En ese punto de la transcripción, Hardwick había insertado unas notas manuscritas a los márgenes: «Después de la entrega y revisión de la declaración escrita de Scott Ashton, esta se complementó con las siguientes preguntas y respuestas».
J. H. Así pues, ¿no sabía nada o casi nada del pasado de este hombre?
S. A. Así es.
J. H. ¿No le proporcionó información sobre sí mismo?
S. A. Exacto.
J. H. Sin embargo, ¿confió en él lo suficiente para dejarle vivir en su propiedad, tener acceso a su casa, responder su teléfono?
S. A. Soy consciente de que suena estúpido, pero contemplaba su negación a hablar de su pasado como una forma de honradez. Me refiero a que si hubiera querido ocultar algo, habría sido más persuasivo construir un pasado ficticio. Pero no lo hizo. Desde una óptica inversa, eso me impresionó. De manera que sí, confiaba en él aunque se negara a hablar de su pasado.
Gurney leyó la declaración completa una segunda vez, más despacio, y luego una tercera. El relato le resultaba extraordinario tanto por lo que omitía como por lo que mencionaba. Entre los elementos que faltaban había una singular carencia de rabia. Y una ausencia asombrosa del horror visceral que en el día anterior a realizar esta declaración había hecho que el hombre saliera trastabillando de la cabaña segundos después de haber entrado en ella, gritando y derrumbándose.
¿El cambio era tan solo el resultado de una medicación? Un psiquiatra tenía fácil acceso a sedantes apropiados. ¿O se trataba de algo más que eso? Resultaba imposible saberlo por una declaración sobre el papel. Sería interesante reunirse con aquel tipo, mirarlo a los ojos, oír su voz.
Al menos el fragmento de la declaración que se refería a la ausencia de muebles en la cabaña y a la insistencia de Flores en mantenerla de esa manera respondía en parte al misterio de que no se mencionara nada de ello en el informe de pruebas; en parte, pero no del todo. No explicaba por qué no había ropa ni zapatos ni productos de higiene personal. No explicaba qué había ocurrido con el ordenador. O por qué, si había prescindido de todos sus objetos personales, Flores se había dejado un par de botas.
La mirada de Gurney vagó sobre las pilas de documentos dispuestos delante de él. Recordaba haber visto antes no solo un informe de incidente, el referido al asesinato, sino dos, y se preguntaba por qué. Estiró el brazo y sacó el segundo de debajo del primero.
Era del Departamento de Policía de Tambury Village en respuesta a una llamada recibida a las 16.45 del 17 de mayo de 2009; justo una semana después del crimen. El demandante constaba como doctor Scott Ashton del 42 de Badger Lane, Tambury, Nueva York. El informe fue presentado por el sargento Keith Garbelly. Se señalaba que se había enviado copia al Departamento de Investigación Criminal en la comisaría regional de la Policía del estado a la atención del investigador jefe J. Hardwick. Gurney supuso que lo que estaba leyendo era una copia de esa copia.
El denunciante estaba sentado a la mesa del patio en el lado sur de la residencia, de cara a la zona ajardinada, con una taza de té en la mesa, como era su costumbre cuando hacía buen tiempo. Oyó un único disparo de escopeta y al mismo tiempo vio que la taza de té se hacía añicos. Corrió a la casa a través de la puerta de atrás (patio) y llamó al Departamento de Policía de Tambury. Cuando llegué a la escena (con refuerzos detrás), el denunciante parecía tenso, ansioso. El interrogatorio inicial se llevó a cabo en la sala de estar. El denunciante no podía determinar el origen del disparo, suponía que se había producido desde «larga distancia, más o menos desde esa dirección» (hizo un gesto hacia la ventana de atrás que daba a la colina boscosa situada a, al menos, trescientos metros). El denunciante desconocía las posibles causas del suceso, salvo que estuviera «posiblemente relacionado con el asesinato de mi mujer». Afirmó que desconocía cuál podría ser esa relación. Especulaba que tal vez Héctor Flores también quería matarlo a él, pero no supo proporcionar ninguna razón o motivo.
La copia del formulario de seguimiento de la investigación, añadido al informe de incidente inicial, era obra del DIC, lo cual revelaba que se había producido una rápida derivación del caso, consecuente con la responsabilidad principal del DIC. Tenía tres entradas breves y una larga, todas ellas firmadas con las iniciales «J. H.».
Registro de la propiedad de Ashton, bosque, colinas: negativo. Interrogatorios en la zona: negativo.
La reconstrucción de la taza revela que el punto de impacto se produjo en el centro, de arriba abajo y de izquierda a derecha. Refuerza la hipótesis de que esa taza, y no Ashton, era el objetivo del que disparó.
Los fragmentos de bala recuperados en la zona del patio son demasiado pequeños para extraer conclusiones balísticas. Mejor hipótesis: calibre pequeño a medio de rifle de alta potencia, equipado con mira sofisticada en manos de alguien con buena puntería.
Hipótesis sobre el arma y conclusión de la taza como objetivo: se comunicaron a Scott Ashton para determinar si conocía a alguien con esa clase de equipamiento y habilidades de disparo. El sujeto parecía inquieto. Cuando se le presionó, nombró a dos personas con rifle y mira similar: el suyo y el del padre de Jillian, el doctor Withrow Perry. A Perry, dijo, le gustaba hacer salidas de caza exóticas y era un tirador experto. Ashton afirmaba que había comprado su propio rifle (un Weatherby del calibre 257) a sugerencia de Perry. Cuando le pedí verlo, descubrió que no estaba en el estuche de madera en el cual lo guardaba, escondido en el armario de su estudio. No podía asegurar la última vez que había visto el arma, pero dijo que podría haber sido dos o tres meses antes. Cuando se le preguntó si Héctor Flores conocía su existencia y dónde estaba, repuso que lo había acompañado a Kingston el día que lo compró y que el mismo Flores había construido la caja de roble en la que lo guardaba.
Gurney dio la vuelta al formulario, buscó la hoja de seguimiento del interrogatorio que debería haberse realizado posteriormente a Withrow Perry, pasando páginas de la pila de la que procedía, pero no logró encontrarla. O quizá no estaba. Tal vez se había perdido, como sucedía a veces durante la transferencia del caso de un investigador jefe a otro, en este caso del descabellado Hardwick al torpe Blatt. Era probable.
Fue a por una segunda taza de café.
P
odría haberse debido a varias cosas: la reciente inyección de cafeína, una inquietud que surgía de estar sentado en la misma silla demasiado tiempo, la opresiva perspectiva de abrirse camino en solitario en plena noche a través de ese paisaje de documentos sin orden de prioridad, las cosas aparentemente no investigadas referidas al paradero de Withrow Perry y su rifle en la tarde del 17 de mayo. Quizá fue todo eso lo que le llevó a coger el móvil y llamar a Jack Hardwick. Todo eso además de una idea que se le había ocurrido sobre la taza de té hecha añicos.
Respondieron la llamada después de cinco tonos, cuando Gurney ya estaba pensando en el mensaje que iba a dejar.
—¿Sí?
—Mucho encanto en ese saludo, Jack.
—Si hubiera sabido que eras tú no me habría esforzado tanto. ¿Qué pasa?
—Me has dado un archivo muy grande.
—¿Tienes alguna pregunta?
—Estoy revisando quinientas páginas. Solo me preguntaba si querías orientarme en alguna dirección en particular.
Hardwick prorrumpió en una de sus risas roncas; sonó más como una pistola de aire comprimido que como una emoción humana.
—Mierda, Gurney, se supone que Holmes no ha de preguntarle a Watson qué dirección seguir.
—Deja que lo plantee de otra manera—dijo él, recordando lo complicado que era conseguir una respuesta simple de Hardwick—. ¿Hay algunos documentos en esta montaña de basura que crees que me resultarán especialmente interesantes?
—¿Como fotos de mujeres desnudas?
Estos juegos con Hardwick podían prolongarse mucho. Gurney decidió mudar las reglas, cambiar de tema, pillarlo desprevenido.
—Jillian Perry fue decapitada a las 16.13—anunció—. Treinta segundos más, treinta segundos menos.
Hubo un breve silencio.
—¿Cómo coño…?
Gurney imaginó la mente de Hardwick como si fuera una pelota que rebotara sobre el terreno del caso—alrededor de la cabaña, el bosque, el césped—, tratando de encontrar la pista que se le había pasado. Después de dejar que se sintiera asombrado y frustrado, susurró:
—La respuesta está en las hojas de té. —Luego cortó la comunicación.
Hardwick llamó al cabo de diez minutos, más deprisa de lo que Gurney había esperado. Y es que, sorprendentemente, acechando dentro de esa personalidad exasperante, había una mente muy despierta. Gurney se preguntó hasta dónde podría haber llegado aquel hombre y cuánto más feliz podría ser si no se obstruyera tanto con su propia actitud. Por supuesto, esa era una pregunta que se podía hacer sobre mucha gente, y él no era una excepción.
Gurney no se molestó en decir hola.
—¿Estás de acuerdo conmigo, Jack?
—No es seguro.
—Nada lo es. Pero entiendes la lógica, ¿verdad?
—Claro—dijo Hardwick, consiguiendo expresar que la entendía sin estar impresionado por ella—. La hora en que el Departamento de Policía de Tambury recibió la llamada de Ashton sobre la taza de té fue a las cuatro y cuarto. Y Ashton dijo que entró en la casa en cuanto se dio cuenta de lo que había ocurrido. Haciendo algunas suposiciones sobre el tiempo que tardó en llegar de la mesa del patio al teléfono más cercano dentro de la casa, quizá mirar por la ventana un par de veces en busca de algún rastro de quien había disparado, marcar el número del Departamento de la Policía en lugar del 911, dejando un par de tonos antes de que respondiera, todo eso situaba el disparo de escopeta alrededor de las cuatro y trece. Pero eso fue el disparo de escopeta. Para relacionarlo como lo estás haciendo con el momento exacto del asesinato de la semana anterior, has de dar tres enormes saltos. Uno, el tipo que disparó a la taza de té es el mismo que mató a la novia. Dos, sabía exactamente el momento en que la mató. Tres, quería enviar un mensaje al hacer añicos la taza de té en el mismo minuto de la misma hora del mismo día de la semana. ¿Es eso lo que estás diciendo?
—Se acerca bastante.
—No es imposible. —La voz de Hardwick conjuró la expresión habitualmente escéptica que había grabado líneas permanentes en su rostro—. Pero ¿y qué? ¿Qué diferencia hay entre si es verdad o no?
—Todavía no lo sé. Pero hay algo respecto al efecto del eco…
—Una cabeza cercenada y una taza de té destrozada, ambas en medio de una mesa, con una semana de distancia.
—Algo así—dijo Gurney, dubitativo de repente. El tono de Hardwick tenía la virtud de hacer que las ideas de otras personas parecieran absurdas—. Pero volviendo a la montaña de basura que me has echado encima, ¿hay algún sitio por donde empezar?
—Empieza por donde quieras, campeón. No te decepcionará. Cada hoja de papel tiene al menos un giro extraño. Nunca he visto un caso más raro y más retorcido. O una gente más rara y más retorcida. ¿Qué me dice el instinto? Sea lo que sea lo que esté pasando, no es lo que parece.
—Una pregunta más, Jack. ¿Cómo es que no hay constancia de interrogatorio de seguimiento con Withrow Perry en relación con el incidente de la taza de té?
Después de un momento de silencio, Hardwick emitió una risa que sonó casi como un rebuzno.
—Agudo, Davey, muy agudo. Has apuntado a eso muy deprisa. No hubo un interrogatorio oficial porque fui oficialmente relevado del caso el mismo día que descubrimos que el buen doctor era dueño del arma perfecta para meter una bala en una taza de té desde trescientos metros de distancia. Lo calificaría como una estúpida omisión del nuevo investigador jefe, ¿no?
—¿Supongo que no te esforzaste mucho en recordárselo?
—No permiten que me acerque a la investigación. Me avisó de ello nada menos que nuestro estimado capitán.
—¿Y te sacaron del caso porque…?
—Ya te lo he dicho. Hablé de manera inapropiada con mi superior. Le informé de lo limitado de su enfoque. También es posible que aludiera a lo limitado de su inteligencia y su falta de diligencia para el mando en general.
Pasaron diez largos segundos sin que ninguno de los hombres hablara.
—Lo dices como si lo odiaras, Jack.
—¿Odiarlo? No. No lo odio. No odio a nadie. Amo a todo el puto mundo.
D
espués de despejar justo el espacio suficiente para su portátil, entre un par de pilas de documentos en la mesa larga, Gurney introdujo en Google Earth la dirección de Ashton en Tambury. Centró la imagen en la cabaña y en el bosquecillo que se hallaba detrás, y aumentó la resolución al máximo disponible. Con la ayuda de los datos de escala anexos a la imagen y la información de dirección y distancia desde la parte de atrás de la cabaña que constaba en el expediente del caso, logró reducir la localización del hallazgo del arma del crimen a una zona bastante pequeña de la arboleda, a unos treinta metros de Badger Lane. Así que después de salir de la cabaña por la ventana, Flores caminó o corrió hacia allí, cubrió parcialmente la hoja del arma todavía ensangrentada con algo de tierra y hojas, y luego… ¿qué? ¿Logró llegar a la carretera sin dejar ningún otro olor que pudieran seguir los perros? ¿Se dirigió colina abajo a la casa de Kiki Muller? ¿O ella estaba en su coche, esperando en la carretera para ayudarlo a escapar, esperando para huir a una nueva vida que habían estado planeando juntos?
¿O simplemente Flores volvió caminando a la cabaña? ¿Era ese el motivo de que el rastro de olor no fuera más allá del machete? ¿Era concebible que se escondiera en la cabaña o en sus alrededores? ¿Se ocultó de una forma tan eficaz que un enjambre de agentes de patrulla, detectives y técnicos de la escena del crimen no lograron descubrirlo? Parecía poco probable.
Cuando Gurney levantó la mirada de su portátil, le sobresaltó ver a Madeleine sentada al extremo de la mesa, observándolo; le sorprendió tanto que saltó en su silla.
—¡Dios! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Ella se encogió de hombros y no hizo ningún esfuerzo por responder.
—¿Qué hora es?—preguntó Dave, y de inmediato reparó en lo absurdo de la pregunta.