—No lo sé. Depende de cómo vayan las cosas. Tal vez una semana. Y, si encontramos un local, seguramente pasaré aquí la mayor parte del verano.
—Vaya, qué bien. Espero que encuentres algo.
Dio otro sorbito de vino. «Qué hombre más interesante».
Él observó el local y cuando volvió la cabeza, estuvo segura. Llevaba peluca. «Me pregunto por qué —pensó—. Quizá ande muy escaso de pelo». No parecía muy mayor. De su edad, más o menos. «Hay muchos que se quedan calvos muy jóvenes. ¡Jesús!, los tíos también son coquetos y quieren estar guapos». Sus pensamientos quedaron interrumpidos al oír la pregunta:
—¿En qué estás pensando?
—Ah, en nada.
Sintió cómo se ruborizaba de nuevo.
—Qué bonita eres —le dijo acariciándole la rodilla.
—¿Tú crees? —preguntó tontamente, mientras le retiraba la mano.
T
ranscurrida algo más de una hora, la llamaron las amigas y decidió volver a la mesa. Henrik, de todos modos, ya se marchaba. Le había pedido su número de teléfono. Entonces, decidió romper el encanto. Le confesó que estaba casada y que lo de llamarla no era una buena idea.
A la una cerró el bar y el grupo de chicas se disolvió. Se separaron en la puerta, después de abrazarse y prometer que pronto quedarían de nuevo. Frida era la única que vivía en la zona de Södervärn, un par de kilómetros al sur de la muralla. Subió a su bicicleta y empezó a pedalear en dirección a casa.
Cuando cruzó la puerta de Söderport, notó el golpe de aire frío. Siempre hacía más viento fuera de la muralla. «Menos mal que por lo menos la noche está clara», pensó. Siguió pedaleando, se trabó con el pedal y se arañó la pierna, que empezó a sangrar. Le escocía.
Mierda. Se dio cuenta de que estaba más bebida de lo que creía. Pero siguió adelante. Quería llegar a casa lo antes posible.
Giró a la izquierda junto al aparcamiento y pasó ante las instalaciones deportivas de Gutavallen. Cruzó la calle y siguió por la larga, interminable cuesta, al lado de los depósitos del agua. En medio de la cuesta tuvo que parar y bajar de la bicicleta. No podía más.
A la izquierda del camino se encontraba el cementerio. Las lápidas estaban como en una parada tétrica en el interior del muro bajo de piedra. Aunque estaba embotada por el alcohol, sintió que el desánimo se iba adueñando de ella. ¿Por qué se había empeñado en ir en bici? Stefan había intentado convencerla para que tomara un taxi de vuelta a casa, sobre todo después del asesinato de Helena Hillerström, apenas dos semanas antes. Frida zanjó el tema diciendo que era demasiado caro. Tenían que ahorrar. La economía era precaria ahora que habían comprado la casa. Además, el asesino estaba detenido, puesto que era el novio.
Ahora se arrepentía. Pero qué tonta era. El taxi hasta casa no le hubiera costado más de cien coronas. Habría merecido la pena.
Estaba sola en medio del camino. No se veía ni un alma. Lo único que se oía eran sus propios pasos con los zapatos de tacón. Le hacían un daño terrible.
El cementerio se extendía a lo largo de cien metros. Y tenía que pasar junto a él.
Cuando se encontraba a medio camino, oyó pasos tras ella. Fuertes y decididos. Escuchó. Quería volverse, pero no se atrevía. Apretó el paso.
Los pasos se oían cada vez con más claridad. Tuvo la certeza de que la estaban siguiendo. ¿O eran figuraciones suyas? Decidió detenerse. Dejaron de oírse las pisadas. De pronto, se despejó por completo. Todavía se encontraba subiendo la cuesta y no valía la pena intentar ascender en bicicleta. A un lado de la calle estaba el cementerio y al otro, chalés rodeados de jardines frondosos. Todas las ventanas estaban oscuras.
Iba tan deprisa como podía, ya no sentía el frío. Maldijo su falda corta y los zapatos que le torturaban los pies.
Pensó en arrojar la bicicleta a un lado e intentar meterse en algún jardín. Pero en vez de hacer eso, echó a correr. Eso hizo también la persona que iba detrás de ella. Aterrorizada, corrió con todas sus fuerzas. El camino se hizo más llano y empezaba la cuesta abajo.
Estaba a punto de subirse a la bici, cuando dos manos poderosas la agarraron del cuello por detrás apretando los dedos alrededor de su garganta. No podía respirar y soltó la bicicleta, que rodó sola cuesta abajo.
S
tefan Lindh denunció la desaparición de su esposa el sábado por la mañana. Se había despertado a las ocho porque el hijo menor entró en su dormitorio. El lado de Frida en la cama estaba vacío. Lo primero que pensó fue que estaría en el cuarto de baño. No le costó mucho descubrir que su mujer no estaba en casa. Llamó a las amigas, pero no estaba con ellas. Después, al hospital y a la policía, sin resultado. El policía de guardia le pidió que aguardara unas horas más.
Cuando a la hora del almuerzo aún no había vuelto, metió a los niños en el coche y condujo hasta Munkkällaren. Recorrió en coche el camino que creía que Frida había seguido con la bici. A las dos ya no pudo más y volvió a llamar a la policía, enfermo de inquietud. Knutas fue informado y, pensando en el asesinato de la mujer ocurrido apenas dos semanas antes, decidió reunir al equipo de investigación. Mientras esperaba a que llegaran los demás, llamó al preocupado marido, quien estaba desesperado y le rogó que la policía lo ayudase. Su esposa no había desaparecido nunca antes de aquella manera.
—Tranquilo, tranquilo —le animó Knutas—. Ahora vamos a tener una pequeña reunión aquí en comisaría, luego yo o algún colega iremos directamente a su casa. ¿Quedamos dentro de una hora?
Terminó la conversación. Los demás llegaron, uno tras otro, y se fueron sentando alrededor de la pequeña mesa que había delante del sofá: Karin Jacobsson, Thomas Wittberg y Lars Norrby.
—Bueno, tenemos a una mujer que ha desaparecido —empezó Knutas—. Se llama Frida Lindh, tiene treinta y cuatro años, está casada y es madre de tres niños. La familia vive en Södervärn, concretamente en la calle Apelgatan. Desapareció anoche, después de una salida al centro con tres amigas. Estuvieron en Munken, donde cenaron, y luego se sentaron en uno de los bares que hay allí y estuvieron tomando unas cervezas hasta que cerraron. Según las amigas le han dicho al marido, se separaron fuera del local. Entonces era algo más de la una. Frida, la única que vive al sur, se despidió de las demás y salió sola en bicicleta hacia su casa. Después de eso, nadie la ha visto. Esto es lo que ha dicho el marido. Y como Frida Lindh parece que es una madre formal, resulta muy desagradable esa desaparición, opino yo. El marido dice que antes nunca se ha esfumado de esta manera.
—¿No puede ser que se haya ido con alguien a su casa? —preguntó Norrby sonriendo—. Alguien que sea más interesante que el marido…
—Claro que puede haber sido así, pero en ese caso ya habría vuelto a casa a estas horas, ¿no? Diablo, que son casi las cuatro y media. Esta mujer tiene tres hijos pequeños.
—Sí, eso sería lo más lógico, pero en este trabajo uno nunca deja de asombrarse —replicó Norrby.
—¿No te parece que estás exagerando un poco? —intervino Wittberg volviéndose hacia Knutas—. ¿No es exagerado tocar a rebato sólo porque una mujer ha estado en un bar y no ha ido directamente a casa?
Se pasó la mano por la abundante mata de pelo moreno y rizado y a continuación por la barba que le cubría la barbilla y las mejillas. Ante sí tenía una botella de Coca-Cola a medias.
—¿Estás de mal humor por la resaca, o qué? —le pinchó Karin dándole un golpecito en el costado.
—Ah… —se limitó a gruñir Wittberg.
Knutas lo miró irritado.
—Habida cuenta de que tenemos el asesinato reciente de una mujer sobre la mesa, a mí me parece que debemos empezar a trabajar en este caso inmediatamente. Empezaremos interrogando a las amigas. Karin, ¿podrás hablar con la amiga de la calle Bogegatan? Las otras dos viven en la calle Tjelvarvägen, vosotros iréis a hablar con ellas —ordenó dirigiéndose a Wittberg y Norrby—. Yo iré a ver al marido. Después nos encontraremos aquí. ¿Os parece bien a las ocho?
Hubo ruido de sillas cuando todos se levantaron de la mesa. Norrby y Wittberg cuchicheaban entre ellos: «Joder, esto es una locura. Hacernos venir un sábado para esto… Total, por una mujer que ha sido infiel…». Hubo negaciones con la cabeza y suspiros.
Knutas hizo como si no advirtiese nada.
E
staba metido hasta la cintura dentro del agua fría. Estaba helado por dentro, disfrutaba. Le recordaba cuando de pequeño se bañaba con su padre y con su hermana junto a la casa de veraneo. El primer baño en las aguas del mar aún frías. Cómo se reían, cómo gritaban. Uno de los pocos recuerdos felices que tenía de su infancia
.
Su madre, claro, no estaba. No se bañaba nunca. Siempre estaba ocupada haciendo cualquier otra cosa. Fregando, lavando, cocinando, haciendo las camas, recogiendo. Recordaba que le extrañaba que aquello pudiera requerir siempre tanto tiempo. Sólo eran cuatro de familia y su padre también hacía muchas tareas en casa. Pero, fuera como fuese, el caso es que ella siempre estaba ocupada. Nunca tenía tiempo para estar con ellos. Para jugar
.
Si le sobraba tiempo, lo dedicaba a hacer crucigramas. Siempre aquellos malditos crucigramas. Alguna vez intentó ayudarla. Se sentaba a su lado y le proponía soluciones
.
Entonces ella le largaba un bufido y decía que le estaba estropeando la distracción. No quería ninguna ayuda. Era rechazado. Como de costumbre
.
Alzó la vista sobre el mar. Estaba gris y en calma. Como el cielo. Tuvo un sentimiento casi religioso. Todo estaba en calma. Como si el tiempo y el espacio se hubieran detenido. Y allí estaba él. Ya se había acostumbrado un poco a la fría temperatura del agua. Hizo acopio de valor y se sumergió
.
Después se sentó en la tapa del banco y se secó despacio. Se sentía purificado. Había rellenado el espacio del banco sobre el que se sentaba. Estaba acabando con todo lo que le había oprimido durante tantos años. Era como si cuanta más sangre derramaba, más limpio se sintiera
.
S
ödervärn se encuentra a algo más de un kilómetro de la muralla. Esa parte de la ciudad está ocupada en su mayoría por casas de la primera mitad del siglo XX, pero aquí y allá hay también casas de construcción reciente. La familia Lindh ocupaba una de ellas. Era una casa de una sola planta con la fachada de ladrillo blanco, la entrada al garaje bien dispuesta y el buzón de inspiración americana. En la calle unos niños jugaban con un balón. Se turnaban para lanzarlo a la portería, colocada en la acera. Knutas aparcó su viejo Mercedes fuera de la valla de madera pintada de blanco. Observó que había pegatinas en las ventanas que advertían que la casa tenía instalada una alarma antirrobos de una de las más reputadas empresas de seguridad. Aquello era bastante inusual en Gotland.
Llamó y sonó un timbre dentro de la casa.
Stefan Lindh abrió la puerta casi al momento. Tenía los ojos enrojecidos y mostraba signos de desesperación.
—¿Dónde puede estar? ¿Habéis sabido algo?
Hizo las preguntas sin saludar.
—Será mejor que nos sentemos y hablemos un poco primero —respondió Knutas, que entró directamente en el cuarto de estar y se sentó en el sofá de tres plazas con la tapicería de flores estampadas, sin quitarse los zapatos ni la chaqueta. Sacó su bloc de notas—. ¿Cuándo descubriste que Frida no había vuelto a casa?
—Esta mañana, a las ocho, cuando Svante me ha despertado. Es nuestro hijo menor, tiene dos años —Stefan se sentó en un sillón de mimbre, al lado del comisario—. Los niños están en casa de mis padres. No quería que estuviesen aquí ahora que estoy tan inquieto. Tenemos dos más, una niña de cinco años y otro niño de cuatro.
—¿Qué hiciste al comprobar que Frida no estaba en casa?
—Traté de llamarla al móvil, pero no respondió. Luego llamé a sus amigas, ninguna sabía nada. Entonces avisé a la policía. Algo después fui con el coche hasta Munkkällaren y seguí el mismo recorrido que ella tuvo que hacer para volver a casa, pero no vi nada.
—¿Has hablado con sus padres o con otros miembros de la familia?
—Ella es de Estocolmo. Sus padres y sus hermanos viven allí. Pero no se ven ni hablan casi nunca, no tienen muy buena relación. Frida y sus padres, me refiero. Por eso no les he dicho nada. A su hermana no la he llamado porque no quería preocuparla si no era necesario.
—¿Dónde viven tus padres?
—En Slite. Han venido a buscar a los niños hace una hora.
—¿Cuánto tiempo lleváis viviendo aquí?
—No hace todavía un año. Antes vivíamos en Estocolmo. Nos mudamos el verano pasado. Yo he nacido y crecido aquí y tengo a toda mi familia en Gotland.
—¿Cómo estaba Frida cuando salió de aquí? Me refiero a su estado de ánimo.
—Como siempre. Alegre, con ganas de divertirse. Se había arreglado de lo lindo. Está tan contenta de haber conocido a esas chicas… Bueno, y yo también, por supuesto. Al principio no fue fácil para ella venir a vivir aquí.
—Lo entiendo. Perdona la pregunta, pero ¿qué tal estáis Frida y tú? Me refiero a vuestra relación.
Stefan se removió un poco en su asiento. Tenía una pierna cruzada sobre la otra. Cambió de pierna y enrojeció un poco.
—Bueno, bastante bien. La verdad es que tenemos mucho que hacer. Con tres críos, estamos casi siempre liados. No queda mucho tiempo para otras cosas. Tenemos las cosas como la mayoría de la gente. No hay ningún problema serio. Tampoco estamos en el séptimo cielo, claro.
—¿Habéis discutido o ha habido alguna crisis hace poco?
—No, al contrario. A mí me parece que todo funciona mejor últimamente. Fue duro cuando nos mudamos. Ahora parece que Frida se siente bien. Los niños están bien, encuentran divertido ir a la guardería.
—¿Ha ocurrido recientemente algo fuera de lo normal? ¿Habéis recibido llamadas extrañas por teléfono, o ha conocido tu mujer a alguna persona nueva de la que te haya hablado? ¿En el trabajo, tal vez?
—Noo… —respondió Stefan Lindh alargando la respuesta y frunciendo el ceño—. Nada que yo recuerde en estos momentos.
—¿En qué trabaja?
—Es peluquera, trabaja en el salón de peluquería que hay enfrente del supermercado Obs, en Östercentrum.
—Entonces conoce a muchas personas distintas. ¿No ha hablado de algún cliente especial últimamente?
—No, por supuesto que habla de muchos clientes chalados. Pero no ha habido nada especial estos últimos días.