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Authors: Mari Jungstedt

Tags: #Intriga, Policíaco

Nadie lo conoce (9 page)

BOOK: Nadie lo conoce
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Fue al servicio que estaba en el centro del pasillo y luego subió con sigilo la estrecha escalera de caracol que conducía a la cocina y se sirvió un vaso de agua, abrió el congelador y sacó unos cubitos que dejó caer en el vaso con un discreto tintineo. Abrió todas las ventanas y las dejó entreabiertas para dejar que entrara el aire fresco de la noche. Parecía increíble que se encontrara en latitudes tan septentrionales.

Con el vaso de agua en la mano y un cigarrillo, que robó de uno de los paquetes que había en la encimera de la cocina, salió y se sentó en la desvencijada escalera de madera.

La enmarañada y frondosa vegetación estival era hermosa bajo la luz de la noche. La verdad es que había llegado a enamorarse de Gotland.

La madre de Martina abandonó la isla cuando tenía dieciocho años para trabajar de niñera en Rotterdam, en casa de una familia. El plan era quedarse en Holanda un año, pero entonces conoció al padre de Martina, que estaba estudiando arquitectura. Se casaron y después no pasó mucho tiempo antes de que nacieran Martina y su hermano.

La familia solía venir todos los años a la isla de vacaciones y se alojaban en casa de sus abuelos maternos en Hemse o en un hotel de la ciudad. Sus abuelos habían muerto hacía mucho tiempo y la madre de Martina falleció en un accidente de coche cuando ésta tenía dieciocho años. No obstante, el resto de la familia seguía viniendo a Gotland todos los años.

Y ahora ella estaba más enamorada que nunca. Un mes antes ni siquiera conocía su existencia y ahora le parecía que él era el aire que respiraba.

Un susurro procedente del bosquecillo que había al lado del albergue interrumpió sus pensamientos. Bajó la mano en la que tenía el cigarrillo y miró hacia allí. Todo estaba en silencio otra vez. Sería un erizo, siempre salen por la noche. Entonces se oyó el chasquido de una rama. ¿Había alguien por allí? Recorrió con la mirada el césped uniforme que se extendía delante de la casa, la mesa y los bancos, el parque infantil, el tendedero de la ropa, donde sólo colgaba una toalla de baño de rayas azules y blancas, y los enebros que se alzaban solitarios alineados como si fueran soldados. De golpe, la calma y el silencio parecían amenazantes.

Apagó el cigarrillo y se quedó sentada un momento, aguzando el oído, pero volvía a reinar el silencio. Quizá eran figuraciones suyas, no estaba acostumbrada a aquellas noches claras, mágicas. Como tampoco estaba acostumbrada a estar sola. «Qué tonta, —pensó—. Estoy en Suecia, aquí no hay nada que temer».

Presionó la manilla y la pesada puerta se abrió con un chirrido.

Oyó otra vez aquel susurro pero no le prestó atención ni se giró para ver de dónde procedía el ruido.

Sábado 3 de Julio

L
a luz de la mañana se filtraba a través de las ligeras cortinas. Todo estaba en silencio. Johan estaba sentado en un sillón al lado de la ventana con su hija recién nacida en brazos. La niña descansaba como un rollito en la suave mantita de algodón en la que la habían envuelto. Tenía la carita sonrosada, los ojos cerrados y la boca entreabierta.

Le parecía que la niña respiraba muy deprisa, el corazón latía en su pecho como el de un pajarillo. La sostenía sin moverla, sintiendo el calor y el peso de su cuerpo, no se cansaba de mirarla.

No sabía cuánto tiempo llevaba sentado en la misma postura sin dejar de contemplarla. Hacía un buen rato que se le habían dormido las piernas. Era incomprensible que aquella personita que tenía en brazos fuera su hija. Que fuera a llamarlo papá.

Emma estaba acostada de lado en la cama y dormía, tenía el rostro relajado y sereno. Tantos dolores como había soportado hacía sólo unas horas… Trató de ayudarla lo mejor que pudo. Nunca habría podido imaginarse lo portentoso que podía ser dar a luz. En mitad del parto, cuando le cogía la mano a Emma, mientras la comadrona le decía lo que tenía que hacer y controlaba el alumbramiento, se emocionó por la grandeza del momento. Emma daba vida con su cuerpo, de él iba a salir otra persona que continuaría el ciclo. Eran las leyes de la naturaleza. Nunca se había sentido tan cerca de la vida. Y, sin embargo, aquello era verdaderamente una lucha a vida o muerte.

Hubo un momento en que se le pusieron los pelos de punta. Tuvo miedo de que Emma fuera a morir, pareció que perdía el conocimiento y el gesto preocupado de la comadrona no auguraba nada bueno. El problema era que un pliegue de la vagina se había inflamado y dificultaba la salida del bebé. Por eso no podía empujar, aunque ya había dilatado del todo, porque entonces el pliegue se hinchaba y cerraba aún más el paso. Eso había complicado el parto, hasta que apareció Line, la mujer de Knutas, y consiguió apartar el pliegue.

Después todo fue bien y la niña no tardó ni un minuto en nacer. En el momento en que el bebé rompió a llorar, Emma se relajó. Lo primero que hizo Johan fue darle un beso. La admiración que sentía por ella en aquellos momentos nunca iba a sentirla por ninguna otra persona.

Johan volvió a mirar a su hija. A la niña le tembló la barbilla y extendió la manita con aquellos dedos pequeñitos como si fueran rayos del sol y luego la volvió a cerrar. Él sabía ya que la iba a querer toda la vida, pasara lo que pasase.

E
l sábado por la mañana, cuando cogió el desvío que conducía hasta Lickershamn, Knutas soltó un suspiro de alivio. Un fin de semana en la casa de veraneo era justo lo que necesitaba después de haberse pasado la semana dando vueltas y sudando en un Visby abarrotado de gente.

Su casa de veraneo sólo estaba a veinticinco kilómetros de la ciudad pero, cuando estaba allí, se sentía lejos de la rutina diaria. De camino hacia Lickershamn había una zona de rocas erosionadas, llamadas
raukar
, donde solía detenerse. El conjunto estaba formado por una decena de
raukar
grandes y varios más pequeños, algunos tenían seis o siete metros de altura y buena parte de ellos estaban cubiertos por la flor simbólica de Gotland, la hiedra. Un cartel informativo de la diputación provincial explicaba que los
raukar
fueron esculpidos por el mar de Litorina, hace siete mil años. A Knutas le impresionaban esas concreciones rocosas, parecían una especie de esculturas de piedra torpemente talladas, y su proceso de formación era igual de impresionante.

La roca madre de Gotland estaba compuesta en su mayor parte por arrecifes de coral que se formaron en un mar tropical hace cuatrocientos millones de años. Entre los arrecifes había estratos de rocas calizas y cuando se retiraron los hielos que cubrieron Gotland durante la última glaciación, hace diez mil años, comenzó el levantamiento isostático. En el litoral las olas erosionaron el suelo rocoso. Las rocas calizas resistieron mejor el empuje de las olas que los sedimentos circundantes y permanecieron en pie como pilares aislados.

Al
rauk
más impresionante lo llamaban «Jungfrun», la Virgen, y sobresalía en un promontorio a veintiséis metros sobre el nivel del mar, justo en la entrada al puerto. Con sus doce metros de altura «Jungfrun» era el
rauk
más alto de Gotland y, con ello, una seña de identidad para Lickershamn. El lugar era un remanso de paz con unas cuantas casas alrededor de la pequeña cala y dos espigones donde estaban amarrados los barcos de pesca y los de recreo.

La casa de veraneo de la familia se encontraba a un kilómetro de allí. Era una casa de piedra caliza revocada, de dos plantas, con los marcos de las ventanas, los de las puertas y las esquinas en color vino. El paisaje de alrededor era árido, con pinos y enebros bajos y retorcidos. El terreno estaba rodeado por una cerca de piedra. Piedras había en abundancia en esta parte de Gotland. A la franja costera desde Lummelunda hasta Fårösund, ya en el norte de la isla, se la conoce como la Costa de Piedra.

Petra y Nils los habían acompañado de mala gana. Knutas tuvo que convencerlos con la promesa de que por la tarde saldrían con la barca a pescar. Line bajó del coche y lanzó una exclamación de satisfacción.

—¡Oh! ¡Qué maravilla! —exclamó y respiró profundamente—. Aspirad el aire. Mirad el mar.

Todos ayudaron a meter en casa las bolsas con la comida. Line y los niños estaban ansiosos por bajar a darse un baño, mientras que Knutas decidió quedarse en casa y cortar el césped, aunque el verano había sido tan seco que casi no hacía falta.

En casa, en la ciudad, era sobre todo Line quien se ocupaba del jardín. La diferencia aquí en el campo era que él podía hacerlo en paz. Todo estaba en silencio y no venía ningún vecino a molestar. Al abrir la puerta de la caseta de las herramientas, lo golpeó el aire húmedo. Sacó con dificultad el pesado cortacésped y le puso gasolina. Arrancó obediente al segundo intento.

Le gustaba dar una vuelta tras otra, escuchando el ruido del motor, sin pensar en nada en especial. Todos oían el estrépito del motor y evitaban molestarlo mientras hacía su tarea. Por eso no se daba prisa, al contrario, siempre lo cortaba escrupulosamente.

La casa estaba apartada, fuera del alcance de la vista de los vecinos. En la parte de atrás, al otro lado de la cerca había una pequeña cala resguardada que sólo utilizaban ellos, algunos vecinos y algún que otro turista extraviado. La playa grande de Lickershamn estaba lo suficientemente lejos como para que no los molestaran los bañistas, y lo suficientemente cerca como para que los chicos, si querían, pudieran ir solos hasta allí. A Knutas le parecía que la situación era perfecta. Cuando terminó estaba empapado de sudor, aunque en realidad no había supuesto un gran esfuerzo físico, pues el cortacésped prácticamente iba solo.

Se puso rápidamente el bañador, agarró una toalla y bajó a la playa, donde el resto de las toallas y los albornoces de la familia estaban tirados en un montón de cualquier manera. Se rio para sus adentros observándolos mientras entraba en el agua chapoteando.

Line tenía su cabello pelirrojo y rizado recogido encima de la cabeza con un pasador. Llevaba puesto un bañador muy vistoso, de color azul claro con pequeños y grandes lunares rojos en distintas tonalidades. Tenía la piel clara y cubierta de pecas. A menudo se quejaba de que estaba demasiado gorda, y una vez él se había tomado en serio su monserga de que quería adelgazar; un error que no volvería a cometer jamás. Por su cumpleaños le compró un equipo para entrenar en casa, una tarjeta para acudir a un gimnasio y un bono de sesiones en una clínica de adelgazamiento. Decir que su mujer no agradeció el regalo sería quedarse corto.

Después de quince años juntos Knutas aún podía quedarse maravillado al mirarla y pensar que era su mujer. La amaba y amaba su entusiasmo. Limpiaba la casa y preparaba la comida con la misma pasión; con Line todo era mucho y a lo grande. Fuentes grandes, gestos amplios, mucho jaleo. Se la veía y se la oía, se hacía notar. Como ahora, mientras chapoteaba dando vueltas en el agua.

Tras el baño tomaron café en la terraza.

Cuando Knutas vio a su mujer quitarse los zuecos y empezar a mover los pies con coquetería, observó que le habían salido pecas hasta en los empeines, habitualmente blancos. Line entornó los ojos hacia el sol y él tomó la decisión de no hablar del trabajo durante todo el fin de semana.

E
l olor a carne picada condimentada con especias picantes que salía de la cocina se esparcía por todos los rincones. Ese día los estudiantes de arqueología preparaban juntos la cena. En la cocina el chili con carne hervía a fuego lento en una olla enorme y todos colaboraban.

El menú era sencillo para que les diera tiempo a llegar al concierto de Eldkvarn, que se iba a celebrar a las nueve en el escenario al aire libre que tenía el hotel.

A Martina, que estaba junto a la encimera pelando cebollas con Steven y Eva, le lloraban los ojos, y no era sólo por la cebolla. Tras tomarse unos chupitos de tequila, todos estaban animados y se reían a carcajadas de los chistes malos de los demás.

Los veinte estudiantes que se alojaban en el albergue ocupaban toda la cocina. El resto de los huéspedes que asomaban la nariz por la escalera de caracol advertían inmediatamente que era mejor esperar. Estaban poniendo las tres mesas y la mesilla, que había en uno de los rincones, estaba llena de vasos y botellas. Alguien había traído un radiocasete. Se notaba que el volumen estaba puesto demasiado alto para la potencia de aquel viejo aparato y el sonido empezaba a distorsionarse. El calor había hecho que alguien abriera todas las ventanas y el jolgorio se oía desde lejos.

Martina vestía pantalones vaqueros de talle bajo y camiseta negra. Llevaba la melena rubia suelta. Se maquillaba poco, sabía perfectamente que no lo necesitaba. Un poco de rímel y brillo de labios, nada más. Estaba deseando verlo, no creía que ninguno de los compañeros del grupo sospechara lo que había entre ellos. A veces coqueteaba con otros sólo por el placer de hacerlo rabiar y ver su frustración. En el yacimiento los dos disimulaban y se lanzaban miradas a escondidas. Alguna que otra vez él le rozaba el brazo o la pierna.

—¿Me puedes ayudar a probarlo? —Eva le dio un codazo en un costado y le acercó una cuchara—. ¿Tiene suficiente picante?

—Un poco más —contestó Martina y le puso más guindilla—. La comida tiene que estar picante.

L
a tarde del concierto no pudo ser más maravillosa. El globo del sol al rojo vivo se mecía en la línea del horizonte y cubría el mar con una alfombra de destellos. En el sitio donde se iba a celebrar el concierto flotaba en el aire un olor a cordero recién asado procedente del restaurante, y el público se fue concentrando delante del escenario. Los niños correteaban y jugaban entre las mantas, algunos se daban un baño en el agua resplandeciente. Un grupo de motoristas ya maduritos se habían sentado con una cerveza en la mano para disfrutar de la música. Los acordes suaves de Eldkvarn, su mezcla de pop-rock, enganchó al público e hizo que la mayoría, poco a poco, se pusiera a bailar.

Martina disfrutó de los vapores de la embriaguez y del baile, después de haberse pasado todo el día trabajando en la excavación. Se sentía más que satisfecha. Cuando estaban a punto de recoger las cosas al final de la jornada, había encontrado una moneda árabe de plata, fechada en el año 1012. Todos la felicitaron y ella se sintió tentada de dejar caer la moneda dentro de su bolsillo y guardársela para enseñársela a su padre. Sin embargo, tuvo que conformarse con contemplar un rato en la mano su moneda de la época vikinga.

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