—¿Diría que Ashton es un tipo listo?
—Brillante, en realidad. Nada convencional e impredecible. Sabe escuchar como nadie y aprende deprisa. Y es una figura extrañamente trágica.
Gurney tenía la impresión de que, a pesar de tener casi setenta años, Marion Eliot estaba afligida con algo que no podría reconocer: estaba locamente enamorada de un hombre que tenía casi tres décadas menos que ella.
—¿Se refiere a «trágico» en el sentido de lo que ocurrió en el día de su boda?
—Va un poco más allá de eso. El asesinato, por supuesto, terminó formando parte de ello. Pero considere los arquetipos míticos incorporados en la historia desde el principio hasta el final. —Hizo una pausa, dándole tiempo a tal consideración.
—No estoy seguro de haberla entendido.
—Cenicienta… Pigmalión… Frankenstein.
—¿Está hablando de la evolución de la relación de Scott Ashton con Héctor Flores?
—Exacto. —Le dedicó una sonrisa de aprobación, como si él fuera un buen estudiante—. La historia tiene un inicio clásico: un extraño entra en el pueblo, hambriento, buscando trabajo. Un terrateniente local, un hombre acaudalado, lo contrata, lo acoge en su casa, lo prueba en diversas tareas, ve potencial en él, le da cada vez más responsabilidad, le proporciona una nueva vida. El pobre trabajador doméstico, en efecto, es elevado mágicamente a una nueva vida rica. No es la historia de Cenicienta en sus detalles de género, pero desde luego sí en su esencia. Sin embargo, en la relación Ashton-Flores, la historia de Cenicienta es solo el primer acto. Luego se pone en marcha un nuevo paradigma, cuando el doctor Ashton queda cautivado por la oportunidad de moldear a su estudiante en algo más grande, cuando quiere llevarlo a su máximo potencial, esculpir la estatua en una especie de perfección, dar vida a Héctor Flores en el sentido más completo posible. Le compra libros, un ordenador, cursos en línea, pasa cada día horas supervisando su educación, empujándolo hacia una especie de perfección. No es exactamente como el mito de Pigmalión, pero se parece mucho. Ese fue el segundo acto. El tercero, por supuesto, se convirtió en la historia de Frankenstein. Concebido para ser la mejor de las criaturas humanas, resulta que Flores alberga los peores defectos y que llevó la desolación y el horror a la vida del genio que lo creó.
Asintiendo lenta y apreciativamente, Gurney asimiló todo ello, fascinado no solo por los paralelismos entre el cuento de hadas y los sucesos de la vida real, sino también por la insistencia de Marian Eliot en su enorme significado. Los ojos de la mujer ardían con convicción y algo de triunfalismo. La pregunta que Gurney se hacía era: ¿el triunfo estaba relacionado de algún modo con la tragedia, o simplemente reflejaba una satisfacción académica en relación con la profundidad de su propia comprensión?
Después de un breve silencio en el que su excitación remitió, la mujer preguntó:
—¿Qué estaba esperando descubrir de Carl?
—No lo sé. Quizá por qué su casa está mucho más ordenada en el interior que fuera.
Gurney no lo dijo completamente serio, pero Marian Eliot respondió con un tono de mujer de negocios.
—Cuido de Carl regularmente. No ha sido él mismo desde que desapareció Kiki. Es comprensible. Mientras estoy ahí, dejo las cosas donde creo que deberían estar. En realidad no es nada. —Miró por encima del hombro de Gurney en dirección a la casa de Muller, escondida detrás de una hectárea de árboles—. Cuida mejor de sí mismo de lo que usted cree.
—¿Ha oído su opinión sobre los latinos?
Ella emitió un suspiro breve y exasperado.
—La postura de Carl en esta cuestión no es muy diferente de los discursos de campaña de ciertas figuras públicas.
Gurney le dedicó una mirada de curiosidad.
—Sí, lo sé, es un poco intenso con eso, pero considerando…, bueno, considerando la situación con su esposa…—La voz de Eliot se fue apagando.
—¿Y el árbol de Navidad en septiembre? ¿Y las felicitaciones navideñas?
—Le gustan. Lo alivian. —Se levantó, cogió con mano firme la azada que había apoyado en el tronco del manzano y saludó con la cabeza a Gurney en un gesto rápido que indicaba que daba la conversación por concluida. Desde luego, hablar sobre la locura de Carl no era su actividad favorita—. Tengo trabajo que hacer. Buena suerte con sus investigaciones, señor Gurney.
O bien lo había olvidado, o bien conscientemente había elegido no seguir su anterior interés por las piezas faltantes del rompecabezas. Gurney se preguntó de qué se trataba.
El gran Airedale al parecer notó un cambio en la atmósfera emocional, pues apareció de repente al lado de su dueña.
—Gracias por su tiempo. Y su percepción—dijo Gurney—. Espero que me dé la oportunidad de hablar otra vez con usted.
—Ya veremos. A pesar de mi jubilación, soy una mujer ocupada.
Eliot se volvió al jardín de rosas con su azada y empezó a cavar con fuerza en el duro suelo, como si estuviera combatiendo con un elemento díscolo de su propia naturaleza.
M
uchas de las casas de Badger Lane, sobre todo las que estaban hacia el final de la calle de Ashton, eran viejas y grandes. Se podía observar que habían sido mantenidas o restauradas con una costosa atención por el detalle. El resultado era una elegancia informal por la cual Gurney sentía un resentimiento que se habría negado a identificar como envidia. Incluso medida por los elevados estándares de Badger Lane, la propiedad de Ashton llamaba la atención: una impecable casona de dos plantas de piedra amarillo pálido rodeada por rosas silvestres, enormes arriates de forma irregular y pérgolas cubiertas de hiedra que servían de pasillos entre distintas zonas de un césped en suave pendiente. Aparcó en un sendero de adoquines que conducía a la clase de garaje que un agente inmobiliario llamaría cochera clásica. Al otro lado del césped se alzaba el pabellón clásico donde habían tocado los músicos de la boda.
Gurney bajó de su coche y de inmediato notó un aroma en el aire. Mientras pugnaba por definirlo, un hombre salió rodeando la parte de atrás de la casa principal con una sierra de podar en la mano. Scott Ashton tenía un aspecto conocido pero diferente, con menos vitalidad en persona que en el vídeo. Iba vestido de campo, con ropa informal pero cara: pantalones de
tweed
de Donegal y camisa de franela hecha a medida. Reparó en la presencia de Gurney sin mostrar placer ni desagrado.
—Llega a tiempo—dijo. Su voz era calmada, sosegada, impersonal.
—Le agradezco su disposición para recibirme, doctor Ashton.
—¿Quiere entrar?—Era simplemente una pregunta, no una invitación.
—Me sería útil ver antes la zona de detrás de la casa, la localización de la cabaña del jardín. También la mesa del patio donde estaba sentado usted cuando la bala destrozó la taza de té.
Ashton respondió haciendo un movimiento con la mano para que Gurney lo siguiera. Al pasar a través de la pérgola que conectaba el garaje y la zona del sendero lateral de la casa con el jardín principal que había detrás de esta—la pérgola a través de la cual los invitados de la boda habían entrado en la recepción—, Gurney experimentó una extraña mezcla de reconocimiento y desubicación. El pabellón, la cabaña, la parte de atrás de la casa principal, el patio de piedra, los arriates, los bosques de alrededor… Todo resultaba reconocible, pero alterado por el cambio de estación, la ausencia de gente, el silencio. El extraño aroma en el aire, exóticamente herbal, era más intenso allí. Gurney preguntó al respecto.
Ashton hizo un movimiento vago hacia los semilleros que bordeaban el patio.
—Manzanilla, anémona, malva, bergamota, tanaceto, boj. La intensidad relativa de cada componente cambia con la dirección de la brisa.
—¿Tiene un nuevo jardinero?
Los rasgos de Ashton se tensaron.
—¿En lugar de Héctor Flores?
—Tengo entendido que se ocupaba de la mayor parte del trabajo en torno a la casa.
—No, no lo he sustituido. —Ashton se fijó en la sierra de podar que llevaba y sonrió sin calidez—. Salvo por mí. —Se volvió hacia el patio—. Ahí tiene la mesa que quería ver.
Condujo a Gurney a través de un hueco en el murete de piedra hasta una mesa de hierro con un par de sillas a juego situada cerca de la puerta de atrás de la casa.
—¿Quiere sentarse aquí?—Una vez más era una pregunta, no una invitación.
Gurney se había acomodado en la silla que le brindaba la mejor vista de las zonas que recordaba del vídeo cuando un ligero movimiento atrajo su atención hacia la otra punta del patio. Allí, en un pequeño banco situado junto a la soleada fachada posterior de la casa, había un hombre anciano sentado con una ramita en la mano. La movía de lado a lado, haciendo que la ramita pareciera un metrónomo. Tenía el cabello gris, la piel cetrina y una expresión de perplejidad.
—Es mi padre—dijo Ashton, sentado en la silla de enfrente de la de Gurney.
—¿Ha venido de visita?
Ashton hizo una pausa.
—Sí, de visita.
Gurney respondió con expresión de curiosidad.
—Lleva dos años en una residencia privada como resultado de la demencia y de una afasia progresivas.
—¿No puede hablar?
—Desde hace al menos un año.
—¿Lo ha traído aquí de visita?
Los ojos de Ashton se entrecerraron como si pudiera estar a punto de decirle a Gurney que no era asunto suyo, pero entonces su expresión se suavizó.
—La muerte de Jillian… creó… una sensación de soledad. —Parecía confundido por la palabra y vaciló—. Creo que fue una semana o dos después de su muerte cuando decidí traer a mi padre a pasar una temporada aquí. Pensaba que estar con él, cuidando de él…—Una vez más se quedó en silencio.
—¿Cómo se las arregla, yendo cada día a Mapleshade?
—Viene conmigo. Es sorprendente, pero no resulta un problema. Físicamente está bien. No tiene dificultades para caminar. Ni con las escaleras. Ni para comer. Puede cuidar de sus… necesidades de higiene. Aparte de la cuestión del habla, el déficit se da, sobre todo, en que no se orienta… Por lo general está confundido sobre dónde se encuentra, piensa que está de nuevo en el apartamento de Park Avenue, donde vivíamos cuando yo era niño.
—Bonito barrio. —Gurney miró a través del patio al banco donde estaba el viejo.
—Buen barrio, sí. Era una especie de genio de las finanzas. Hobart Ashton. Miembro leal de una clase social en la que todos los nombres de los hombres parecían colegios de secundaria privados.
Era un viejo chiste y sonaba rancio. Gurney sonrió con educación.
Ashton se aclaró la garganta.
—No ha venido para hablar de mi padre. No tengo mucho tiempo. Así pues, ¿qué puedo hacer por usted?
Gurney puso las manos en la mesa.
—¿Es aquí donde estuvo sentado el día del disparo?
—Sí.
—¿No le pone nervioso estar en el mismo sitio?
—Muchas cosas me ponen nervioso.
—No lo habría dicho nunca, mirándole.
Hubo un largo silencio que rompió Gurney.
—¿Cree que el asesino acertó a lo que estaba apuntando?
—Sí.
—¿Qué le hace pensar que no le apuntaba a usted y falló?
—¿Ha visto
La lista de Schindler
? Hay una escena en la que Schindler trata de convencer al comandante del campo para que perdone la vida a judíos a los cuales normalmente ejecutaría por infracciones menores. Le explica que pudiendo matarlos, teniendo un perfecto derecho a hacerlo, elegir salvarlos como si fuera un dios sería la mayor prueba de su poder sobre ellos.
—¿Es lo que piensa que hizo Flores? ¿Probar, al perdonarle y romper la taza de té, que tiene el poder de matarlo?
—Es una hipótesis razonable.
—Suponiendo que el que disparó fuese Flores.
Ashton sostuvo la mirada de Gurney.
—¿En quién más piensa?
—Le dijo al agente de la investigación, al primero de ellos, que Withrow Perry poseía un rifle del mismo calibre que el de los fragmentos de bala recogidos de este patio.
—¿Lo ha conocido o ha hablado con él?
—Todavía no.
—Cuando lo haga, creo que la noción del doctor Withrow Perry reptando por esos bosques con una mira telescópica le parecerá completamente ridícula.
—Pero ¿no es tan ridícula en el caso de Héctor Flores?
—Héctor ha demostrado que es capaz de cualquier cosa.
—Esa escena que ha mencionado de
La lista de Schindler
… Ahora que lo pienso, creo recordar que el comandante no hace caso del consejo durante mucho tiempo. No tiene la paciencia necesaria, y muy pronto vuelve a matar a los judíos que no se comportan como él quiere.
Ashton no respondió. Su mirada vagó hacia la colina boscosa que había detrás del pabellón y se quedó allí.
La mayoría de las decisiones de Gurney eran conscientes y bien calculadas, con una llamativa excepción: decidir cuándo era el momento de cambiar el tono de una entrevista. Eso era una cuestión visceral y ese le pareció el momento adecuado. Se echó hacia atrás en su silla de hierro y dijo:
—Marian Eliot es una gran admiradora suya.
Los signos fueron sutiles; quizá Gurney estaba imaginándoselos, pero tuvo la impresión, por la extraña mirada que Ashton le dedicó, que por primera vez en la conversación lo había pillado a contrapié. Ashton se recuperó enseguida.
—Marian es fácil de embelesar—dijo con su voz suave de psiquiatra—, siempre y cuando uno no trate de ser encantador.
Gurney se dio cuenta de que coincidía exactamente con su propia percepción.
—Cree que es usted un genio.
—Ella tiene sus intereses.
Gurney trató de dar otro giro.
—¿Qué opinaba de usted Kiki Muller?
—No tengo ni idea.
—¿Era su psiquiatra?
—Lo fui muy poco tiempo.
—Un año no me parece poco tiempo.
—¿Un año? Más bien dos meses o ni siquiera dos meses.
—¿Cuándo terminaron los dos meses?
—No puedo decírselo. Restricciones de confidencialidad. Ni siquiera debería haberle dicho lo de los dos meses.
—Su marido me dijo que tenía una cita con usted cada martes hasta la semana en que ella desapareció.
Ashton solo ofreció un fruncimiento de cejas de incredulidad y negó con la cabeza.
—Deje que le pregunte algo, doctor Ashton. Sin revelar nada que Kiki Muller pudiera haberle dicho durante el tiempo en que estuvo viéndole, ¿puede decirme por qué su tratamiento terminó tan deprisa?