—¿Y?—dijo Madeleine.
—¿Y?—repitió él, haciendo como si no hubiera entendido muy bien la pregunta.
Ella sonrió con impaciencia.
—Era Jack Hardwick.
Gurney estaba a punto de preguntarle a su mujer si recordaba a Jack Hardwick, investigador jefe en el caso Mellery, pero al ver la expresión de su mirada no necesitó preguntar. Era la expresión que adoptaba cada vez que surgía un nombre relacionado con esa terrible cadena de asesinatos.
Ella lo miró, esperando, sin pestañear.
—Quiere que le aconseje.
Madeleine siguió esperando.
—Quiere que hable con la madre de una chica a la que mataron. El día de su boda. —Estaba a punto de decir cómo la asesinaron, de describir los peculiares detalles, pero comprendió que sería un error.
Madeleine asintió de manera casi imperceptible.
—¿Estás bien?—preguntó él.
—Me estaba preguntando cuánto tardarías.
—¿Cuánto…?
—En encontrar otra… situación que requiriera tu atención.
—Lo único que voy a hacer es hablar con ella.
—Exacto. Y luego, después de una larga y agradable charla, concluirás que no hay nada especialmente interesante en que maten a una mujer en el día de su boda, bostezarás y te irás. ¿Es así como lo ves?
La voz de Gurney se tensó como en un acto reflejo:
—Todavía no sé lo suficiente para verlo de ninguna manera en particular.
Madeleine le ofreció su clásica sonrisa de escepticismo.
—He de irme—dijo. Luego, al parecer reparando en la pregunta que aparecía reflejada en la mirada de su marido, añadió—: A la clínica, ¿recuerdas? Te veré esta noche. —Y se marchó.
Al principio, Dave solo se quedó mirando el umbral vacío. Luego pensó que debería ir tras ella, empezó a hacerlo, llegó hasta la mitad de la cocina, se detuvo y se preguntó qué iba a decirle, no tenía ni idea; pensó que debería ir tras ella de todos modos y salió al jardín por la puerta lateral. Sin embargo, cuando llegó a la parte delantera de la casa, el coche de Madeleine ya estaba en la mitad del bacheado sendero que dividía el prado en dos. Se preguntó si su mujer lo había visto por el espejo retrovisor y si cambiaba algo el hecho de que hubiera ido tras ella.
Los últimos meses había imaginado que las cosas estaban yendo muy bien. La emoción descarnada al final de la pesadilla del caso Mellery los había llevado a una paz imperfecta. Ambos se habían deslizado con suavidad, de una manera gradual y casi inconsciente, hacia patrones de conducta cariñosos, o al menos tolerantes, que semejaban órbitas elípticas separadas. Mientras él daba sus conferencias ocasionales en la Academia de Policía estatal, Madeleine había aceptado un puesto a tiempo parcial en la clínica de salud mental de la localidad, donde se ocupaba de realizar las evaluaciones de ingreso. Era una función para la cual estaba mucho más que cualificada, gracias a su título de trabajadora social clínica y su experiencia, pero parecía proporcionar un sentido de equilibrio a su matrimonio, un alivio de la presión de las expectativas poco realistas que tenían el uno del otro. ¿O eran meras ilusiones?
Ilusiones. El calmante universal.
Gurney se quedó de pie en la hierba mustia, observando el coche de su mujer, que desaparecía por detrás del granero hacia la carretera. Tenía los pies fríos. Bajó la mirada y descubrió que había salido en calcetines y que estos ya estaban absorbiendo el rocío de la mañana. Al volverse para entrar otra vez en la casa, un movimiento junto al granero captó su atención.
Un coyote solitario había salido de entre los árboles y estaba trotando por el calvero, entre el granero y el estanque. A mitad de camino, el animal se detuvo, volvió la cabeza hacia Gurney y lo estudió durante diez largos segundos. Era una mirada inteligente, pensó él. Una expresión de cálculo puro y objetivo.
—¿
Cu
ál es el objetivo común en todas las misiones secretas? La pregunta de Gurney fue recibida con diversas expresiones de interés y confusión en las treinta y nueve caras del aula de la academia. La mayoría de los profesores invitados empezaban sus conferencias presentándose y mostrando los elementos más destacados de su currículo. Luego exponían con brevedad los temas que iban a tratar, el contenido, los objetivos, bla, bla, bla: una visión general a la cual nadie prestaba mucha atención. Gurney prefería ir directo al grano, sobre todo tratándose de un grupo de alumnos como ese, formado por agentes experimentados. Y de todos modos, ellos ya sabían quién era. Tenía una gran reputación en los círculos de los distintos cuerpos policiales. Profesionalmente, su reputación era insuperable, y desde su retiro del Departamento de Policía de Nueva York dos años antes, no había hecho sino mejorar; si el hecho de que lo trataran cada vez con más respeto reverencial, envidia y resentimiento podía considerarse «mejor». Desde un punto de vista personal, habría preferido no tener ninguna reputación, ninguna imagen con la cual estar a la altura o que desmerecer.
—Piensen en ello—dijo con calmada intensidad, estableciendo contacto visual con el máximo número posible de personas de la sala—. ¿Qué es lo que hay que lograr cuando se trabaja infiltrado? Es una pregunta importante. Me gustaría recibir una respuesta de cada uno de ustedes.
Se levantó una mano en la primera fila. El rostro, sobre un enorme cuerpo de jugador de fútbol americano, era joven y de aspecto desconcertado.
—¿El objetivo no sería diferente en cada caso?
—La situación sería diferente—dijo Gurney, asintiendo en señal de acuerdo—. Las personas serían diferentes. Los riesgos y las recompensas serían diferentes. La profundidad y la duración de su inmersión en el entorno serían diferentes. El personaje que proyecte, la historia de su tapadera, podría ser muy diferente. La naturaleza de la información o de las pruebas que hay que adquirir variarán de caso en caso. Hay sin duda infinidad de diferencias. Pero…—hizo una pausa, estableciendo de nuevo el máximo contacto visual antes de continuar con creciente énfasis—hay un objetivo común en cada misión. Es su objetivo principal como agente camuflado. Alcanzar cualquier otro objetivo en una operación depende del éxito respecto a este objetivo principal. Su vida depende de ello. Díganme qué creen que es.
Durante casi medio minuto, reinó un silencio absoluto, no hubo más movimiento que el de la formación de ceños pensativos. Esperando las respuestas que sabía que llegarían por fin, Gurney miró a su alrededor: las paredes de bloques de hormigón con su pintura beis apagada; el suelo de baldosas de vinilo cuyos dibujos en marrón y color tabaco resultaban indistinguibles por las rozaduras que lo oscurecían; las filas de largas mesas de formica gris, deterioradas por el tiempo, que servían como escritorios compartidos; el brillo un tanto deprimente de las sillas de plástico naranja con patas tubulares cromadas, demasiado pequeñas para sus ocupantes grandes y musculosos. La sala, una cápsula del tiempo de espanto arquitectónico de mediados de los setenta, creaba un débil eco de la última comisaría de la ciudad en la que Gurney había trabajado.
—¿Recopilar información precisa?—propuso un rostro inquisitivo en la segunda fila.
—Es una hipótesis razonable—dijo Gurney de manera alentadora—. ¿Alguien tiene otra idea?
Media docena de sugerencias se sucedieron con rapidez, sobre todo procedentes de la parte delantera de la sala; más que nada fueron variaciones sobre el tema de la información precisa.
—¿Alguna idea más?—alentó Gurney.
—El objetivo es sacar de la calle a los delincuentes—dijo un comentario en forma de gruñido cansado desde la fila de atrás.
—Impedir el crimen—soltó otro.
—Conseguir la verdad, toda la verdad, los hechos, nombres, descubrir lo que está pasando, quién está haciendo qué y a quién, cuál es el plan, quién es el hombre que se sienta en lo alto de la cadena, sigue el dinero, todo ese rollo. Básicamente, quieres saber todo lo que hay que saber, es así de simple.
El hombre nervudo que devanó esta letanía de objetivos con los brazos cruzados sobre el pecho estaba sentado justo enfrente de donde se hallaba Gurney. Su mueca anunciaba que no había nada más que decir sobre el tema. El nombre en la tarjeta doblada junto a él en la larga mesa decía: «Det. Falcone».
—¿Alguna idea más?—preguntó Gurney con escaso entusiasmo, examinando los rincones de la sala.
El hombre nervudo parecía contrariado.
Después de una larga pausa, una de las tres mujeres presentes habló en voz baja, pero con un tono de seguridad, con acento hispano.
—Establecer y mantener la confianza.
—¿Qué ha dicho?—La pregunta llegó de tres direcciones al mismo tiempo.
—Establecer y mantener la confianza—repitió en voz un poco más alta.
—Interesante—dijo Gurney—. ¿Qué lo convierte en el objetivo primordial?
La agente se encogió un poco de hombros, como si la respuesta fuera más que obvia.
—Porque si no tienes su confianza, no tienes nada.
Gurney sonrió.
—Si no tienes su confianza, no tienes nada. Muy bien. ¿Alguien está en desacuerdo?
Nadie lo estuvo.
—Por supuesto, queremos la verdad—dijo Gurney—. Toda la verdad, con todos los detalles incriminadores, como ha dicho el detective Falcone.
El hombre lo miró con frialdad.
—Pero como ha dicho esta otra agente—continuó Gurney—, ¿qué tenemos sin confianza? No tenemos nada. Quizá peor que nada. Así que la confianza es lo primero: siempre. Si ponemos la confianza por delante, tendremos una buena oportunidad de conseguir la verdad. Si ponemos la verdad por delante, tendremos una buena oportunidad de terminar con una bala en la nuca.
Aquella reflexión provocó algunos asentimientos, además de un incremento de atención.
—Lo cual nos lleva a la segunda gran pregunta de hoy. ¿Cómo lo conseguimos? ¿Cómo logramos establecer el nivel de confianza que no solo nos mantendrá vivos, sino que hará que el trabajo secreto dé resultados?
Gurney se sintió entusiasmado con el tema. Cuando su energía se elevó, notó que esta empezaba a extenderse entre el auditorio.
—Recuerden que en este juego están tratando con gente que sospecha por naturaleza. Algunos de estos tipos son muy impulsivos. No solo podrían dispararles allí mismo, sino que estarían orgullosos de ello. Les gusta tener mala pinta. Les encanta parecer listos, rápidos, contundentes. ¿Cómo logramos que tipos como esos confíen en nosotros? ¿Cómo sobrevivimos lo suficiente para que la operación merezca la pena?
Esta vez las respuestas llegaron más deprisa.
—Actuando y comportándonos como ellos.
—Actuando tal como la persona que se supone que eres.
—Consistencia. Ceñirte a tu identidad de camuflaje pase lo que pase.
—Creer tu identidad. Creer que eres realmente quien dices ser.
—Estar tranquilo, siempre tranquilo, sin sudar. No mostrar miedo.
—Valor.
—Cojones.
—Creer tu propia verdad, cielo. Soy el que soy. Soy invencible, intocable. No me jodas.
—Sí, hacerles creer que eres Al Pacino—dijo Falcone. Buscaba arrancar unas risas, pero solo logró provocar un tropiezo en el impulso del grupo.
Gurney no le hizo caso, miró inquisitivamente a la mujer hispana.
Ella dudó.
—Has de mostrarles algo de pasión.
Esto dio lugar a unas cuantas risitas burlonas en la sala y una sonrisa lasciva de Falcone.
—Creced, capullos—dijo la mujer con calma—. Lo que quiero decir es que has de dejarles ver algo real en ti. Algo que puedan sentir, que, en sus entrañas, sepan que es cierto. No puede ser todo mentira.
Gurney sintió una agradable oleada de excitación: su reacción cada vez que reconocía a un estudiante brillante en una de sus clases. Era una experiencia que reforzaba su decisión de participar como profesor invitado en esos seminarios.
—«No puede ser todo mentira»—repitió en voz lo bastante alta para que todos pudieran oírle—. Absolutamente cierto. La emoción auténtica, la pasión creíble, es esencial para que un engaño sea eficaz. Tu personaje encubierto ha de basarse en una parte emocional de ti mismo. De lo contrario, todo es una pose, todo imitación, todo falso, todo mentira. Y la mentira superficial rara vez funciona. La mentira superficial hace que maten a la gente.
Examinó con rapidez las treinta y nueve caras y descubrió que tenía la atención positiva de al menos treinta y cinco.
—Así que todo es cuestión de confianza. Credibilidad. Cuanto más cree en ti tu objetivo, más sacas de él. Y que crea en ti depende en gran medida de tu capacidad para canalizar tus emociones reales en tu papel, para emplear una parte verdadera de ti mismo al dar vida a tu personalidad encubierta: ira, rabia, avaricia, lujuria, asco reales, lo que exija el momento.
Les dio la espalda, con el pretexto de insertar una cinta de vídeo VHS en un reproductor situado bajo un monitor grande ubicado contra la pared frontal y comprobar que todo estaba enchufado. Sin embargo, cuando se volvió, su expresión—de hecho, todo su lenguaje corporal, la manera de moverse, la impresión que daba de un hombre luchando por sofocar un volcán de rabia—envió una onda expansiva de tensión a través del aula.
—Para que un loco hijo de puta se crea tu actuación, será mejor que encuentres un lugar enfermo en ti, y le hablas desde allí; ese loco hijo de puta ha de saber que en el fondo llevas a un hijo de puta aún más pirado que un día va a arrancarle el corazón a algún cabrón, lo masticará y se lo escupirá en su puta cara. Pero, por ahora, solo por ahora, mantienes ese perro rabioso que llevas dentro bajo control. Bajo control a duras penas.
Dio un paso brusco hacia la primera fila y reparó con satisfacción en que todos, incluido Falcone, especialmente él, se echaban hacia atrás a la defensiva.
—Está bien—dijo Gurney con una sonrisa tranquilizadora, reanudando su conducta normal—, esto es solo un ejemplo rápido de la parte emocional. Pasión creíble. La mayoría de ustedes han tenido una reacción visceral a esa ira, a esa locura. Su primer pensamiento ha sido que era real, que a este Gurney le falta un tornillo, ¿verdad?
Hubo algunos que asintieron con la cabeza, unas cuantas risas nerviosas, mientras el lenguaje corporal de la sala se iba relajando.
—Entonces, ¿qué está diciendo?—preguntó Falcone con nerviosismo—. ¿Que dentro llevamos un loco de mierda?