Nacidos para Correr (28 page)

Read Nacidos para Correr Online

Authors: Christopher McDougall

BOOK: Nacidos para Correr
7.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Bueno, sí, amigo —masculló Caballo, dejando atrás a Ted para saludar al resto.

Agarramos nuestras mochilas y seguimos a Caballo a través de la única calle principal de Creel hacia el alojamiento que había encontrado para nosotros al final del pueblo. Estábamos todos muertos de hambre y exhaustos luego de un viaje tan largo, temblando en el frío de la meseta y añorando una cama caliente y un tazón humeante de los frijoles de Mamá. Todos menos Ted, que pensaba que el asunto primordial era seguir con la historia de su vida que había empezado a contarle a Caballo al segundo de conocerlo. Caballo se estaba poniendo nervioso, pero decidió no interrumpirlo. Traía noticias terribles y aún no había decidido cómo contárnoslas sin que nos diéramos la vuelta y nos volviéramos a montar en el autobús.

“Mi vida es una explosión controlada”, le gusta decir a Ted Descalzo. Vive en Burbank, en un recinto que recuerda al apartamento para niños de Tom Hanks en
Quisiera ser grande
. El lugar está lleno de autos deportivos, caballos de carrusel, bicicletas victorianas de ruedas altas, jeeps de colección, cárteles de circo, una piscina de agua salada y un hidromasaje del que se ha adueñado una tortuga del desierto californiana (especie en peligro de extinción). En lugar de un garaje, hay dos carpas de circo gigantes. Hay una manada surtida de perros y gatos, además de un ganso, un gorrión domesticado, treinta y seis palomas mensajeras, y un puñado de unos extraños pollos asiáticos con garras y cubiertos de plumas que parecen pelo, todos entrando y saliendo de un bungalow de una sola planta.

“He olvidado esta palabra que usaba Heidegger, la que significa ‘Soy la expresión de este lugar’ ”, decía Ted, aunque el lugar no era suyo en realidad. Era de su primo Dan, un genio autodidacta de la mecánica que sin ayuda de nadie había creado la empresa líder mundial en restauración de carruseles. “Dita Von Teese hace
striptease
en uno de nuestros caballos”, cuenta Ted. “Christina Aguilera se llevó uno para su gira”. Cuando Dan estaba atravesando por un mal divorcio hace unos años, Ted decidió que lo que más falta le hacía a su primo era él mismo, así que se apareció en casa de Dan con su mujer, su hija y su manada de animales salvajes y nunca más se fue. “Dan se pasa el día luchando con estos fríos, grandes, malvados artilugios mecánicos y sale con la grasa chorreándole por los dedos, como la sangre en las garras de un ave de presa”, dice Ted. “Es por eso que somos tan imprescindibles. Se convertiría en un sociópata si no me tuviera a mano para discutir”.

Ted consiguió hacerse útil montando una pequeña tienda en línea donde vendía baratijas de carrusel y que manejaba desde una Mac en una de las habitaciones que sobraban en casa de Dan. No daba demasiado dinero, pero le dejaba a Ted un montón de tiempo libre para entrenar para sus carreras de cincuenta millas conduciendo una bicicleta victoriana de seis pies de alto y tirando de un coche a ruedas con su mujer e hija montadas encima. Caballo se había hecho una idea equivocada de la riqueza de Ted, principalmente porque en sus emails solía realizar el tipo de planificación que uno asociaría con uno de los inversores fundadores de Microsoft. Mientras el resto de nosotros estábamos averiguando el precio de vuelos económicos a El Paso, por ejemplo, Ted preguntaba por pistas de aterrizaje en el interior mexicano, donde pudiera llegar una avioneta privada. No es que Ted tuviera un avión; casi no tenía ni auto. Iba por ahí en un Volkswagen escarabajo de 1966, en tal estado de deterioro que no podía alejarse más de veinticinco millas de casa. “De ese modo, nunca tengo que viajar a ningún sitio demasiado lejos”, explica. “Soy pobre por elección, y lo encuentro extremadamente liberador”.

Durante sus años de estudiante en el Art Center College of Design en Pasadena, Ted estaba locamente enamorado de una compañera de clase, Jenny Shimizu. Un día que pasaba la tarde en el apartamento de Jenny, conoció a dos nuevos amigos: Chase Chen, un joven artista chino, y su hermana Joan. Ninguno de los hermanos Chen hablaba demasiado bien inglés, así que Ted se nombró a sí mismo su embajador cultural. La amistad resultó beneficiosa para todos: Ted tenía una audiencia cautiva para sus torrentes sinfónicos de conocimiento, mientras que los Chen se veían expuestos a un caudal de palabras nuevas, y Jenny podía descansar un poco del cortejo de Ted. Pocos años después, tres de los cuatros miembros del grupo se convertirían en nombres internacionalmente conocidos: Joan Chen se convirtió en una estrella de Hollywood y fue elegida por la revista
People
para su lista de los “50 Más Bellos”. Chase se convirtió en un retratista aclamado por la crítica y en el artista chino mejor pagado de su generación. Jenny Shimizu se convirtió en modelo y en una de las lesbianas más prominentes del planeta (“una personalidad homosexual”, según dijo
The Pink Paper
) debido a sus relaciones con Madonna y Angelina Jolie (trayectoria que, pese al tatuaje de una nena sexy cabalgando una llave de tuercas que tenía Jenny en el brazo izquierdo, Ted nunca había imaginado).

Y en lo que a Ted respecta, bueno…

Consiguió meterse entre los 30 mejores del mundo en aguantar la respiración.

“Llegué hasta los cinco minutos y quince segundos”, cuenta Ted. “Me pasé todo el verano practicando en la piscina”. Pero el aguantar la respiración, ay, es una amante caprichosa y no pasó mucho tiempo antes de que Ted fuera expulsado de los
rankings
por otros competidores aún más dedicados al arte de inspirar menos que el resto de los mortales. Uno debe sentir una punzada de lástima por este pobre chico al ver cómo se escapaban sus sueños de gloria haciendo burbujas en la piscina de su primo, mientras que todos sus conocidos estaban pintando obras maestras, acostándose con superestrellas y siendo dirigidos por Bernardo Bertolucci.

¿Y qué era lo peor? Que Ted conteniendo la respiración era Ted en sus mejores momentos. De alguna manera, eso era lo que había atraído a Lisa, quien se convertiría en su esposa. Eran compañeros en una casa común, pero dado que Lisa era la gorila de puerta de un bar heavy metal y nunca volvía a casa antes de las tres de la mañana, su exposición a Ted se limitaba a la versión sin agua del fondo de la piscina: luego del trabajo, llegaba a casa y encontraba a Ted sentado en silencio en la mesa de la cocina, comiendo arroz con frijoles con la nariz enterrada en algún libro de filosofía francesa. Su energía e inteligencia eran ya legendarias entre sus compañeros; Ted podía pasarse la mañana pintando, la tarde entera sobre la patineta y toda la noche memorizando versos japoneses. Ted le alcanzaba un plato caliente de frijoles y luego, dado que su motor frenético finalmente empezaba a desacelerar, detenía la función y la dejaba hablar. De tanto en tanto, hacía algún comentario sensible y luego la animaba para que continuase. Pocos llegaban a ver esta versión de Ted. Era una gran pérdida, para ellos y para él. Pero Chase Chen había llegado a verla. Su ojo de artista alcanzó a divisar la intensa calma que sucedía al huracán Ted. La especialidad de Chase, después de todo, era “la dramática danza entre la luz y la sombra”, y, hermano, la danza dramática le caía a Ted como anillo al dedo. Lo que fascinaba a Chase no era la acción, sino la anticipación; no los saltos de bailarina, sino el instante previo, cuando la fuerza está concentrada y cualquier cosa es posible. Veía lo mismo en los momentos de calma de Ted, el mismo poder de cocción y posibilidades ilimitadas, y ahí era que Chase agarraba su cuaderno de dibujo. Durante años, Chase usó a Ted como modelo; algunas de sus mejores obras, de hecho, son retratos de Ted, Lisa y su adorable hija Ona. El mundo visto a través de Ted tenía tan embelesado a Chase que publicó un libro entero con retratos de Ted y su familia: Ted y Ona metidos en el viejo Volkswagen. Ona concentrada en un libro. Lisa mirando por encima del hombro de Ona, el resultado viviente de la unión de las luces y sombras de su padre.

Para cuando Ted estaba acercándose a los cuarenta años, sin embargo, sus cuatro décadas de danza dramática no le habían conseguido más que
cameos
en la obra de otra persona y un cuarto vacío en el bungalow de su primo. Y justo cuando parecía que había cruzado la línea que convertía un gran potencial en talento desperdiciado, algo maravilloso sucedió:

Empezó a dolerle la espalda.

En el año 2003, Ted decidió celebrar su cumpleaños número cuarenta con su propia carrera de resistencia, “La Ironman Anacrónica”. Sería una triatlón Ironman completa —2,4 millas nadando en el océano, 112 millas en bicicleta y 26,2 millas corriendo— excepto que, por razones que solo Ted conocía, la equipación permitida debía datar de 1890. Ted ya tenía dos terceras partes del camino hecho: era lo suficientemente fuerte para poder nadar con esos enterizos de lana y se había convertido en un experto con la bicicleta de rueda alta. Pero correr, lo de correr lo estaba matando.

“Cada vez que corría una hora, tenía un dolor insoportable en la parte baja de la espalda”, cuenta Ted. “Era tan desalentador. No podía ni imaginar ser capaz de correr una maratón”. Y lo peor aún estaba por llegar: si no podía con seis millas en zapatillas de correr modernas, entonces tendría que enfrentarse a un mundo de dolor cuando tuviera que correr a la manera victoriana. Las zapatillas de correr llevan el mismo tiempo entre nosotros que los transbordadores espaciales; antes de eso, nuestros padres usaban zapatillas planas con suela de goma y nuestros abuelos iban en pantuflas de ballet de cuero. Durante millones de años, los seres humanos corrieron sin protección para el arco del pie, control de pronación ni plantillas de gel para los talones. ¿Cómo demonios se las arreglaban? Ted no tenía ni idea. Pero primero lo primero, quedaban seis meses para su cumpleaños, así que la prioridad número uno era encontrar una forma, cualquier forma, de recorrer veintiséis millas a pie. Una vez que hubiese resuelto eso, ya se preocuparía por realizar la transición a las asesinas de piel de vaca.

“Si me decidía a hacerlo, encontraría una forma”, me dijo Ted. “Así que empecé a investigar”. Primero, lo examinaron un quiropráctico y un cirujano ortopédico y ambos le dijeron que en realidad no tenía ningún problema. Correr era un deporte inherentemente peligroso, le dijeron, y uno de los peligros pasaba por la forma en que el impacto de los golpes afectaba a sus piernas y columna. Pero los médicos tenían una buena noticia: si Ted insistía en correr, su tarjeta de crédito podría curarlo. Unas zapatillas caras y unas esponjosas taloneras de gel, le dijeron, protegerían sus piernas lo suficiente para que pudiera correr la maratón.

Ted se gastó la fortuna que en realidad no tenía en las zapatillas más caras que encontró, y descubrió, destrozado, que en realidad no ayudaban demasiado. Pero en lugar de culpar a los médicos, culpó a las zapatillas: probablemente su caso necesitaba más protección de la que los treinta años de investigación y desarrollo de inyección de aire realizados por Nike tenían para ofrecerle. Así que tragó saliva y envió trescientos dólares a Suiza a cambio de un par de Kangoo Jumps, las zapatillas más saltarinas del mundo. Las Kangoo son básicamente unos patines
rollerblade
diseñados por Wile E. Coyote: en lugar de ruedas, cada bota se asienta sobre un sistema de suspensión por resorte que te permite rebotar como si estuvieras dando un paseo por la Luna.

Cuando la caja llegó, seis semanas después, Ted estaba casi temblando de la emoción. Dio unos cuantos pasos de prueba y. ¡fantástico! Era como caminar con los labios de Mick Jagger atados a la planta de los pies. “Oh sí, esta va a ser la solución,” pensó Ted según iba rebotando por la calle. Para cuando llegó a la esquina, estaba tocándose la espalda y maldiciendo. “El dolor que antes sentía tras una hora de correr con zapatillas, no tardaba nada en aparecer si llevaba las Kangoo”, cuenta Ted. “Toda mi concepción de lo que necesitaba se había caído a pedazos”.

Furioso y frustrado, se las quitó. No podía esperar a meter las estúpidas Kangoo en su caja y enviarlas de vuelta a Suiza, con instrucciones precisas de dónde podían metérselas. Regresó a casa descalzo, tan molesto y decepcionado que no fue hasta el final del trayecto que notó lo que ocurría: no le dolía la espalda. No le dolía ni un poco.

“Oyeee…”, pensó Ted. “Quizá podría correr la maratón descalzo.” Los pies descalzos calificaban como equipo deportivo en 1890.

Así que cada día, Ted se ponía unas zapatillas y caminaba hasta Hansen Dam, un oasis de arbustos y lagos que él llamaba “la última tierra salvaje de Los Ángeles”. Una vez ahí, se quitaba las zapatillas y corría descalzo por los senderos de herradura. “Estaba absolutamente maravillado por lo agradable que era”, recuerda Ted. “Las zapatillas me causaban tanto dolor, y en cuanto me las quité, fue como si mis pies se convirtieran en peces que saltan de vuelta al agua tras haber estado prisioneros. Al final, terminé dejando el calzado en casa”.

¿Por qué se sentía mejor su espalda con
menos
protección? Fue a buscar respuestas en Internet, y el resultado fue como encontrar una tribu secreta del Amazonas luego de abrirse paso por la selva. Ted se encontró con una comunidad internacional de corredores descalzos, poseedores de su propia sabiduría ancestral y nombres tribales y guiados por su gran sabio barbudo, Ken Bob Descalzo. Y, por suerte, a los miembros de esta tribu les encantaba escribir. Ted estudió minuciosamente los archivos de Ken Bob Descalzo. Descubrió que Leonardo Da Vinci consideraba el pie humano, con su fantástico sistema de suspensión de peso compuesto por la cuarta parte de los huesos del cuerpo, “una obra maestra de ingeniería y una pieza de arte”. Aprendió acerca de Abebe Bikila —el maratonista etiope que corrió descalzo sobre los adoquines de Roma para ganar la maratón olímpica de 1960— y acerca del doctor Charlie Robbins, una voz solitaria en la jungla médica que corre descalzo y niega que las maratones no son perjudiciales, pero está completamente seguro de lo perjudicial que es el calzado.

Pero sobre todo, Ted se quedó petrificado al leer el manifiesto escrito por Ken Bob Descalzo, “El Manifiesto del Pulgar Desnudo”. Ted sintió escalofríos por la manera en que parecía estar escrito directamente para él. “Varios de ustedes están probablemente sufriendo de dolores crónicos relacionados con correr”, empezaba Ken Bob Descalzo:

¡Las zapatillas bloquean el dolor, no el impacto!

¡El dolor nos enseña a correr cómodamente!

Other books

Featherlight by Laura Fields
Charlotte au Chocolat by Charlotte Silver
The Gold Cadillac by Mildred D. Taylor
The Raising by Laura Kasischke
Infinite by Jodi Meadows
Breath by Jackie Morse Kessler