«Cielos, pensar en su nombre y…»
Sorprendentemente allí estaba, vestida en una explosión de color rojo y naranja, acercándose poco a poco por el prado, empujando la bicicleta por el inclinado sendero lleno de surcos.
La mujer se volvió, ansiosa, en su silla para seguir la mirada de Gurney.
—¿Está esperando a alguien?
—A mi esposa.
No dijeron nada más hasta que Madeleine llegó al borde del patio de camino al cobertizo. Las mujeres intercambiaron insulsas miradas educadas. Gurney las presentó, diciendo solo—para mantener la apariencia de confidencialidad—que Val era «una amiga de un amigo» que había pasado a pedir consejo profesional.
—Esto es muy apacible—dijo Perry, poniendo énfasis y haciendo que pareciera como una palabra extranjera cuya pronunciación estaba practicando—. Tiene que encantarle.
—Sí—dijo Madeleine. Dedicó una breve sonrisa a la mujer y empujó su bicicleta hacia el cobertizo.
—Bueno—intervino la otra con inquietud, después de que Madeleine se perdiera de vista detrás de los rododendros en la parte de atrás del jardín—, ¿hay algo más que pueda contarle?
—¿No le molestaba en absoluto la diferencia de edad de diecinueve a treinta y ocho años?
—No—soltó, confirmando la sospecha de Gurney de que no era así.
—¿Qué opina su marido de su decisión de contratar a un detective privado?
—Me apoya—dijo.
—¿Y eso exactamente qué significa?
—Apoya lo que quiero hacer.
Gurney esperó.
—¿Me está preguntando cuánto está dispuesto a pagar mi marido?—Una mueca de rabia eliminó parte de la belleza de su rostro.
Gurney negó con la cabeza.
—No es eso.
Ella parecía no escucharle.
—Le he dicho que el dinero no es un problema. Le he dicho que estamos podridos de dinero, podridos, señor Gurney, podridos, y gastaré lo que haga falta para que hagan lo que quiero.
Puntos de color cereza estaban apareciendo en la piel color vainilla de Val Perry y sus palabras sonaron con desprecio.
—Mi marido es el neurocirujano mejor pagado de este puto mundo. Gana más de cuarenta millones de dólares al año. Vivimos en una puta casa de doce millones de dólares. Mire esta puta piedra en mi dedo. —Fijó la mirada en el anillo como si fuera un tumor en su mano—. Esta mierda de brillante vale dos millones de dólares. Por el amor de Dios, no me hable de dinero.
Gurney estaba recostado con los dedos apoyados bajo la barbilla. Madeleine había vuelto y estaba de pie en silencio al borde del patio. Se acercó a la mesa.
—¿Se encuentra bien?—preguntó, como si el arrebato al que acababa de asistir no tuviera más significado que una serie de estornudos.
—Lo siento—se disculpó la mujer con vaguedad.
—¿Quiere un poco de agua?
—No, estoy bien, estoy perfectamente… Yo… No, en realidad, un poco de agua me vendría bien. Gracias.
Madeleine sonrió, asintió con afabilidad y entró en la casa por las puertas cristaleras.
—Me refería—dijo la mujer, estirándose la blusa con nerviosismo—, lo que quería decir, aunque lo he exagerado… Quería decir que el dinero no es un problema. Lo importante es el objetivo. Sean cuales sean los recursos necesarios para alcanzar el objetivo, están disponibles. Era lo que estaba intentando decir. —Apretó los labios como para asegurarse de que no iba a perder de nuevo los estribos.
Madeleine volvió con un vaso de agua y lo dejó en la mesa. La mujer lo cogió, se bebió la mitad y lo dejó con cuidado.
—Gracias.
—Bueno—dijo Madeleine con un malicioso centelleo en la mirada al volver a entrar en la casa—, si necesita algo más, dé un grito. —Aquella indirecta era difícil de pasar por alto.
La mujer se sentó erguida y muy quieta. Parecía estar esforzándose por recuperar la compostura. Al cabo de un minuto respiró hondo.
—No estoy segura de qué decir a continuación. Quizá no hay nada que añadir, más que pedir su ayuda. —Tragó saliva—. ¿Me ayudará?
Interesante. Podría haber dicho: «¿Aceptará el caso?». ¿Había considerado esa forma de plantearlo y se había dado cuenta de que la manera que había usado era mejor, un planteamiento que sería más difícil de rechazar?
Al margen de cómo se lo hubieran pedido, Gurney sabía que sería una locura decir que sí.
—Lo siento—dijo—. Creo que no puedo.
Ella no reaccionó, se quedó sentada, agarrada al borde de la mesa, mirándolo a los ojos. Gurney se preguntó si lo había oído.
—¿Por qué no?—preguntó con voz débil.
Gurney pensó en lo que iba a decir.
«¿Por qué no? Para empezar, señora Perry, se parece usted mucho a las descripciones que ha hecho de su hija. Mi inevitable colisión con los investigadores oficiales podría convertirse en un gran descarrilamiento de trenes. Y la potencial reacción de Madeleine al involucrarme en otro caso de asesinato podría redefinir nuestros problemas conyugales.»
Lo que en realidad dijo fue:
—Mi implicación podría entorpecer los esfuerzos policiales en marcha y eso sería perjudicial para todos los implicados.
—Ya veo.
Gurney no vio en la expresión de la mujer una comprensión real o una aceptación de su decisión. La observó, esperando su siguiente movimiento.
—Comprendo su reticencia—dijo—. En su lugar, sentiría lo mismo. Lo único que le pido es que no tome una decisión hasta que vea el vídeo.
—¿El vídeo?
—¿No lo mencionó Jack Hardwick?
—Me temo que no.
—Bueno, está todo ahí, todo el… suceso.
—¿Se refiere a un vídeo de la recepción donde se produjo el asesinato?
—Eso es exactamente lo que quiero decir. Todo está grabado. Cada minuto. Todo está en un bonito DVD.
E
n la espaciosa cocina de la casa de Gurney había dos mesas. Una larga de cerezo fabricada por los cuáqueros shakers, que usaban sobre todo para cenas con invitados, cuando Madeleine le sacaba el polvo y la engalanaba con velas y flores apropiadas que sacaba del jardín, y la llamada mesa del desayuno, con tablero de pino redondo sobre una base de piedra, donde, solos o juntos, comían la mayoría de las veces. Esta se encontraba en el interior de la casa, pero justo al lado de las puertas cristaleras, de cara al sur. En un día despejado, quedaba iluminada por la luz del sol desde primera hora de la mañana, lo que la convertía en uno de los lugares favoritos para leer de la pareja.
A las dos y media de esa tarde, estaban sentados en sus sillas habituales cuando Madeleine levantó la mirada de su libro, una biografía de John Adams. Adams era su presidente favorito, sobre todo porque su solución a la mayoría de los problemas emocionales y físicos consistía en dar largos paseos curativos por el bosque. Madeleine frunció el ceño en un ademán de atención.
—He oído un coche.
Gurney colocó la mano abierta junto a la oreja, pero aun así pasaron diez segundos antes de que pudiera oírlo él también.
—Es Jack Hardwick. Aparentemente hay una grabación completa en vídeo de la fiesta donde mataron a la chica de los Perry. Dijo que la traería. He dicho que echaría un vistazo.
Ella cerró el libro, dejando que su mirada se perdiera en la media distancia, más allá de las puertas de cristal.
—¿Se te ha ocurrido pensar que tu futura cliente… no está del todo cuerda?
—Lo único que voy a hacer es ver el vídeo. Sin promesas a nadie. Por cierto, estás invitada a verlo conmigo.
Madeleine declinó la invitación con el rápido destello de una sonrisa. Continuó.
—Iría un poco más lejos y diría que es una psicótica destructiva que probablemente encaja con al menos media docena de códigos diagnósticos del DSM-IV. Y te haya dicho lo que te haya dicho, apuesto a que dista mucho de ser toda la verdad.
Mientras hablaba, Madeleine iba cortándose de manera inconsciente la cutícula de su pulgar con una de sus uñas, un nuevo hábito intermitente que Gurney contemplaba con alarma, como una especie de temblor en la constitución, por lo demás, estable de su mujer.
Esos momentos, por menores y de corta duración que fueran, lo agitaban, interrumpían su fantasía de la infinita resistencia de su esposa, lo dejaban temporalmente sin ese punto de referencia estable, sin esa luz nocturna que lo protegía de la oscuridad y los monstruos. De manera absurda, ese minúsculo gesto nervioso tenía el poder de suscitar la sensación de náusea y opresión que había experimentado de niño cuando su madre empezaba a fumar. Su madre chupando con ansiedad el cigarrillo, introduciéndose bocanadas de humo en los pulmones. «Contrólate, Gurney. Crece, por el amor de Dios.»
—Pero estoy seguro de que todo eso ya lo sabes, ¿no?
Él la miró un momento, tratando de recuperar el hilo de conversación que había perdido.
Madeleine negó con la cabeza en un ademán de fingida desesperación.
—Estaré un rato en la sala de costura. Luego he de ir a comprar a Oneonta. No nos queda casi de nada. Si quieres alguna cosa, añádela a la lista.
Hardwick llegó acompañado de un soplo de viento y un ruidoso tubo de escape. Aparcó su antiguo tragagasolina—un GTO rojo a medio restaurar, con remiendos de resina todavía por pintar—junto al Subaru Outback verde de Gurney. El viento encauzó un remolino de hojas caídas entre los dos vehículos. Lo primero que hizo Hardwick fue toser violentamente, sacar flema y escupir en el suelo.
—¡Nunca he soportado el olor de las hojas muertas! Siempre me recuerdan la boñiga de caballo.
—Bien expresado, Jack—dijo Gurney cuando se estrecharon las manos—. Eres muy delicado con las palabras.
Se quedaron uno frente a otro como una pareja de sujetalibros que no encajan. Hardwick, con el pelo corto pero alborotado, tez rubicunda, nariz marcada por una telaraña de pequeñas venas y ojos azules llorosos como de malamut, tenía la apariencia de un hombre entrado en años con una resaca perpetua. Gurney, en cambio, con el pelo entrecano bien peinado—demasiado bien, solía decirle Madeleine—, todavía se conservaba delgado a los cuarenta y ocho años, con el abdomen firme gracias a una rutina de ejercicios antes de la ducha matinal, y aspecto de tener apenas cuarenta.
Cuando Gurney lo hizo pasar a la casa, Hardwick sonrió.
—Te ha enganchado, ¿eh?
—No estoy seguro de a qué te refieres, Jack.
—¿Qué es lo que ha captado tu atención? ¿El amor por la verdad y la justicia? ¿La oportunidad de darle una patada en las pelotas a Rodriguez? ¿O su espléndido trasero?
—No es fácil saberlo, Jack. —Se descubrió articulando el nombre con peculiar énfasis, como si le asestara un gancho rápido a la mandíbula—. Ahora mismo tengo curiosidad por el vídeo.
—¿En serio? ¿Aún no estás muerto de aburrimiento por la jubilación? ¿No estás desesperado por volver al juego? ¿No te mueres de ganas de ayudar a ese cañón de mujer?
—Solo quiero ver el vídeo. ¿Lo has traído?
—¿El vídeo del asesinato? Nunca has visto nada igual, Davey. Un DVD de alta definición tomado en la escena del crimen mientras se comete el asesinato.
Hardwick estaba de pie en medio del gran ambiente que servía de cocina, comedor y sala de estar. Había una estufa Franklin en un extremo y una chimenea de piedra en el otro, separadas doce metros entre sí. La mirada del detective lo abarcó todo en unos pocos segundos.
—Joder, parece una foto a doble página de
Mother Earth News
.
—El reproductor de DVD está en el estudio—dijo Gurney, poniéndose en marcha.
El vídeo empezaba con una fascinante toma aérea del campo. Luego la cámara descendía en un ángulo abrupto hasta que empezaba a barrer las copas verdes de los árboles, el verde brillante de la primavera; después seguía el curso de una carretera estrecha y un arroyo agitado: cintas paralelas de asfalto negro y agua resplandeciente que unían una serie de casas bien cuidadas entre amplios jardines y pintorescas edificaciones anexas.
Apareció una propiedad aún más grande y lujosa que las demás y la velocidad de la cámara aerotransportada se redujo. Cuando alcanzó una posición situada justo encima de un vasto césped esmeralda con bordes de narcisos, el movimiento hacia delante cesó por completo y descendió con suavidad al nivel del suelo.
—Dios santo—exclamó Gurney—, ¿alquilaron un helicóptero para filmar la película de la boda?
—¿No lo hacen todos?—soltó Hardwick con voz rasposa—. De hecho, el helicóptero era solo para la introducción. Desde este momento, el vídeo está grabado por cuatro cámaras fijas situadas en el césped, de modo que abarcaban toda la propiedad. Así que hay un archivo completo con imagen y sonido de todo lo que ocurrió en el exterior.
La casa de piedra de color crema rodeada por patios de piedra y arriates de forma libre daban la sensación de haber sido trasplantados desde la zona de los Cotswolds: primavera en un bucólico campo inglés.
—¿Dónde está eso?—preguntó Gurney cuando él y Hardwick se sentaban en el sofá del estudio, delante del monitor del DVD.
Hardwick fingió sorpresa.
—¿No reconoces el exclusivo pequeño poblado de Tambury?
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—Tambury es cuna de gente importante, y tú eres un tipo importante. Todos los que son alguien conocen a alguna persona que vive en Tambury.
—Supongo que no he llegado a ese nivel. ¿Vas a decirme dónde está?
—Una hora al noreste de aquí, a medio camino de Albany. Te explicaré cómo llegar.
—No lo necesitaré…—empezó Gurney, luego se detuvo con un ceño de incredulidad—. Espera un momento. No estará por casualidad en el condado de Sheridan Kline…
Hardwick lo cortó.
—¿El condado de Kline? Por supuesto que sí. Así tendrás una oportunidad de trabajar con viejos amigos. El fiscal siente debilidad por ti.
—Dios mío—murmuró Gurney.
—Ese hombre cree que eres un puto genio. Por supuesto, se puso las medallas por tu éxito en el caso Mellery (normal siendo el político lameculos que es), pero en el fondo sabe que te lo debe.
Gurney negó con la cabeza y volvió a mirar a la pantalla mientras hablaba.
—Detrás de Sheridan Kline no hay nada más que un agujero negro.
—Davey, Davey, Davey, tienes opiniones muy crueles sobre los hijos de Dios.
Y a continuación, sin esperar respuesta, Hardwick se volvió hacia la pantalla y empezó a narrar el vídeo.
—El cáterin—dijo cuando un grupo de hombres jóvenes de pelo engominado y mujeres con pantalones negros y blusa blanca almidonada preparaban una barra de servir y media docena de mesas calientes—. El anfitrión—soltó, señalando a la pantalla cuando un hombre sonriente, vestido de traje azul marino con una flor roja en la solapa, emergió de una puerta en arco en la parte de atrás de la casa y salió al jardín—. Prometido, novio, marido, viudo… Todo cierto en un mismo día, así que llámalo como quieras.