Read Napoleón en Chamartín Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Napoleón en Chamartín (3 page)

BOOK: Napoleón en Chamartín
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—La cosa va mejor de lo que se creía, y lo de Lerín no fue tan desgraciado como se nos quiso pintar. Señores, hay que poner en cuarentena lo que dicen los papeles impresos, porque los diaristas no se cuidan más que de sorprender al público con noticiones, y como ninguno de ellos sabe palotada de lo que llamamos el arte de la guerra…

—Pues a mí me han dicho que lo de Lerín fue un desastre muy grande —afirmó D. Roque—. ¡Bah! Si tenemos unos generales… De lo que está pasando tienen ellos la culpa, y bien sabía yo que vendríamos a parar a esto. Pues qué, si esos señores, en vez de estarse en Madrid todo el mes de Setiembre mordiéndose unos a otros; si en vez de estar aquí diciéndose «yo soy mejor que tú» y disputándose el mando de los cuerpos como perros que riñen por un hueso; si en vez de esto, digo, se hubieran marchado al Norte a perseguir al enemigo, ¿estarían los franceses tan envalentonados?

—Tiene razón que le sobra por los tejados el Sr. D. Roque —dijo la mujer del lañador—. Y yo, que no sé de guerra, le decía a mi marido todas las noches cuando nos acostábamos: «Mira, Norberto, los generales, en lugar de estar aquí y en Aranjuez hablando mal unos de otros y revolviéndolo todo con sus envidias y reconcomios, debieran andar por toda esa tierra de Burgos y Rioja persiguiendo al francés. Que si Llamas manda tal tropa; que si ya no la manda Llamas sino Pignatelli; que si Castaños se opone a que venga Cruz; que si Blake quiere ser más que Cuesta y Cuesta más que todos; que si Palafox manda este cuerpo; que si La Peña no quiere mandar el otro… en fin, cuando después de la batalla de Bailén creímos vernos libres de franceses, y emperadores, y reyes de copas, ahora salimos con que por estarse los generales mano sobre mano en Madrid al olorcillo de la corte y de los obsequios y de las fiestas, han dejado que los otros se arreglen bien y tengan dispuesto todo para darnos un susto».

—Ha hablado Vd. como un padre de la Iglesia, señora doña María Antonia —dijo con oficiosa exaltación doña Melchora, la bordadora en fino—. A mis niñas les dije yo eso mismo el mes pasado. ¿No es verdad, Tulita, no es verdad, Rosarito? Sí, señores, esa es la pura verdad; yo voy viendo que desde que empezó la guerra, desde que hubo aquello de venir los franceses y caer Godoy, nadie ha sabido acertar más que nosotras, y cuando anunciábamos lo que iba a pasar, los hombres graves se reían diciendo: «¿Qué entienden las mujeres de guerras, ni de historias?». Pues vean ahora si entendemos.

—Tiene razón doña Melchora —dijo el señor de Cuervatón—. También se reían de mí cuando anuncié lo que iba pasar. Pero, señores; cuando los de arriba pierden la chaveta como ha pasado aquí, a los tontos y a las mujeres corresponde el imperio del buen sentido.

—No obstante —dijo el Gran Capitán, impaciente por poner el peso de su autorizado dictamen en aquella contienda—, aún no se puede hablar mal de esos valientes generales. Yo no les he explicado a Vds. todavía el plan de campaña. Es preciso que Vds. se penetren bien de esto. Las tropas que mandan Blake, Llamas, Castaños y Palafox, colocadas y extendidas desde el Ebro hasta Burgos, forman un gran semicírculo. Vienen los franceses: el semicírculo se cierra convirtiéndose en círculo, y aquí me tienen Vds. a mi emperador cogido en una ratonera.

—Pero en resumidas cuentas, ¿viene o no viene? —preguntó doña Melchora.

—Yo creo que no —dijo el Gran Capitán, echándosela de malicioso—. Y tengo para mí que todo eso que dicen los papeles acerca de lo que Napoleón leyó en el Senado, es pura invención. Como que hay quien dice que Napoleón está muy enfermo de un tumor que le ha salido en el sobaco izquierdo, y que ya le han sacramentado.

—¿Y Vd. es de los que dan crédito a los mil desatinos que cuentan los patriotas? —exclamó D. Roque levantándose de su asiento—. Aquí creen que se sale del paso contando mentiras y matando de calenturas o alfombrilla a todos nuestros enemigos.

—Y qué, ¿soy hombre para tragar todas las bolas que cuentan diariamente los papeles? —dijo el Gran Capitán sin disimular el desprecio que le merecía la prensa—. Vamos a ver, ¿qué saca Vd. en limpio, Sr. D. Roque, de todas esas hojas que lee día y noche, y que le van a volver loco como al bueno de D. Quijote los libros de caballería?

—Quédese cada uno en su sitio, y no se meta en los trigos ajenos —repuso D. Roque procurando contener su irascibilidad—, que así como yo no me meto jamás en las honduras del arte de la guerra que no entiendo, así debe Vd. respetar las ciencias que no están a su alcance. ¡Qué sería de la sociedad sin papeles públicos! Aquí tengo yo el
Semanario Patriótico
—añadió sacando un voluminoso legajo de uno de los luengos bolsillos de su levitón—, que es el mejor papel que hasta ahora se ha escrito, y contiene cosas muy lindas, y en todo lo que dice no parece sino que habla por boca de Aristóteles y Platón. Desde que en el primer número vi aquello de
La opinión pública es mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos armados
, les digo a Vds. francamente que el tal papelito me enamoró. Yo me quito el garbanzo de la boca para ahorrar los 20 reales que me cuesta cada trimestre; y ¿cómo no hacerlo, si este manjar del espíritu es tan necesario a la vida como el alimento del cuerpo? Así es que los miércoles por la noche no duermo y todo es dar vueltas en la cama, pensando en lo que traerá el
Semanario
al siguiente día. Los jueves son para mí días de delicia, y leyendo mi
Semanario
olvídaseme el comer y el beber, a más de todas mis penas y tristezas que son muchas. ¡Y cómo trata todas las cuestiones! ¡Y con qué gracia le da a cada uno lo que es suyo! ¡Y qué sal tiene para decirle a la Francia todas sus picardías! ¿Pues y el paralelo que hace entre Bonaparte y Maximiliano Robespierre? No pierde ripio para decir a todos las verdades, y a los españoles les suele sacar los trapitos a la colada, como quien dice. En fin, señores, me entusiasma tanto, que el otro día, no pudiendo satisfacer mi deseo de conocer al autor de tan divino escrito, y averiguado que lo es un tal Manolito Quintana, me fui derecho allá, y abrazándole le dije: «Venga acá el extremo de toda discreción, el resumen de la elocuencia y del buen decir, el dechado de la lengua castellana, el azote de los tiranos, el heraldo del patriotismo y el cisne de los derechos del hombre». A lo cual me contestó que él cumplía con su deber y que agradecía tales alabanzas.

—¿Toda esa arenga le echó Vd. al buen autor del
Semanario Patriótico
? —dijo el Gran Capitán—. Pues en verdad digo que si la Junta oyera mis consejos, al punto mandaría suprimir ese y todos los demás papeles. ¿Para qué se quieren papeles?

—Hombre irracional, ¿y cómo se difunden las luces y se propaga la buena doctrina, y se instruye a toda la gente del reino, chicos y grandes? Pues malitas verdades trae el
Semanario Patriótico
… Como todos dieran en leerlo con tanto fervor como yo, pronto se remediarían los males de la Nación. Y no hay que darle vueltas, señores, lo que este dice es el Evangelio. ¿Quién podrá desmentir aquello de
el tirano es un hombre que abusa de las fuerzas de la sociedad para someterla a sus pasiones propias, y así la tiranía no es otra cosa que la injusticia apoyada en la violencia
? ¿Qué tal? ¿Pues y dónde me dejan Vds. aquello de los derechos
esenciales, sagrados e imprescriptibles
que corresponden al hombre, y que le usurpa el pícaro del poder absoluto?… Nada, nada, Sr. D. Santiago, amigo Cuervatón, señoras y señoritas: tengan Vds. presentes estas palabras: «La violencia, la opresión, la credulidad, llegan frecuentemente a adormecer a los pueblos, a fascinar su entendimiento, a quebrantar en ellos los resortes de la naturaleza; pero cuando por favorables circunstancias abren los ojos y oyen la voz de la razón; cuando la necesidad les fuerza a salir de su letargo, entonces ven que los pretendidos derechos de sus tiranos, no son sino efectos de la injusticia, de la fuerza o de la seducción; entonces es cuando las Naciones, acordándose de su dignidad, ven que ellas no se han sometido a la autoridad sino para su bien, y que jamás han podido dar a nadie el derecho irrevocable de hacerlas felices».

- IV -

Dotado de maravillosa memoria, D. Roque recitaba trozos enteros de lo que había leído en sus papelitos, sin mudar una sílaba. No he conocido varón más sencillo e inofensivo que aquel fogoso lector del
Semanario
, comerciante que había venido muy a menos y a la sazón, sin negocios, sin familia y con poquísimo dinero, vivía en aquella casa, manteniéndose con su casi invisible renta. Así como el Gran Capitán oyó lo de
la opresión y la injusticia
, con los razonamientos puestos a continuación, que no entendiera menos, si estuvieran escritos en caldeo, se encaró con su amigo, y burlonamente le dijo:

—¿Se ha acabado la jerga? Qué lástima que no viniera por aquí el padre Salmón, para que le contestase, y entre los dos se armara una marimorena de
distingo acá… distingo allá… necuacua… útiquis… reñega mayora…
y otras palabrillas que se usan en las disputas de los
tiólogos
.

—¡Teólogos a mí! ¡A mí teólogos y con cascabeles!… ¡Y de la madera del padre Salmón! —exclamó D. Roque guardando el
Semanario
en el almacén de sus profundas faltriqueras.

—Y ha de venir esta tarde Su Paternidad —dijo agridulcemente la menor de las hijas de doña Melchora—, pues prometió darme una receta para este mal de la barriga que ha diez días tengo.

—Sí que vendrá —añadió la mayor—, pues quedé en pegarle dos botones en el cuello, y él dijo que traería la cinta azul.

—Pronto tendremos aquí a ese reverendo Salmón —añadió doña Gregoria—, y ya tengo echada la llave a la despensa, porque para saqueos bastante tenemos con los de los franceses.

No había concluido estas palabras la discreta esposa de Fernández, cuando se oyó en el patio de la casa gran ruido de voces, entre las cuales descollaba una cencerril, abajetada y bronca, que no era otra sino la de aquel lucero de la Merced, el padre Anastasio José de la Madre de Dios, vulgarmente conocido por padre Salmón; que este era su apellido, y no Salomón como algunos le llamaban sin intención de burla.

—Ahí está, ahí está ese bendito —dijeron en coro las hembras de la reunión—. Gabriel: corre y tráele acá, porque si le cogen por su cuenta las del polvorista… ¡ay, qué pesadas son! Ya están llamándole las escofieteras. Pues no, no ha de venir sino acá.

Salí para impedir que la persona del reverendo fuera secuestrada por cualquiera de las familias que salían a su reclamo por las diversas puertas que se abrían en aquellos largos corredores, y lo primero que vi fue al fraile rodeado de enjambre de chiquillos, los cuales haciendo mil cabriolas y juegos en su derredor, le mostraban según su arte propio, la satisfacción de la casa toda por verle en ella.

—Tomad, piojosos, tomad esas almendras fallidas que para vosotros serán bocado de ángel —les decía el padre—. ¿Ya salió tu padre de la cárcel, Jacintillo? Y por fin ¿llevasteis a vuestra abuela a los Desamparados? Dime, hijo de la Canela, ¿está el oficialillo en el cuarto de tu madre? ¿Con que se os murió la gallina?

Y al mismo tiempo el antepecho del vasto corredor parecía la barandilla de un teatro, pues no había un palmo vacío, sino que allí estaba la vecindad toda, aguardando a que Su Paternidad subiese.

—Venga acá, padre, que este trapalón de mi marido me quiere pegar por celos. Pero di, cabeza jilvanada, ¿no soy la mujer más honrada del mundo?

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