Al continuar la nave su ascenso vertical intentó decidir una ruta. A nueve mil metros de altura el computador intervino de nuevo: «Por favor, indique instrucciones sobre curso y destino».
El computador había calculado ya que por encima de nueve mil metros de altura y a ese ritmo de ascensión pronto entrarían en un rumbo orbital, y las normas oficiales exigían que todo recorrido orbital debía ser pasado al computador para que éste lo manejara.
Tansis recordó de pronto la línea de islas que había adivinado a lo lejos en el océano occidental. Parecían algo distinto. Nunca había estado en una isla, y tal vez la evolución hubiera seguido en ellas un curso distinto; de cualquier modo, una isla era pequeña y por ello era menos probable que estuviera llena de peligros. A pesar de todo, no quería aterrizar en una situada en la zona tropical; tal vez la que se encontraba más al norte, frente a la costa del desierto, le fuera bien.
Solicitó los mapas fotográficos a gran escala e indicó la isla más septentrional. Dejó que el computador realizara el monótono trabajo de calcular la distancia, la altura y la trayectoria. Muy aliviado, dejó el control al computador y se sentó a descansar, dándose cuenta entonces de que aún estaba tembloroso y que el sudor le bañaba el rostro. Esta capa de cintas era como un monstruo devorador, y cuando crecía en los trópicos era una auténtica locura. Le había asustado tanto como una fiera que se hubiera abalanzado sobre él para atacarle. Tenía fuerza suficiente para destruir la nave, y le estremecía pensar que pudiera quedar atrapado dentro de un pozo de pesadilla y que luego esa capa vegetal se fuera cerrando por encima de él, enterrándolo vivo.
La nave se elevó y giró gradualmente conforme el computador calculaba la mejor ruta y corregía ligeramente la marcha, guiando la nave: «Veintiún minutos y quince segundos antes del aterrizaje», apareció en pantalla. Tansis se puso en pie y bajó las escaleras para tomar un café. Quería dejar que el computador se hiciera cargo de todo el mayor tiempo posible; era lo único que en este maldito planeta se preocupaba de su vida y de su muerte; aunque tampoco eso era totalmente cierto, porque se trataba sólo de una máquina que obedecía un conjunto de instrucciones, algunas de ellas dadas hacía sesenta y cinco años; sin embargo, daba la impresión de preocuparse de él, y el efecto práctico era el mismo.
La señal de aviso sonó en la nave demasiado pronto (o así le pareció) y tuvo que regresar a su asiento. Una gran isla de silueta cuadrada iba rellenando rápidamente el paisaje por debajo de él. Tenía una gran montaña en el centro. Calculó con el radar que la cumbre alcanzaba más de tres mil metros, y el pico se divisaba por debajo de la nave. Estaba cubierto de vegetación, aunque la parte inferior de la isla estuviera desierta en su mayor parte, a juzgar por el colorido. Eligió el lado de la isla con la llanura costera más desarrollada, y descendió lentamente, viendo surgir las montañas ante él. Aproximadamente un cuarto de pendiente abajo la vegetación acababa repentinamente trazando esa frontera claramente delimitada, característica de este mundo. Se sucedían laderas desérticas con árboles aislados. Al ir descendiendo más, a pocos cientos de metros por encima de la superficie, apareció un cinturón de vegetación que ceñía el pie de la montaña, y más allá, el desierto, con árboles aislados alargándose hasta la orilla del mar, a cinco kilómetros de distancia.
En esta ocasión parecía que finalmente había encontrado lo que estaba buscando, y contempló el mundo que le rodeaba a través de las ventanas de la cabina de mando. El paisaje tenía variedad. A la derecha se extendía el mar, lleno de olas centelleantes; a la izquierda, las laderas macizas, gris y ocre, de las montañas. Había algunos árboles «reloj de arena» esparcidos por las cercanías, pero no estaban separados por distancias exactas como pasaba en el desierto. Ahí, delante de él, se encontraba el cinturón de la capa de cintas, tal vez de kilómetro y medio de anchura en algunas partes, serpenteando y cubriendo el pie de la montaña.
Todo el lugar parecía más razonable. Aunque Tansis nunca había estado en la Tierra y en toda su vida no había conocido más que los confines de una nave espacial, este tipo de paisaje le agradaba. Más aún, podía hasta decir que le parecía bello. ¿Cuál era la definición de los antiguos filósofos? «La belleza es lo que agrada a la vista». Bien, pues sí que le agradaba; se sentía impaciente por salir y recorrer la zona inmediatamente.
Tan pronto como se encontró fuera, se abrió camino hacia la capa de cintas para averiguar si había también allí una cueva subterránea. Esta vez había aterrizado tan cerca, que tenía cable suficiente para llevar hasta la masa vegetal un cortador láser para horadarla sin asustarse, ya que no saldría ninguna cantidad de humo.
El láser cortó con rapidez y profundidad, causando sólo pequeños borbotones de humo y pequeñas chispas centelleantes. Después de unos minutos de trabajo taladró casi dos metros de profundidad en un círculo de más de un metro de diámetro, pero aquella materia no parecía hundirse por el agujero como había esperado. Debía de estar muy apretada, sustentada por todos los lados, como un corcho que tapa una botella. Corriendo un posible riesgo, saltó encima, y la capa vegetal se hundió tan sólo un poquito. Regresó a la nave en busca de una cuerda y de un gancho; lo metió en el centro del orificio taladrado e intentó tirar hacia afuera. Se agitó un poco, y crujió, pero no se movió del sitio.
Le parecía estar dedicando la mitad de su tiempo a hacer cosas ridículas y absurdas. Finalmente decidió utilizar los miles de caballos de vapor que tenía a su disposición, como era lógico que hiciera el rey de la creación, para que su nave levantara ese tapón de cintas. Ató la cuerda a la plataforma del ascensor exterior, y dio instrucciones para que se elevara la plataforma.
La cuerda se tensó, el tapón voló por los aires y se desintegró formando una lluvia de fragmentos diminutos, y el gancho dio contra el flanco de la nave con un ruido que estremeció toda su estructura; sin embargo, Tansis había conseguido abrir un agujero en la capa de cintas. Tuvo entonces la sensación, como ya le había ocurrido muchas veces, de que era bueno no tener a ninguno de sus superiores por medio comprobando lo que hacía.
Con auténtica prisa corrió hacia el agujero para mirar adentro. Allí abajo había una auténtica cueva y sin pensarlo dos veces gateó por el borde, se dejó caer descolgando todo su cuerpo y sujetándose por los dedos, y dejándose caer en el suelo de arena blanda del interior.
Una luz tenue y verde le envolvía y veía por encima de él un techo levemente iluminado. Se sentía rodeado, y a salvo, pero al mismo tiempo notaba el espacio amplio, y éstas eran las dos cosas que más necesitaba cualquier persona nacida a bordo de una nave espacial. Este lugar satisfacía una de sus más profundas necesidades psicológicas. Miró en dirección a la tenue distancia. Era igual que en la cueva del desierto, las mismas bellas columnas de soporte, el trazado delicado de raíces grises en la arena y un chorro de luz blanca que entraba por el orificio que él había hecho.
Inició su exploración, y luego recordó que disponía de un sistema para orientarse, lo cual le hizo descansar un rato. Como la nave se encontraba por encima del borde de la capa de cintas no podía divisarla, y las rutas que llevaban a la nave en línea recta pudieran no hacerle regresar necesariamente al orificio de entrada, que podría perder de vista en este bosque de troncos. Decidió bajar un transmisor a la entrada para que le marcara una dirección que fuera en línea recta al agujero, y al decidirse a regresar a la nave se dio cuenta, horrorizado, de que no había bajado ninguna escalera ni ninguna cuerda, y de que el orificio se encontraba en el techo, a tres metros por encima de su cabeza.
Tansis intentó con todas sus fuerzas vencer el pánico que le dominaba, mientras otra parte de su persona tenía deseos de abofetearse por haber sido tan imbécil. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo pequeño que era en relación con su entorno, y parte de su seguridad íntima se desvaneció, para nunca regresar del todo. Su angustia creció al pensar en que tal vez pudiera quedar aislado de la nave. Debía regresar a ella, tenía que hacerlo, pues no podía imaginar la vida sin su nave espacial.
Intentó dar un salto, pero el traje y la fuerte gravedad convertían sus esfuerzos en brincos sin importancia, tan claramente inútiles que sólo saltó una vez. Anduvo hacia atrás unos cuantos metros y luego echó a correr hacia el agujero, extendiendo los brazos hacia arriba. Pero el agujero pasó por encima, y Tansis aterrizó sin haber alcanzado su objetivo, e irritado consigo mismo. Jadeante, estuvo estudiando el agujero con detenimiento. Tendría que trepar sobre algo, o ponerse de pie encima de algo.
Miró los troncos de soporte. El más cercano estaba a dos metros y medio de distancia del agujero. Había una posibilidad, la de trepar tronco arriba para colgarse del techo de algún modo, y avanzar hasta el agujero. Intentó trepar por el tronco, pero la membrana de plástico protectora del traje era demasiado fina para permitirle agarrarse. No estaba previsto que un explorador subiera a un árbol; se suponía incluso que nadie querría hacerlo. Tendría que tallar el tronco haciendo escalones. Sacó el cuchillo y entonces se le ocurrió una idea mejor: lo clavó en el tronco, muy hondo, empujándolo lo más posible. Se encaramó sobre el cuchillo y, sintiéndose un poco raro, se abrazó estrechamente al tronco. Equilibrándose sobre un pie, y otra vez apenas sin aliento, elevó la mano hacia el techo. Lo tocaba por los pelos. Alcanzándolo a tientas, con la cabeza hacia arriba formando un ángulo violento, hundía sus manos en el techo, metiéndolas entre las cintas retorcidas que esperaba no se desenredarían cuando descargara todo su peso. El corazón le latía alocadamente, y el sudor bañaba su rostro. Respiraba con dificultad, se agarró del techo y se descolgó. La cinta se balanceaba como un cable elástico, pero soportaba su cuerpo. Soltó una mano, la volvió a hundir entre las cintas, se agarró de la otra, y logró estar colgado del techo a mitad de camino del orificio. Agarrándose convulsivamente, y pasando la otra mano, casi incapaz de respirar, y sudando tan copiosamente que el sistema de apoyo vital del traje era incapaz de limpiar su transpiración, pudo llegar al borde del orificio.
Y esto iba a ser lo peor de todo. Tenía que girar el cuerpo, extender la mano y agarrarse del agujero. El pánico le sobrecogía, pero triplicaba sus fuerzas; forcejeó por el lado del orificio, logró pasar un brazo y se quedó colgando medio exhausto, mitad dentro y mitad fuera. De algún modo debió pasar todo el cuerpo, porque cuando se dio cuenta de algo se estaba deslizando hacia atrás. Golpeando en el suelo violentamente con brazos y piernas, rodó por el suelo, fuera ya del agujero, y cayó extendido sobre la superficie de la capa de cintas.
Mucho tiempo después, Tansis regresó renqueando a la nave, con el único deseo de ducharse y de dormir. Es superfluo indicar que la depresión le había vuelto y que le duró todo el día.
En los días siguientes Tansis equipó el orificio con dos escaleras, una cuerda, un transmisor de direcciones, una mochila de recambio de apoyo vital y un asiento reclinable. Estuvo horas y horas debajo de la capa de cintas explorando, haciendo pruebas y mediciones o a veces simplemente disfrutando allí sentado de la luz y del espacio, mientras escuchaba música retransmitida desde la nave.
En otras expediciones caminó hasta la costa, a cinco kilómetros de distancia, y allí encontró auténticas playas de arena. La capa de cintas azules del agua salada no aparecía aquí. ¿Querría eso decir que se trataba de una etapa más tardía en la evolución de la capa de cintas, producida tal vez después de la formación de la isla? Ciertamente, la habilidad de vivir en agua salada debía de ser un desarrollo tardío, porque debería haber costado centenares de millones de años que los mares alcanzaran su salinidad actual, de modo que las formas primitivas de vegetación deberían ser de agua clara.
La montaña de esta isla tenía el aspecto de ser volcánica, y la mayor parte de las otras islas tenían un gran pico central similar a éste. ¿Qué antigüedad tendrían? Intentó estudiar la geología de la montaña y efectuar perforaciones y perfiles sísmicos.
Sin embargo, los lugares que más le interesaban eran la costa y el mar. En esta isla no había ni bahías protegidas ni rías; el océano abierto batía contra sus cuatro lados desiguales sin ninguna contención, y esperó en vano un período de aguas tranquilas, como sabía que a menudo ocurría en la Tierra. Los mares de este mundo no tenían mareas, y parecían estar perpetuamente inquietos.
Cierto día, armándose de todo su valor, salió con la lancha e intentó navegar en el agua picada cerca de la costa, pero sintió que le volvía la oleada creciente de la náusea y regresó a tierra apresuradamente. No vio ninguna de aquellas extrañas criaturas marinas que saltaban y que le habían observado con tanta curiosidad. Su principal hallazgo fueron varios tipos de criaturas planas, como tortas, que se movían en la playa exactamente bajo la línea del agua. Eran más primitivas que todas las demás clases de animales, y su composición química se acercaba más a la estructura química original de las primeras formas de vida. Tansis comprobó que eran lo más comestible que había encontrado hasta entonces, y que mediante un proceso bastante sencillo se convertían en proteínas bastante aceptables para el ser humano. Sin embargo no intentó comer ninguna de ellas. «El procedimiento de prueba y error está muy bien cuando hay cientos de personas, pero es un suicidio cuando eres la única». A pesar de todo, era un alivio saber que habían suministros abundantes de comida autóctona comestible, si alguna vez resultara posible vivir como un nativo en este planeta.
Su segundo descubrimiento fue aún más interesante. Había un tipo distinto de vida vegetal en este planeta, pero crecía en el mar. Pequeñas hojas deshilachadas de un color verde amarillento flotaban en el agua marina y se recogían siguiendo la línea de las olas y en grietas entre las rocas. Se parecían a las algas terrestres, y eran mucho más primitivas que la capa de cintas. Debían de haber sido dejadas atrás en el curso de la evolución, y permanecían en el mar. Como ocurría en el reino animal, se acercaban más a las estructuras bioquímicas de la Tierra, y podían hacerse comestibles con métodos menos complejos que los que necesitaba la capa de cintas.