción, me habrías tenido a mí para responder!

—No tienes que preocuparte por nada. No soy un hombre irresoluto como mi hermano.

—Te tomo la palabra, y sé que ganarás, pero me pareció mejor venir y darte ánimos. He venido corriendo desde Mibu. Déjame que te advierta, Denshichirō: por lo que he oído decir, no debes tomar muy a la ligera a ese adversario.

—Lo sé.

—No te apresures demasiado por ganar. Ten calma, déjalo al arbitrio de los dioses. Si la suerte te es adversa y mueres, yo me ocuparé de tu cuerpo.

—¡Ja, ja, ja! Vamos, tío Gen, caliéntate junto al fuego.

El anciano bebió en silencio una taza de sake, y luego se dirigió a los demás en tono de reproche:

—¿Qué estáis haciendo aquí? Supongo que no pretenderéis apoyarle con vuestras espadas, ¿no es cierto? Éste es un combate entre dos espadachines, y parece una cobardía tener alrededor tantos seguidores. Ya casi es la hora. Venid conmigo todos vosotros. Nos alejaremos lo suficiente para que no parezca que estamos planeando un ataque masivo.

Los hombres hicieron lo que les ordenaban, dejando a Denshichirō solo. Éste se sentó cerca del fuego, pensando: «Cuando oí las campanas eran las ocho. Ahora deben de ser las nueve. Musashi se retrasa».

El único rastro de sus discípulos eran sus negras pisadas en la nieve, y el único sonido el crepitar de los carámbanos que se desprendían de los aleros del templo. La rama de un árbol se rompió bajo el peso de la nieve. Cada vez que algo rompía el silencio, los ojos de Denshichirō se movían como los de un halcón.

Y como un halcón, apareció un hombre que avanzaba hundiendo los pies en la nieve.

Nervioso y jadeante, Hyōsuke dijo entre dientes:

—Ya viene.

Denshichirō se había enterado del mensaje antes de oírlo y ya estaba en pie.

—¿Ya viene? —repitió como un loro, pero sus pies pisoteaban automáticamente las últimas brasas del fuego.

Hyōsuke le informó de que Musashi se había tomado su tiempo al salir de la Ōgiya, como si le tuviera sin cuidado la fuerte nevada.

—Hace unos minutos subió los escalones de piedra del santuario de Gion. Tomé una calle lateral para venir lo más rápido posible, pero aunque él caminara despacio, no podía estar muy alejado de mí. Espero que estés preparado.

—Humm, lo estoy... Vete de aquí, Hyōsuke.

—¿Dónde están los demás?

—No lo sé, pero no quiero que estés aquí. Me pones nervioso.

—Sí, señor.

El tono de Hyōsuke era de obediencia, pero no quería marcharse y tomó la determinación de no hacerlo. Después de que Denshichirō hubiera pisoteado el fuego, extinguiéndolo en la nieve a medio derretir, y se volviera con un temblor de excitación hacia el patio, Hyōsuke se agachó bajo el suelo elevado del templo y permaneció en cuclillas en la oscuridad. Aunque no había notado el viento en el espacio abierto, allí, bajo el edificio, le azotaba gélidamente. Helado hasta el tuétano, se abrazó las rodillas y trató de engañarse pensando que el castañeteo de sus dientes y los escalofríos que recorrían su espina dorsal sólo se debían al frío y no tenían nada que ver con su temor.

Denshichirō recorrió un centenar de pasos desde el templo y adoptó una postura firme, apoyando un pie en la raíz de un alto pino. Esperó allí a su adversario con inequívoca impaciencia. El calor del sake se había disipado rápidamente, y notaba la mordedura del frío en su carne. Que estaba perdiendo la paciencia era evidente incluso para Hyōsuke, el cual podía ver el patio con tanta claridad como si fuese pleno día.

Un montón de nieve cayó como una cascada desde una rama. Denshichirō se sobresaltó, pero Musashi seguía sin aparecer.

Finalmente, incapaz de seguir sentado en silencio, Hyōsuke salió de su escondite y gritó:

—¿Qué le ha pasado a Musashi?

—¿Todavía estás aquí? —le preguntó Denshichirō, encolerizado, pero estaba tan irritado como Hyōsuke y no le ordenó que se marchara.

Por tácito acuerdo mutuo, los dos caminaron uno hacia el otro. Se quedaron allí en pie, mirando en todas direcciones, cada uno repitiendo de vez en cuando que no le veía. Y cada vez su tono era más airado y más suspicaz.

—¡Ese bastardo... ha huido! —exclamó Denshichirō.

—No es posible —insistió Hyōsuke, y recapituló de nuevo cuanto había visto y por qué estaba seguro de que Musashi acabaría por presentarse.

Denshichirō le interrumpió.

—¿Qué es eso? —inquirió, mirando rápidamente hacia un extremo del templo.

Una vela de llama temblorosa salía del edificio de la cocina detrás de la larga sala. Estaba claro que la sostenía un sacerdote, pero no podían distinguir la vaga figura que estaba tras él.

Dos sombras y la pequeña llama, al atravesar el portal entre la cocina y el edificio principal, ascendieron por la larga terraza del Sanjūsangendō.

El sacerdote decía en voz baja:

—Aquí todo está cerrado de noche, por lo que no puedo decirte nada. Esta noche había unos samurais calentándose en el patio. Puede que sean las personas por las que preguntas, pero, como puedes ver, ya se han ido.

—Siento haberte molestado cuando dormías —le dijo el otro hombre—. Ah, ¿no hay dos hombres bajo ese árbol? Tal vez son ellos quienes dijeron que me esperarían aquí.

—Bueno, no cuesta nada preguntárselo para salir de dudas.

—Así lo haré. Ya puedo orientarme solo, así que, por favor, no te molestes más y regresa a tu habitación.

—¿Vas a reunirte con tus amigos para gozar contemplando la nieve?

—Algo por el estilo —dijo el otro hombre, riendo levemente.

El sacerdote apagó la vela y dijo:

—Supongo que no es necesario que te lo diga, pero si enciendes un fuego cerca del templo, como han hecho antes esos hombres, te ruego que tengas cuidado y lo apagues cuando te marches.

—Así lo haré, descuida.

—Muy bien, entonces. Discúlpame, por favor.

El sacerdote cruzó de nuevo el portal y lo cerró. El hombre que estaba en la terraza permaneció inmóvil un rato, mirando fijamente a Denshichirō.

—¿Quién es, Hyōsuke?

—No lo sé, pero ha salido de la cocina.

—No parece pertenecer al templo.

Los dos hombres caminaron unos veinte pasos en dirección al edificio. El recién llegado se aproximó al centro de la terraza, se detuvo y ató la manga. Los hombres que estaban en el patio se acercaron sin darse cuenta lo suficiente para ver eso, pero entonces sus pies se negaron a seguir adelante.

Al cabo de un breve intervalo, Denshichirō gritó:

—¡Musashi!

Sabía muy bien que aquel hombre, a varios pies por encima de él, se hallaba en una posición muy ventajosa. No sólo estaba perfectamente seguro por la retaguardia, sino que cualquiera que le atacase tanto por la derecha como por la izquierda primero tendría que subir hasta su nivel. De esta manera se encontraba libre para dedicar toda su atención al enemigo que tenía ante él.

Detrás de Denshichirō había terreno abierto, nieve y viento. Estaba seguro de que Musashi no traería compañía, pero no podía hacer caso omiso del amplio espacio que tenía a sus espaldas. Hizo un movimiento, como si sacudiera algo de su kimono, y apremió a Hyōsuke:

—¡Vete de aquí!

Hyōsuke se dirigió al extremo del patio.

—¿Estás preparado? —preguntó Musashi, en un tono sereno pero incisivo que cayó como agua helada sobre la febril excitación de su contrario.

Entonces Denshichirō vio bien por primera vez a Musashi. «¡Así que éste es el bastardo!», pensó. Su odio no tenía límites, le guardaba rencor por haber mutilado a su hermano, se sentía irritado porque la gente corriente le comparaba con Musashi y sentía un profundo desprecio hacia el que consideraba un advenedizo rural que se hacía pasar por samurai.

—¿Quién eres tú para preguntarme si estoy preparado? ¡Hace mucho que han pasado las nueve!

—¿Dije que estaría aquí exactamente a las nueve?

—¡No vengas con excusas! Llevo largo tiempo esperando. Como puedes ver, estoy perfectamente preparado. ¡Ahora baja de ahí!

No subestimaba a su contrario hasta el punto de atreverse a atacarle desde la posición en que se hallaba.

—Dentro de un momento —respondió Musashi con una risa ligera.

Existía una diferencia entre la idea que tenía Musashi de la preparación y la de su contrario. Aunque estaba físicamente preparado, Denshichirō sólo había empezado a dominarse espiritualmente, mientras que Musashi había iniciado la lucha mucho antes de presentarse ante su enemigo. Para él, el combate entraba ahora en su fase segunda y central. En el santuario de Gion había visto las huellas de pisadas en la nieve, y en aquel momento se había despertado su instinto de lucha. Sabiendo que la sombra del hombre que le seguía ya no estaba allí, había cruzado audazmente el umbral del Rengeōin, encaminándose en derechura a la cocina. Tras despertar al sacerdote, entabló conversación con él, interrogándole sutilmente sobre lo que había sucedido allí poco antes. Sin preocuparse porque se estaba retrasando un poco, había tomado té y se había calentado. Cuando se presentó ante su adversario lo hizo de manera brusca y desde la seguridad relativa de la terraza. Llevaba la iniciativa.

Su segunda oportunidad fue el intento de Denshichirō de hacerle salir de allí. Una manera de luchar sería acceder a lo que le pedía, mientras que la otra sería ignorarlo y buscar por su cuenta la mejor posición. La cautela era necesaria, pues en un caso como aquél la victoria era como la luna reflejada en un lago. Si uno salta hacia ella impulsivamente, podría ahogarse.

La exasperación de Denshichirō no conocía límites.

—No sólo llegas tarde, sino que no estás preparado —le gritó—. Y aquí no estoy en una posición adecuada.

Sin abandonar su serenidad absoluta, Musashi replicó:

—Ya voy. Es sólo un minuto.

Denshichirō sabía bien que la cólera podía resultar en derrota, pero ante el esfuerzo deliberado de su contrario por irritarle, era incapaz de dominar sus emociones. Perdió de vista las lecciones de estrategia que había aprendido.

—¡Baja! —gritó—. ¡Aquí, al patio! ¡Basta de trucos y lucha con bravura! ¡Soy Yoshioka Denshichirō! Y sólo siento desprecio por las tácticas improvisadas o los ataques cobardes. Si tienes miedo antes de que empiece el encuentro, no estás cualificado para luchar conmigo. ¡Baja de ahí!

Musashi sonrió.

—Yoshioka Denshichirō, ¿eh? ¿Qué he de temer de ti? Te corté por la mitad la primavera del año pasado, de modo que si esta noche vuelvo a hacerlo será tan sólo una repetición de lo que ya hice.

—¿De qué estás hablando? ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Fue en Koyagyū, en Yamato.

—¿Yamato?

—En el baño de la posada Wataya, para ser exacto.

—¿Estabas allí?

—En efecto. Ambos estábamos desnudos, por supuesto, pero calculé con la mirada si podría golpearte o no. Y con los ojos te di un tajo en aquel mismo momento, de una manera bastante espléndida, modestia aparte. Probablemente no lo notaste, porque no quedaron cicatrices en tu cuerpo, pero te derroté, de ello no hay duda. Puede que otros estén dispuestos a oír cómo te jactas de tu habilidad de espadachín, pero de mí no conseguirás más que risas.

—Sentía curiosidad por saber cómo hablabas y ahora lo sé: como un idiota. Pero tu cháchara me intriga. ¡Baja de ahí y abriré tus ojos engreídos!

—¿Qué arma tienes? ¿Espada de acero o de madera?

—¿Por qué lo preguntas cuando tú no tienes una espada de madera? Has venido aquí esperando usar una espada de acero, ¿no es cierto?

—Así es, pero he pensado que si querías usar una espada de madera, cogería la tuya y lucharía con ella.

—¡No tengo espada de madera, estúpido! Basta de charla. ¡Lucha!

—¿Preparado?

—¡No!

Los talones de Denshichirō trazaron una negra línea inclinada de unos nueve pies de longitud, haciendo lugar para que Musashi aterrizara. Éste se apresuró a recorrer lateralmente veinte o treinta pies a lo largo de la terraza antes de saltar al suelo. Entonces, cuando se habían movido, con las espadas envainadas, mirándose el uno al otro cautamente, a unos doscientos pies del templo, Denshichirō perdió la cabeza. Desenvainó bruscamente y giró. Su espada era larga, del tamaño apropiado a la envergadura de su cuerpo. Haciendo tan sólo un leve sonido silbante, cortó el aire con una asombrosa ligereza, directamente en el lugar donde Musashi había estado en pie.

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