—¿Y?
—Y entonces… Entonces sostiene la cabeza cercenada en ángulo contra el cuello pulsante. En otras palabras, usa la cabeza para desviar la sangre, para impedir que le caiga a él.
Gurney empezó a asentir lentamente.
—El momento definitorio del sociópata…
Hardwick ofreció una pequeña mueca de asentimiento.
—No es que cortarle la cabeza hubiera dejado muchas dudas sobre el estado mental del asesino. Pero… hay algo sobre el… sentido práctico del gesto que resulta en cierto modo inquietante. Hay que tener agua helada en las venas…
Gurney continuó asintiendo. Podía ver y sentir la tesis de Hardwick.
Los dos hombres se quedaron varios segundos en silencio, reflexionando.
—Hay otra pequeña curiosidad que me inquieta—dijo Gurney—. Nada macabro, solo un poco desconcertante.
—¿Qué?
—La lista de invitados de la recepción de boda.
—¿Te refieres a la puta
crème de la crème
del norte de Nueva York?
—Cuando estuviste en la escena, ¿recuerdas haber visto a alguien de menos de treinta y cinco años? Porque al ver ese vídeo ahora, no lo he visto.
Hardwick pestañeó, frunció el ceño, con aspecto de que estaba pasando ficheros en su cabeza.
—Probablemente no. ¿Y qué?
—¿Seguro que nadie de veintitantos?
—Salvo el personal de cáterin, seguro que nada de veinteañeros. ¿Y qué?
—Solo me preguntaba por qué la novia no invitó a sus amigos a su propia boda.
C
uando Hardwick se fue justo después del atardecer, rechazando una invitación desganada para que se quedara a cenar, confió su duplicado del DVD a Gurney, junto con una copia del expediente del caso, que contenía los registros de los primeros días, en que él había dirigido la investigación, y la de los meses siguientes, en los que Arlo Blatt estuvo al mando. Era todo lo que Gurney podía haber pedido, lo cual le resultó inquietante. Hardwick estaba corriendo un gran riesgo al copiar material de archivos, sacarlo de las dependencias policiales y dárselo a una persona sin autorización.
¿Por qué lo hacía?
La respuesta simple—que cualquier progreso sustancial que lograra Gurney avergonzaría a un capitán del DIC, por el cual Hardwick no tenía ningún respeto—no justificaba del todo el riesgo que estaba asumiendo. Tal vez la respuesta se la daría el propio archivo de material. Gurney lo había extendido sobre la mesa del comedor principal, bajo la lámpara, porque, mientras se desvanecía la luz de las ventanas, sería el lugar más luminoso de la casa.
Había dividido los voluminosos informes y otros documentos en pilas según el tipo de información que contenían.
Dentro de cada pila colocó los elementos en orden cronológico, lo mejor que pudo.
En total, se trataba de una enorme acumulación de datos: informes de incidente, notas de campo, informes de progreso de la investigación, sesenta y dos resúmenes y transcripciones de interrogatorios—de entre una y catorce páginas cada uno—, registros de teléfonos fijos y móviles, fotos de la escena del crimen tomadas por personal del DIC, imágenes fijas adicionales extraídas de las cámaras de la boda, la descripción del crimen minuciosamente detallada en treinta y seis páginas de un formulario VICAP, un retrato robot de Héctor Flores, el informe de la autopsia, formularios de recogida de pruebas, informes de laboratorio, análisis de muestras de ADN de la sangre, el informe de la Brigada Canina, una lista de invitados a la boda con la información de contacto y la especificación de su relación con la víctima o con Scott Ashton, bocetos y fotos aéreas de la finca de los Ashton, bocetos interiores de la cabaña con mediciones de la sala, información biográfica y, por supuesto, el DVD que Gurney había visto.
Cuando terminó de clasificarlo todo en un orden que le fuera útil, eran casi las siete. Al principio le sorprendió que fuera tan tarde, pero luego no. El tiempo siempre se aceleraba cuando su mente trabajaba a todo tren y—se dio cuenta de ello con cierto arrepentimiento—eso solo ocurría cuando se enfrentaba a un enigma. Madeleine le había dicho en una ocasión que su vida se había reducido a una actividad obsesiva: desentrañar los misterios en torno a las muertes de otras personas. Nada más, nada menos, ninguna otra cosa.
Cogió el archivador que tenía más cerca. Era el conjunto de informes de la escena del crimen creados por los técnicos de pruebas. El formulario de encima describía los alrededores inmediatos de la cabaña. El siguiente formulario detallaba lo que habían visto dentro. Era asombroso por su brevedad. La cabaña no contenía ninguno de los objetos y materiales normales que un laboratorio de criminalística sometería a análisis en busca de pruebas. Ningún mueble, más allá de la mesa en la que se halló la cabeza de la víctima, la silla estrecha con brazos de madera en la cual se encontraba el cuerpo y una silla similar enfrente. No había sillones, sofás, camas, mantas ni alfombras. Igualmente extraño era que no había ropa en el armario, ni ropa ni calzado de ninguna clase en la cabaña, con una peculiar excepción: un par de botas de goma, de las que suelen colocarse encima de los zapatos. Las encontraron en el dormitorio de al lado de la ventana a través de la cual, evidentemente, había salido el asesino. Sin duda, eran las botas cuyo rastro había seguido el perro.
Se volvió en su silla hacia las puertas cristaleras y miró a la pradera, con los ojos chispeantes por sus cábalas. Las peculiaridades y las complicaciones del caso—lo que Sherlock Holmes habría llamado «sus rasgos diferenciales»—se multiplicaban, y generaban una suerte de campo magnético que atraía a Gurney a los problemas que de manera natural repelerían a la mayoría de los hombres.
Sus pensamientos se interrumpieron por el chirrido agudo de la puerta lateral al abrirse: un chirrido que durante el año anterior había tenido la intención de eliminar con una gota de aceite.
—¿Madeleine?
—Hola.
Su mujer entró en la cocina con tres bolsas de plástico del supermercado llenas en cada mano, las subió las seis a la encimera y volvió a salir.
—¿Puedo ayudar?—preguntó Dave.
No hubo respuesta, solo el sonido de la puerta lateral al abrirse y cerrarse. Al cabo de un minuto se repitió el sonido, seguido por el regreso a la cocina de Madeleine con una segunda tanda de bolsas, que también dejó en la encimera. Solo entonces se quitó el gorro peruano violeta, verde y rosa con orejeras que siempre parecían añadir una dimensión grotesca a su humor subyacente, fuera cual fuese este.
Dave sintió el fugaz tic en su párpado izquierdo, un movimiento en el nervio tan perceptible que había precisado varios viajes al espejo en los últimos meses para convencerse de que no era visible. Quería preguntarle a su esposa dónde había estado, además de en el supermercado, pero tenía la sensación de que ella podría haberlo mencionado antes, y el hecho de que no lo recordara no le reportaría nada bueno. Madeleine equiparaba olvidar, igual que el mal oído, con la falta de interés. Y quizá tenía razón. En veinticinco años en el Departamento de Policía de Nueva York, nunca olvidó presentarse para un interrogatorio a un testigo, no olvidó jamás la fecha de un juicio, no olvidó nunca lo que un sospechoso había dicho o cómo había sonado, no olvidó ni un solo detalle significativo para su trabajo.
¿Algo se había acercado alguna vez en importancia a su trabajo? ¿Aunque fuera remotamente? ¿Padres? ¿Esposas? ¿Hijos?
Cuando su madre murió, apenas sintió nada. No, fue peor que eso. Más frío y más egocéntrico que eso. Había sentido alivio, como quitarse un peso de encima: una simplificación de su vida. Cuando su primera mujer lo abandonó, se eliminó otra preocupación. Otro impedimento menos, un alivio de la presión de tener que responder a las necesidades de una persona difícil. Libertad.
Madeleine fue a la nevera, empezó a sacar
tuppers
de vidrio con comida dejados allí la noche anterior y la noche anterior a esa. Los puso en fila sobre la encimera al lado del microondas, cinco en total, quitó las tapas. Él la observó desde el otro lado de la isleta de la cocina.
—¿Todavía no has cenado?—preguntó ella.
—No, estaba esperando a que llegaras—repuso Dave, no muy sinceramente.
Ella miró detrás de él, a los papeles esparcidos en la mesa. Levantó una ceja.
—Cosas de Jack Hardwick—dijo Gurney como si tal cosa—. Me ha pedido que le eche un vistazo. —Imaginó que la mirada plana de su mujer examinaba sus pensamientos. Añadió—: Es material del caso de Jillian Perry. —Hizo una pausa—. No estoy seguro de qué se supone que he de hacer ni por qué alguien cree que mis observaciones podrían ser útiles dadas las actuales circunstancias, pero… Echaré un vistazo a lo que hay aquí y le diré lo que pienso.
—¿Y ella?
—¿Ella?
—Val Perry. ¿También le dirás a ella lo que piensas?—La voz de Madeleine había adoptado un timbre ligero, aéreo, que más que ocultar su preocupación la comunicaba.
Gurney miró el cuenco de fruta en la encimera de granito de la isleta de la cocina, apoyando las manos en la superficie fría. Varias moscas de la fruta, inquietadas por su presencia, se alzaron desde un manojo de plátanos y volaron en zigzags asimétricos por encima del cuenco antes de volver a posarse, tornándose invisibles contra la piel moteada.
Trató de hablar con voz pausada, pero sonó condescendiente.
—Creo que estás inquieta por las suposiciones que estás haciendo, no por lo que está ocurriendo realmente.
—¿Te refieres a mi suposición de que ya has decidido saltar de la montaña rusa?
—Maddie, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? No me he comprometido con nadie a hacer nada. No he tomado ninguna decisión de involucrarme en modo alguno más allá de leer el expediente del caso.
Ella le echó una mirada que él no pudo entender, que llegaba a su interior, que era conocedora y amable y extrañamente triste.
Empezó a tapar otra vez los
tuppers
de vidrio. Él la observó sin hacer comentarios hasta que Madeleine se puso a guardarlos de nuevo en la nevera.
—¿No vas a comer nada?—preguntó Dave.
—Ahora mismo no tengo hambre. Creo que me daré una ducha. Si me despierta, entonces comeré. Si me da sueño, me iré a dormir temprano. —Al pasar junto a la mesa llena de papeles, dijo—: Antes de que nuestros invitados lleguen mañana, guárdalo para que no tengamos que verlo. —Salió de la cocina. Al cabo de medio minuto, Dave oyó que se cerraba la puerta del cuarto de baño.
«¿Invitados? ¿Mañana? ¡Dios!»
Un recuerdo vago, algo que Madeleine había mencionado sobre alguien que venía a cenar, la sombra de un recuerdo almacenado en una caja inaccesible, una caja que contenía objetos de escasa importancia.
«¿Qué demonios está pasando contigo? ¿No queda sitio en tu cabeza para la vida ordinaria? Para una vida sencilla, compartida de manera buena y simple con personas comunes. O quizá nunca ha habido espacio para eso. Tal vez siempre has sido como eres ahora. Quizá la vida aquí, en una cima aislada—sin las exigencias del trabajo, privado de excusas convenientes para no estar nunca presente en las vidas de personas que afirmas amar—está haciendo que la verdad sea más difícil de esconder. ¿La simple verdad podría ser que, en realidad, no te importa nadie?»
Rodeó la isleta de la cocina y encendió la cafetera. Igual que Madeleine, había perdido el apetito. Pero la idea del café era seductora. Iba a ser una noche larga.
T
enía sentido empezar por el principio, examinando el retrato robot de Héctor Flores.
Gurney tenía sentimientos encontrados sobre los retratos faciales generados por ordenador. Construidos a partir de las percepciones de testigos, eran reflejo de las fortalezas y debilidades de todo testimonio ocular.
En el caso de Héctor Flores, no obstante, había una buena razón para confiar en el parecido. Los detalles descriptivos los había proporcionado un hombre con la capacidad de observación de un psiquiatra y del que se decía que había estado en contacto diario con el sujeto durante más de tres años. Una reproducción por ordenador con información de esa calidad podía rivalizar con una buena fotografía.
La imagen era la de un varón de unos treinta y cinco años, bien parecido pero sin nada de particular. La estructura facial era regular, sin ningún rasgo predominante. Piel prácticamente sin arrugas; ojos oscuros y carentes de emoción. El pelo era negro, limpio, peinado de manera informal. Gurney solo logró apreciar una marca discernible, extrañamente asombrosa en medio de una apariencia por lo demás tan ordinaria: al hombre le faltaba el lóbulo de la oreja derecha.
Adjunto al retrato robot estaba el inventario de características físicas. (Gurney supuso que las había proporcionado sobre todo Ashton y, por lo tanto, que tenían un alto grado de precisión.) La altura de Héctor Flores constaba como de un metro setenta y cinco; peso: sesenta y cinco kilos; raza/nacionalidad: hispano; ojos: castaño oscuro; pelo negro, liso; tez morena, clara; dientes desiguales, con un incisivo de oro, superior izquierdo. En la sección de cicatrices y otras marcas identificativas, había dos entradas: el lóbulo de la oreja y una gran cicatriz en la rodilla derecha.
Gurney miró otra vez la foto, buscó alguna chispa de locura, un atisbo de la mente del hombre con hielo en las venas que decapitó a una mujer, usó la cabeza para desviar la sangre y que no le salpicara, y luego puso la cabeza en la mesa, de cara al cuerpo del que procedía. En los ojos de algunos asesinos—Charlie Manson, por ejemplo —había una intensidad demoniaca, urgente e indisimulada, pero la mayoría de los asesinos que Gurney había llevado ante la justicia durante su carrera como detective de Homicidios estaban impulsados por una locura menos obvia. La cara anodina, no comunicativa, de Héctor Flores—en la cual Gurney no podía ver ningún atisbo de la violencia gratuita del crimen—lo situaba en esta categoría.
Había una página grapada al formulario. Estaba escrita en ordenador, con el encabezamiento: «Declaración complementaria proporcionada por el doctor Ashton el 11 de mayo de 2009». Venía firmada por Ashton y corroborada por Hardwick en calidad de investigador jefe del caso. La declaración era breve, considerando el periodo y los sucesos que cubría.
Mi primer contacto con Héctor Flores fue a finales de abril de 2006, cuando vino a mi casa como jornalero en busca de empleo. A partir de entonces, empecé a darle trabajo en el jardín: para segar, rastrillar, echar mantillo, fertilizante, etcétera. Al principio, casi no hablaba inglés, pero aprendió deprisa y me impresionó con su energía e inteligencia. En las semanas siguientes, al ver que era un carpintero habilidoso, empecé a confiarle diversos proyectos de mantenimiento y reparación. A mediados de julio estaba trabajando en la casa y su entorno siete días por semana, añadiendo la limpieza del hogar a su lista de tareas. Se estaba convirtiendo en el empleado doméstico ideal, que mostraba gran iniciativa y sentido común. A finales de agosto preguntó si, en lugar de parte del dinero que le estaba pagando, le permitiría ocupar la pequeña cabaña sin amueblar de detrás de la casa en los días que estaba aquí. Pese a algunos recelos, acepté, y poco después empezó a vivir allí, aproximadamente cuatro días por semana. Se hizo con una mesita y dos sillas en una venta de segunda mano, y después con un ordenador barato. Dijo que era todo lo que quería. Dormía en un saco de dormir e insistía en que era la manera en que se sentía más cómodo. Con el paso del tiempo, empezó a explorar diversas oportunidades educativas en Internet. Entre tanto, su interés por el trabajo no dejó de crecer y empezó a evolucionar hacia una especie de asistente personal. Al final del una invitación más, que rechazó. Vestía todo de negro: camiseta, tejanos, cinturón, zapatos. Quizás eso debería haber significado algo para mí. Esa fue la última vez que lo vi.