Gurney oyó que se abría la puerta delantera.
Vio que Muller la sostenía entornada.
—Ha sido muy agradable—dijo Muller con voz anodina—. Ahora debe irse. A veces me olvido. Se supone que no he de dejar que la gente entre en casa.
—Gracias, Carl, le agradezco que me haya dedicado su tiempo.
Sorprendido por lo que parecía algún tipo de descomposición psicótica, Gurney pensó en irse para evitar crear una tensión adicional. Luego haría algunas llamadas desde su coche y esperaría a que llegara ayuda.
Cuando estaba a medio camino de su coche, se lo pensó mejor. Podría ser más conveniente mantener al hombre vigilado. Volvió a la puerta de la calle, confiando en que no tendría problemas en convencer a Muller de que lo dejara entrar una segunda vez, pero la puerta no estaba cerrada del todo. Llamó. No hubo respuesta. La abrió y miró al interior. Muller no estaba allí, pero vio entornada una puerta del pasillo que antes había estado cerrada. Al entrar en el recibidor, llamó con la voz más suave y agradable que pudo.
—¿Señor Muller? ¿Carl? Soy Dave. ¿Está ahí, Carl?
No hubo respuesta, pero una cosa era segura: el sonido de zumbido, más un susurro metálico, ahora que podía oírlo con más claridad, así como el himno navideño de
Adeste fideles
, procedía de algún lugar situado tras la puerta entreabierta. Se acercó y la abrió del todo con el pie. Una escalera apenas iluminada conducía al sótano.
Con cautela, Gurney empezó a bajar. Después de unos pocos pasos, volvió a llamar.
—¿Señor Muller? ¿Está ahí abajo?
Un coro de voces infantiles de soprano empezaron a repetir el himno en latín: «
Adeste, fideles, laeti, triumphantes. Venite, venite in Bethlehem
».
La caja de la escalera estaba encerrada por ambos lados hasta abajo, de manera que solo una pequeña rendija del sótano era visible para Gurney mientras bajaba poco a poco los peldaños. La parte que podía ver parecía «acabada», con las tradicionales baldosas de vinilo y paneles de pino de otros millones de sótanos americanos. Durante un breve momento, lo ordinario de ello le resultó extrañamente tranquilizador. Esa sensación desapareció cuando salió de la escalera y volvió a la fuente de luz.
En el extremo de la sala había un gran árbol de Navidad, cuya parte superior se combaba contra el techo de más dos metros setenta. Sus centenares de pequeñas luces eran la fuente de iluminación de la estancia. Había guirnaldas de colores, cintas metálicas y decenas de adornos de metal en las formas tradicionales de Navidad, desde los simples orbes a ángeles de cristal soplado: todos ellos colgados de ganchos plateados. La habitación estaba inundada de fragancia de pino.
Al lado del árbol, paralizado detrás de una enorme plataforma del tamaño de dos mesas de pimpón estaba Carl Muller. Tenía las manos en dos palancas de control fijadas a una caja metálica negra. Un tren eléctrico zumbaba alrededor del perímetro de la plataforma. Trazaba figuras de ochos en el centro, subía y bajaba suaves pendientes, rugía a través de túneles de montaña, cruzaba pequeños pueblos y granjas, franqueaba ríos, atravesaba bosques…, vueltas y vueltas…, una y otra vez…
Los ojos de Muller—puntos refulgentes en la tez pálida de su rostro—brillaban con todos los colores de las tres luces. Le recordó una persona afectada de progeria, la extraña enfermedad que aceleraba el envejecimiento y hacía que un niño pareciera un viejo.
Al cabo de un rato, Gurney volvió a subir. Decidió ir a la casa de Scott Ashton y ver qué sabía el doctor de la enfermedad de Muller. Los trenes y el árbol proporcionaban pruebas razonables de que era una situación continuada, no una crisis aguda que requería intervención.
Cerró de golpe la pesada puerta de la casa con un ruido sordo. Al volver por el camino de ladrillos hasta donde había aparcado el coche, vio que una mujer mayor estaba saliendo de un Land Rover antiguo aparcado justo detrás de su Outback.
La mujer abrió la puerta de detrás, pronunció unas pocas palabras severas y recortadas, y sacó un terrier muy grande, un Airedale.
La mujer, como su imponente perro, tenía algo en ella que era al mismo tiempo patricio y nervudo. Su tez era tan propia de estar al aire libre como enfermiza era la de Muller. Fue hacia Gurney con el paso decidido de un excursionista, llevando al perro sujeto con una correa corta y agarrando un bastón más como un garrote que como un bastón. A medio camino, se detuvo con los pies separados, con el bastón plantado con firmeza a un lado y el perro al otro, bloqueando su camino.
—Soy Marian Eliot—anunció, como alguien podría anunciar: «Soy tu juez y jurado».
A Gurney el nombre le resultaba conocido. Había aparecido en la lista de vecinos entrevistados por el equipo del DIC.
—¿Quién es usted? —preguntó la mujer.
—Me llamo Gurney. ¿Por qué lo pregunta?
Eliot apretó con más fuerza su bastón largo y retorcido: cetro y arma potencial. Era una mujer acostumbrada a que le respondieran, no a que le preguntaran, pero sería un error dejarse engañar por ella. Eso impediría ganarse su respeto.
La mujer entrecerró los ojos.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Estaría tentado de decir que no es asunto suyo, si su preocupación por el señor Muller no fuera tan obvia.
No estaba seguro de si había tocado la nota adecuada de firmeza y sensibilidad hasta que, concluida la mirada penetrante, ella preguntó:
—¿Está bien?
—Depende de lo que signifique bien.
Hubo un destello de algo en su expresión que sugería que ella comprendía su evasiva.
—Está en el sótano —añadió Gurney.
La mujer arrugó la cara, asintió y pareció imaginar algo.
—¿Con los trenes?—Su voz imperiosa se había suavizado.
—Sí. ¿Es algo normal en él?
Marian Eliot estudió el extremo superior de su gran bastón como si fuera una fuente de información útil para los siguientes pasos que dar. No mostró ningún interés en responder a la pregunta de Gurney. Así pues, decidió dar un empujón a la conversación desde un ángulo diferente.
—Participo en la investigación del asesinato de Perry. Recuerdo su nombre de la lista de personas que fueron interrogadas en mayo.
Ella hizo un sonido de desdén.
—No fue un interrogatorio. Al principio contactó conmigo… Recordaré su nombre en un momento… Investigador jefe Hardpan, Hardscrabble, Hard algo… Un tipo agreste, pero nada estúpido. Fascinante en cierto modo, como un rinoceronte listo. Por desgracia, desapareció del caso y lo sustituyó alguien llamado Blatt, o Splatt, o algo así. Blatt-Splat era un poco menos rudo y mucho menos inteligente. Solo hablamos brevemente, pero la brevedad fue una bendición, créame. Cuando conozco a un hombre como ese, compadezco a los profesores que tuvieron que soportarlo de septiembre a junio.
El comentario provocó un recuerdo de las palabras que acompañaban al nombre de Marian Eliot en la hoja de cubierta del archivo de la entrevista: «Profesora de Filosofía, jubilada (Princeton)».
—En cierto modo, por eso estoy aquí—dijo Gurney—. Me han pedido que haga un seguimiento de algunas de las entrevistas, para poner más detalles en la imagen, quizá para poder comprender mejor qué ocurrió realmente.
Eliot alzó las cejas.
—¿Qué ocurrió realmente? ¿Tiene dudas al respecto?
Gurney se encogió de hombros.
—Faltan algunas piezas de este puzle.
—Pensaba que las últimas cosas que faltaban eran el asesino mexicano del hacha y la mujer de Carl.
Parecía tanto intrigada como enfadada por el hecho de que la situación pudiera no ser como había supuesto. Los ojos agudos e interrogadores del Airedale parecían percibirlo todo.
—¿Quizá podríamos hablar en otro sitio?—propuso Gurney.
E
l lugar que propuso Marian Eliot para llevar a cabo su conversación fue su propia casa, que se hallaba al otro lado del camino, a cien metros de la de Carl Muller, colina abajo. La ubicación exacta resultó no ser tanto su casa como su sendero de entrada, donde la mujer reclutó la ayuda de Gurney para que sacara sacos de musgo de turba y mantillo de la parte de atrás del Land Rover.
Ella había cambiado el garrote por una azada y estaba de pie al borde de un jardín de rosas, a unos tres metros del vehículo. Mientras Gurney levantaba los sacos y los colocaba en una carretilla, Eliot le preguntó por su papel preciso en la investigación y su posición en la cadena de mando de la Policía del estado.
Su explicación de que era «asesor de pruebas» que había sido contratado por la madre de la víctima de manera externa al proceso oficial del DIC fue recibida con una mirada escéptica y los labios apretados.
—¿Qué demonios se supone que significa eso?
Gurney decidió arriesgarse y respondió sin rodeos.
—Le diré lo que significa si no se lo cuenta a nadie. Me permite llevar a cabo una investigación sin esperar a que el estado emita una licencia oficial de investigador privado. Si quiere comprobar mi historial como detective de Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, llame al rinoceronte listo, cuyo nombre, por cierto, es Jack Hardwick.
—Ja. ¡Buena suerte con el estado! ¿Cree que podría empujar esta carretilla hasta allí?
Gurney lo interpretó como su forma de aceptar la situación tal como era. Hizo tres viajes más entre la parte de detrás del Land Rover y el jardín de rosas. Después del tercero, ella lo invitó a sentarse en un banco de hierro forjado pintado con esmalte blanco, bajo un manzano muy crecido cuya fruta aún estaba verde y fuera de su alcance.
Marian Eliot se volvió para poder verlo de frente.
—¿Qué es todo eso de las piezas que faltan?
—Ya llegaremos a las piezas que faltan, pero antes necesito plantear unas cuantas preguntas que me ayuden a orientarme. —Estaba buscando a tientas un equilibrio entre firmeza y ligereza, observando el lenguaje corporal de la mujer en busca de signos que indicaran la necesidad de un cambio de ritmo—. Primera pregunta: ¿cómo describiría al doctor Ashton en una frase o dos?
—No lo intentaría. No es la clase de hombre que pueda definirse en una frase o dos.
—¿Un hombre complejo?
—Mucho.
—¿Algún rasgo predominante de personalidad?
—No sabría cómo responder a eso.
Gurney sospechaba que la forma más rápida de conseguir algo de Marian Eliot sería dejar de insistir. Se sentó otra vez y estudió las formas de las ramas del manzano, retorcidas por una serie de podas antiguas.
Había acertado. Al cabo de un momento, la mujer empezó a hablar.
—Le contaré algo de Scott, algo que hizo, pero tendrá que interpretar usted mismo lo que significa, si eso equivale a un rasgo de personalidad. —Articuló la frase con desagrado, como si le resultara un concepto demasiado simplista para aplicarlo a seres humanos.
—Cuando Scott todavía estaba en la Facultad de Medicina, escribió el libro que lo hizo famoso; bueno, famoso en ciertos círculos académicos. Se titulaba
La trampa de la empatía
. Argumentaba de manera contundente (con datos biológicos y psicológicos que respaldaban su hipótesis) que la empatía es, en esencia, un defecto de frontera, que los sentimientos de empatía que los seres humanos tienen unos con otros son en realidad efecto de la confusión. Su tesis era que nos ocupamos uno del otro, porque en alguna parte del cerebro no logramos distinguir entre el propio yo y el del otro. Llevó a cabo un experimento elegantemente simple en el cual los sujetos observaban a un hombre pelando una manzana. Mientras la estaba pelando, la mano del hombre parecía resbalar y el cuchillo le cortaba el dedo. Los sujetos eran grabados en vídeo para realizar un análisis posterior de sus reacciones al corte. Prácticamente, todos los sujetos se estremecieron de manera refleja. Solo dos de los cien no tuvieron ninguna reacción y, cuando se hicieron test psicológicos a esos dos, revelaron características mentales y emocionales comunes con los sociópatas. La opinión de Scott era que estremecerse durante una fracción de segundo cuando alguien se corta es porque durante ese tiempo no somos capaces de distinguir entre esa persona y nosotros mismos. En otras palabras: el límite del ser humano normal es imperfecto de la misma manera en que el del sociópata es perfecto. El sociópata nunca se confunde a sí mismo y sus necesidades con las de otra persona y, por consiguiente, no tiene sentimientos relacionados con el bienestar de los demás.
Gurney sonrió.
—Una idea que debió de suscitar reacciones.
—Oh, sí. Por supuesto, gran parte de la reacción tenía que ver con la elección de palabras de Scott: perfecto e imperfecto. Algunos de sus colegas interpretaron su lenguaje como una glorificación del sociópata. —Los ojos de Marian Eliot brillaban de excitación—. Pero todo eso formaba parte de su plan. En resumen: consiguió la atención que quería. A la edad de veintitrés años era el tema de conversación del mundillo.
—Así que es listo y sabe cómo…
—Espere—lo interrumpió ella—, ese no es el final de la historia. Unos meses después de que su libro armara una controversia, se publicó otro libro que en esencia era un ataque en toda regla a la teoría de la empatía de Scott. El título del libro con la tesis opuesta era
Corazón y alma
. Era riguroso y bien argumentado, pero su tono era completamente diferente. Su mensaje era que lo único que cuenta es el amor, y que la «porosidad de frontera», como Scott había descrito la empatía, era de hecho un salto evolutivo hacia delante y la esencia misma de las relaciones humanas. La gente de la profesión estaba dividida en grupos opuestos. Se generaron decenas de artículos periodísticos. Se escribieron cartas apasionadas. —Eliot se sentó contra el brazo del banco, observando la expresión de Gurney.
—Tengo la sensación de que hay más—dijo este.
—La verdad es que sí. Un año después se descubrió que Scott Ashton había escrito ambos libros. —Hizo una pausa—. ¿Qué opina de eso?
—No estoy seguro de qué pensar de ello. ¿Cómo se recibió en la profesión?
—Rabia total. Sensación de que les habían tomado el pelo a todos. Parte de verdad hay en eso. Pero los libros en sí eran intachables. Ambas contribuciones eran perfectamente legítimas.
—¿Y cree que todo eso fue para atraer la atención sobre sí mismo?
—No—soltó—. ¡Por supuesto que no! El tono era para captar la atención. Hacerse pasar por dos autores en conflicto entre ellos era captar atención. Pero había un propósito más profundo, un mensaje más profundo destinado a cada lector: has de decidirte, encontrar tu propia verdad.