Naufragio

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Authors: Charles Logan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Naufragio
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Una nave exploradora que se acerca a un nuevo planeta sufre un accidente del cual finalmente solo se salva un explorador que irá a parar al planeta. Presa del pánico, se decide en un principio a suicidarse, pero poco a poco irá disfrutando del nuevo mundo en su tarea por encontrar vida y un sentido a su evolución, siempre con la dificultad de hacerlo todo en soledad.

Rara vez los premios literarios sirven para otra cosa sino para confirmar a los autores consagrados. En este caso, por el contrario, asistimos a una verdadera revelación.

Un novel autor inglés produjo una auténtica obra maestra, tras acumular sobre su tema todas las dificultades imaginables: un Robinson del espacio, totalmente solitario y varado en un planeta inhóspito cien por cien.

¿Qué resultado se puede sacar de semejante fábula?

Una emoción tremenda, casi insoportable; una versión moderna del mito de Sísifo, del hombre en lucha con la inmensidad del Cosmos, ciega y sorda; una lección moral de fuerza extraordinaria. No es habitual que la ciencia-ficción alcance tal profundidad, conservando al mismo tiempo los ingredientes que hacen el encanto de la novela de aventura… y de su forma moderna, que es la novela de anticipación.

Charles Logan

Naufragio

ePUB v1.0

arthor
28.06.12

Título original:
Shipwreck

Charles Logan, 1975.

Traducción: Gonzalo Zaragoza

Editor original: arthor (v1.0)

ePub base v2.0

1

Solo, asustado y cansado, Tansis se arrodilló junto a la tumba, agarrando fuertemente una azada que mantenía izada ante él, como si fuera un bastón para ayudarle a ponerse en pie. Cuatro tumbas, cuatro entierros de unos amigos que había conocido durante toda su vida, cuatro largas y dolorosas muertes por radiación. Ya no habría más cuidados ni más consuelos. Todos habían muerto.

Miró de soslayo al cielo blanco y deslumbrante que ocultaba todo rastro de estrellas y de lunas, todo rastro del sol distante. Nunca vería ya aquel débil punto luminoso que consideraba su hogar; nunca se encontraría de nuevo con ningún ser humano. Pensó en su propia muerte, algo que se había convertido en un tema familiar, tantas veces meditado, idea consoladora de su propia conmiseración. Tenía pastillas para dormir. En cualquier momento que quisiera podría tomar esa dosis adicional, cuidadosamente medida, y salir así de esta pesadilla.

Se quedó un rato de rodillas. Éste era un mundo agotador, incluso para ponerse en pie; todo pesaba un quinto más, y esa gravedad adicional comenzaba a hundir y a eliminar todo nuevo esfuerzo.

¡ Dios mío! ¿Qué podrían hacer los hombres en un universo como éste? Era evidente que al universo esa pregunta no le importaba. Éste era el noveno fracaso. El noveno intento de encontrar algo parecido a la Tierra en algún lugar del espacio. Pero había sido el intento más desastroso, doblemente desastroso para él, porque aún estaba vivo y porque aún sufría, porque aún esperaba que el próximo capítulo de accidentes acabara también con él.

¿Cómo pudo estallar la nave expedicionaria y quedar totalmente destruida? Sesenta y cinco años de vuelo casi perfecto, siete mil cargas nucleares impulsando la nave a la velocidad máxima. Dos generaciones de cabotaje entre las estrellas. Él había nacido en esa nave. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y en el pecho sentía una opresora sensación de dolor. Podía muy bien llorar como un niño, porque nadie iba a verle. Su padre y su madre habían muerto; su hermana había muerto; y su hogar desapareció destruido por el fuego.

Otras siete mil bombas habían detonado durante un mes a la entrada del sistema de Capella, para hacer que la nave se acoplara al mismo ritmo pedestre que la parte sólida del universo parecía preferir; luego tuvo lugar una última maniobra para poner la nave en órbita alrededor del planeta blanco, el sexto a partir del primario. Uno de los catorce mil dispositivos nucleares —la manzana podrida del cesto— detonó prematuramente a una distancia de una fracción de segundo del punto de detonación, en el foco del gran escudo de tungsteno y titanio, que recibió la explosión y el calor emanado y, como reacción, impulsó la nave hacia delante.

El armazón externo se resquebrajó; la nave, encaramada sobre su parte posterior, tenía la mitad inferior hecha pedazos y la superior chamuscada por la radiación; pero eso no fue todo. El universo se dedicó entonces a jugar sin piedad con ese trozo de materia inflamada, sin ninguna consideración hacia quienes aún estaban dentro, muñéndose.

Tansis recordó de nuevo la imagen del armazón externo rompiéndose por la tensión de la inercia, mientras la nave giraba incontroladamente. Tansis volvió a ver las piezas del armazón moviéndose y centelleando a la luz áspera de Capella, conforme irradiaban y se alejaban de su nave de exploración. También vio que la nave principal —su hogar— se desprendía del armazón externo, mientras iban cayendo piezas inflamadas desde el extremo posterior.

Entumecido, se había sentado en el puesto de control de su pequeño vehículo de exploración, aislado ante el silencio del acontecimiento; sin embargo, luego, presa del pánico, olvidó todo su entrenamiento de piloto y lanzó su aparato hacia la nave-hogar abatida, no dando en el blanco debido a que calculó mal el ángulo; empleó una hora para ajustar la velocidad. Ojalá no lo hubiera hecho. Eso es lo que había pensado muchas veces en las últimas diez semanas, sintiéndose luego culpable. Porque, a pesar de todo, logró rescatar a cuatro personas y traerlas aquí, si es que puede llamarse rescate llevar a alguien a morir a otro sitio. Había hecho lo que había podido, aunque ahora no sirviera de nada. Y, sin embargo, hubiera deseado no entrar en la nave. Un infierno en medio de la oscuridad. Tantos muertos que no los podía reconocer; ruinas y escombros inflamados que parecían extraños. Aquello no era su hogar, ni el lugar de su infancia; todo eso había desaparecido, al igual que la misma Tierra; se había ido hacia atrás, remontando los años luz del pasado.

La nave de entrada planetaria, amarrada al extremo delantero de la nave principal, quedó protegida del estallido. Nunca pudo recordar con mucha precisión cómo consiguió meter allí dentro a los cuatro supervivientes, cómo pudo separarse de la nave principal, corregir su rotación, hacer que adoptara la ruta de entrada, y guiarla para que descendiera sobre este planeta. Y, sin embargo, debió hacerlo de algún modo, porque los otros estaban en un estado de conmoción demasiado profundo para haberlo hecho por sí mismos. Recordando lo ocurrido, le parecía que todo era parte del mismo desastre, como si el estallido de aquella carga descontrolada le hubiera hecho aterrizar sobre esta pradera verde azulada, bajo este cielo deslumbrante.

No sabía qué debía hacer ahora. Tenía la sensación de haber acabado el trabajo; ahora debía volver a casa a descansar. Sin embargo, le vino el sentimiento desgarrador de que su situación actual ya no tendría fin, de que el tiempo ya no era suyo. Había estado tan atareado durante las diez últimas semanas ocupándose de los demás, tan inmerso en sus necesidades, que se había olvidado de sí mismo. Pero ahora la soledad y el sentimiento del absurdo le envolvían por completo.

Tenía sed, estaba sudando y le dolía la espalda. Lo que podía hacer era tomar un trago, ducharse y quitarse ese maldito traje espacial, sí, salir de él de una vez. Se incorporó con dificultad y avanzó renqueando hacia la nave de aterrizaje planetario, preguntándose cómo sería este mundo sin un traje de protección. No había tenido tiempo de efectuar pruebas sobre su habitabilidad, y sólo se atrevió a salir de la nave estando totalmente aislado y respirando el aire de los depósitos.

Tal vez se sintiera menos deprimido si el paisaje fuera más interesante, pero había elegido la seguridad y había aterrizado en una zona de las latitudes templadas, la más plana y abierta que pudo encontrar. Hasta ese momento no se había dado cuenta del clima; tan sólo de que los días eran de treinta y dos horas y de que no tenían ninguna característica distintiva: el cielo siempre estaba blanco, no había vientos ni lluvias. La temperatura del exterior, indicada en el termómetro de su traje espacial, era de unos treinta grados centígrados, es decir, la de un día de verano caluroso allá en la Tierra.

Lo único interesante era la misma nave remontándose hacia lo alto; lo demás era una llanura totalmente plana, de color verde azulado, sin ningún punto de referencia para calcular distancias. A veces parecía que podría alcanzar el horizonte en unos cuantos pasos; en otros momentos se sentía como una hormiga en una pista de baile. Ahora tenía esta última sensación, y lo único que le preocupaba era la nave y conseguir volver a ella.

Cuando entró en la nave se quitó el traje espacial y se sintió mejor. La agorafobia era su gran problema, porque, después de todo, había nacido y crecido dentro de una nave espacial, y el navío de aterrizaje era un pedacito de su hogar, con la misma luz difusa, los mismos muebles acolchados, los mismos paneles pulidos, y con todos los servicios al alcance de un botón.

Se distrajo preparando café, y decidió tomar una buena comida, aunque no tuviera excesivas ganas.

Se sentía extrañamente libre aunque, al igual que un lobo, la soledad rondara las puertas de su espíritu. Podía hacer lo que quisiera, podía comer lo que quisiera; no había ya necesidad de racionamiento.

Puso el tocadiscos a todo volumen, algo que nunca en su vida se había atrevido a hacer. Un concierto de violín de Brahms invadió la nave mientras comía. Pero la música acabó demasiado pronto, y la soledad volvió a rodearle. Seleccionó otra grabación y se puso a merodear por la nave, dispuesto a hacer primero una cosa y luego otra, pero demasiado abatido para hacer nada. Estuvo mucho tiempo en la sala de reunión, caviloso, entre sofás vacíos y deshabitados, y luego, sin pensarlo más, fue a su litera, se desnudó, y casi al momento se quedó dormido.

Aún era de día cuando despertó, sintiéndose todavía agotado; o tal vez fuera ya el día siguiente, lo que querría decir que había estado durmiendo unas veinte horas como mínimo; pero no se molestó en comprobarlo. Se levantó rápidamente, sobre todo porque se sentía solo y triste y tenía que moverse y hacer algo.

El silencio era insostenible, y tenía que detenerlo. Ordenó al computador de la nave que hubiera una música ambiental constante, de una selección aleatoria de grabaciones. Desayunó, descubriendo que tenía un hambre canina, y luego se sentó en la cabina de reunión tomando un café tras otro. Le parecía estar viviendo como un millonario, o como si fuera el último hombre de la tierra, libre de hacer todo lo que quisiera. Pero luego el aburrimiento y la sensación de absurdo cayeron de nuevo sobre él. Comenzó a pensar en cómo y cuándo debería poner fin a su vida con aquellas pastillas, y fue a verlas. Escrutó fijamente el paisaje exterior, sin ninguna característica notable, y de repente tomó una decisión.

Se dirigió a la cabina de mando y ordenó al computador que proyectara en la pantalla los mapas fotográficos del planeta que tomara al efectuar la entrada. Advirtió que no eran completos, ni mucho menos. La nave no había efectuado una órbita completa alrededor del planeta para entrar en él, y sólo había fotografiado dos tercios del hemisferio norte. No disponía de ningún mapa que cubriera todo el planeta. Entonces recordó que sólo había ordenado que se tomaran mapas en un momento muy avanzado de la operación de entrada. Bien sabía la ingente cantidad de problemas que había tenido en aquellos momentos. La prospección exhaustiva de reconocimiento inicial estaba aún allá arriba, completa, en el computador de la nave exploradora, o tal vez en la nave principal que naufragó, y ambas se encontraban ahora a cien mil kilómetros sobre su cabeza, probablemente en dirección a Capella, hacia un final glorioso.

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