—Solo porque no sea fácil no quiere decir que no lo hiciera.
—Otro problema es el tiempo que tardaría.
—¿Qué significa?—preguntó Kline.
—He estudiado esa zona con atención. Ir por la ruta del barranco hasta el machete requeriría demasiado tiempo. No creo que quisiera estar escalando por allí atrás cuando se descubriera el cadáver y la gente empezara a arremolinarse. Además, hay dos problemas más importantes. Uno: ¿por qué complicarlo tanto cuando podría haber enterrado el machete en cualquier sitio? Dos, y esta es la clave: el rastro de olor sigue la ruta por delante del árbol y no por detrás.
—Espere un segundo—dijo Rodriguez—. ¿No se está contradiciendo? Ha dicho que todos estos factores prueban que Flores tomó la ruta por delante del árbol, pero el vídeo prueba que no lo hizo. ¿Adónde demonios nos lleva eso?
—A una ecuación con un error grave—dijo Gurney—, pero que me parta un rayo si sé cuál es.
Durante la siguiente hora y media, el grupo le preguntó sobre la fiabilidad del vídeo, de la posibilidad de que faltaran algunos fotogramas, de la posición del cerezo en relación con la cabaña, del machete y del barranco. Sacaron los dibujos de la escena del crimen del expediente maestro del caso, los pasaron por la sala, los estudiaron. Compartieron anécdotas sobre los legendarios talentos y éxitos de la Brigada Canina. Debatieron sobre escenarios alternativos para la desaparición de Flores después de que depositara el arma del crimen, sobre la posible implicación de Kiki Muller como cómplice a posteriori, y sobre cuándo y por qué la habían matado. Siguieron unas pocas digresiones especulativas relacionadas con la psicopatología de cortar la cabeza de una víctima. Al final, no obstante, la solución al enigma básico no parecía más cercana.
—Así pues—soltó Rodriguez, resumiendo el acertijo central con la máxima sencillez posible—, según Dave Gurney, podemos estar absolutamente seguros de dos cosas. Primero, Héctor Flores tenía que pasar por delante del árbol. Segundo, no pudo pasar.
—Una situación muy interesante—dijo Gurney, sintiendo él mismo lo excitante de la contradicción.
—Podría ser un buen momento para hacer una pequeña pausa para comer—intervino el capitán, que parecía estar sintiendo más frustración que otra cosa.
L
a comida no fue una reunión de gente ni nada parecido, lo cual ya le iba bien a Gurney, pues estaba tan lejos de ser un animal social como podía estarlo un hombre casado. En lugar de ir hacia la cafetería, todos se dispersaron durante la media hora de pausa para comunicarse con las BlackBerry y los portátiles.
No obstante, Gurney podría haberlo pasado mejor con treinta minutos de camaradería masculina que sentado solo en un banco congelado en el exterior de la fortaleza de la Policía del estado, absorbiendo el último mensaje que había encontrado en su teléfono, evidentemente una respuesta a su «Quiero saber más».
Decía: «Es un hombre muy interesante, debería haber sabido que mis hijas lo adorarían. Fue fantástico que viniera a la ciudad, la próxima vez ellas irán a verle. ¿Cuándo? ¿Quién sabe? Ellas quieren que sea una sorpresa».
Se quedó mirando aquellas palabras, pese a que eran un bofetón que llevaba su mente otra vez a las sonrisas desconcertantes de esas mujeres jóvenes, de nuevo al pálido Montrachet levantado en un brindis, de regreso al amenazante muro negro de su amnesia.
Fantaseó con la idea de enviarle un mensaje que comenzara: «Querido Saul…», pero decidió mantener en secreto que sabía quién era, al menos por el momento. No sabía qué valor podría tener esa carta y no quería mostrarla antes de comprender el juego. Además, aferrarse a ella le daba, de una manera minúscula, una sensación de poder. Como llevar un cortaplumas en un barrio peligroso.
Cuando entró en la sala de conferencias estaba desesperado por volver a centrarse en el caso Perry. Kline, Rodriguez y Wigg ya estaban sentados. Anderson se estaba acercando a la mesa, plenamente concentrado en una taza de café tan llena que hacía que caminar se convirtiera en todo un reto. Blatt se encontraba junto a la cafetera, inclinándola para sacar el último chorrito negro. Hardwick no había vuelto.
Rodriguez miró su reloj.
—Es la hora. Algunos ya estamos, otros no, pero es su problema. Es hora de un informe sobre las entrevistas. Bill, es tu turno.
Anderson dejó el café en la mesa con la concentración de alguien que trata de desactivar una bomba.
—Bien—dijo. Se sentó, abrió una carpeta y empezó a examinar y reordenar el contenido—. Vale, aquí estamos. Empezamos con una lista de todas las graduadas de los veinte años en que Mapleshade ha estado operativo y luego la redujimos a una relación de graduadas de los últimos cinco años. Fue en ese momento cuando pasaron de centrarse en una población general de adolescentes con problemas de conducta a ocuparse de chicas adolescentes que habían cometido abusos sexuales.
—¿Condenadas por esos delitos?—preguntó Kline.
—No. Todo intervenciones privadas a través de familiares, terapeutas, doctores. La población de Mapleshade está formada, sobre todo, por chicas psicópatas a las que sus familias tratan de mantener alejadas de los tribunales de menores, o simplemente quieren sacarlas de la ciudad, de la casa, antes de que las descubran haciendo lo que han estado haciendo. Los padres las envían a Mapleshade, pagan por su educación y esperan que Ashton solucione el problema.
—¿Y lo hace?
—Es difícil de saber. Las familias no hablan de eso, así que lo único que nos queda es una comprobación de los nombres de las graduadas en la base de datos de delitos sexuales para ver si alguna ha tenido problemas con la justicia desde que son adultas y han salido de Mapleshade. Hasta el momento no hemos conseguido gran cosa. Un par de las clases de graduadas de hace cuatro y cinco años, ninguna de los últimos tres años. Es difícil saber qué significa eso.
Kline se encogió de hombros.
—Puede significar que Ashton sabe lo que está haciendo o solo refleja que los abusos cometidos por mujeres, en gran medida, no se denuncian a la policía y tienden a no llevarse a juicio.
—¿En qué gran medida?—preguntó Blatt.
—¿Disculpe?
—¿En qué gran medida cree que pasan sin denunciarse y sin llevarse a juicio?
Kline se recostó en su silla, mirando enfadado a lo que obviamente consideraba una distracción. Su tono era severo, académico, impaciente.
—Los mejores datos sugieren que más o menos el veinte por ciento de las mujeres y el diez por ciento de los hombres sufrieron abusos sexuales en la infancia, y que el perpetrador era una mujer en alrededor de un diez por ciento del total de casos. El resumen es que estamos hablando de millones de casos de abuso sexual y de cientos de miles de casos en los que el perpetrador era una mujer. Pero sabe tan bien como yo que siempre hay un doble rasero, una reticencia de las familias a denunciar a madres, hermanas y canguros a la Policía, una reticencia de las fuerzas policiales a tomarse en serio las acusaciones de abuso contra mujeres jóvenes, una reticencia de los tribunales a condenarlas. La sociedad no parece dispuesta a aceptar la realidad de las depredadoras sexuales de la misma manera en que aceptamos la realidad de los hombres depredadores. Pero algunos estudios apuntan que muchos de los hombres condenados por violación sufrieron abusos sexuales por parte de mujeres cuando eran niños. —Kline negó con la cabeza y dudó—. Dios, podría contarles historias de este mismo condado, casos que llegan al Tribunal de Familia a través de los Servicios Sociales. Ya conocen ese material: madres masturbando a sus propios hijos, vendiendo vídeos porno de ellos teniendo sexo entre sí. ¡Dios! Y lo que finalmente entra en el sistema judicial es solo una pequeña muestra de lo que está pasando. Pero ya me he explicado. Basta, ¿no? Deberíamos volver a centrarnos.
Blatt se encogió de hombros.
Rodriguez asintió para manifestar su acuerdo.
—Vale, Bill, pasemos al informe de llamadas telefónicas.
Anderson revolvió otra vez entre sus papeles, que ahora estaban esparcidos en una zona más amplia de la mesa.
—Las direcciones, los números de teléfono y el resto de la información de contacto que usamos eran las más recientes del archivo. El número de graduadas en el periodo de los últimos cinco años es de ciento cincuenta y dos. El promedio es de treinta por año. De las ciento cincuenta y dos, creemos que tenemos información válida de ciento veintiséis. Se hicieron llamadas iniciales a las ciento veintiséis. De esas llamadas, sesenta resultaron en contacto inmediato, con la exalumna en persona o con un familiar. De las sesenta y seis restantes a las que dejamos mensajes, doce nos han llamado antes de las nueve cuarenta y cinco de esta mañana.
—Eso suma setenta y dos contactos directos—dijo Kline con rapidez—. ¿Cuál es el resumen?
—Es difícil de decir. —Anderson sonó como si todo en su vida fuera complicado.
—Dios mío, teniente…
—Lo que quiero decir es que los resultados son diversos.
—Cogió otra hoja de papel de su pila—. De los setenta y dos, hablamos directamente con la exalumna en veintiún casos. No hay problema ahí, ¿no? O sea, que si hablamos con ellas no están desaparecidas.
—¿Qué pasa con las otras cincuenta y una?
—En treinta y cinco casos, la persona con la que hablamos (padre, cónyuge, hermano, compañera de piso, pareja) afirmó que conocía la localización de la exalumna y que estaban en contacto con ella.
Kline iba haciendo cuentas en un bloc.
—¿Y las otras dieciséis?
—Una mujer nos dijo que su hija había muerto en un accidente de automóvil. Otra fue muy imprecisa, es probable que ocultara algo, no parecía saber nada de nada. Otra aseguraba conocer el paradero exacto del sujeto, pero se negó a proporcionar más información.
Kline garabateó algo en su bloc.
—¿Y las otras trece?
—Sobre las otras trece, padres, madres o padrastros o madrastras dijeron que no tenían ni idea de dónde estaba su hija.
Se hizo un silencio especulativo en la sala, que interrumpió Gurney.
—¿Cuántas de esas desapariciones empezaron con una discusión sobre un coche?
Anderson consultó sus notas, mirándolas como si fueran la causa de su cansancio.
—Ocho.
—Cielo santo—dijo Kline en voz baja. Sacó su teléfono móvil y fue pasando iconos hasta que encontró la calculadora. Veinte segundos después anunció—: Hemos establecido contacto con setenta y dos familias de un total de ciento cincuenta y dos. Si la ratio actual de desapariciones problemáticas se mantiene, el número podría extrapolarse a unas diecisiete. Son un montón de mujeres jóvenes desaparecidas. Y podría ser peor, considerando que tal vez haya más probabilidades de desaparecidas entre las familias que no respondieron que entre las que respondieron. ¿Alguien quiere hacer comentarios sobre esto?
—¡Creo que hemos de agradecérselo a Dave Gurney!—exclamó Hardwick, que había entrado en la sala sin ser visto. Miró a Rodriguez—. Si él no nos hubiera orientado en esta dirección…
—Me alegro de que hayas encontrado tiempo para unirte a nosotros—intervino el capitán.
—No nos dejemos llevar por teorías descabelladas—dijo Anderson sombríamente—. Todavía no hay pruebas de secuestro ni indicios de ningún otro crimen. Podríamos estar reaccionando de un modo exagerado. Todo esto podría tratarse de unas pocas chicas rebeldes urdiendo una trampa juntas.
—¿Dave?—dijo Kline, sin hacer caso de Anderson—. ¿Quiere decir algo en este momento?
—Una pregunta para Bill: ¿cuál es el patrón de distribución de los ocho nombres en las cinco clases de graduación?
Anderson sacudió un poco la cabeza como si no hubiera oído bien.
—¿Disculpe?
—¿En qué clases estaban las chicas que desaparecieron?
Anderson suspiró, volvió a hojear su pila de papeles.
—Lo que necesitas—murmuró para sus adentros—, siempre está en el fondo. —Buscó entre al menos una docena de hojas antes de coger la que necesitaba—. Vale… parece que… una, dos, tres del año pasado. Luego… una, dos, tres del año anterior. Luego… una, dos del anterior a ese. Luego… eso es todo, no hay nada de antes. Son las ocho.
—Las ocho de los últimos tres años—concluyó Kline, que parecía estar tenso para intentar desentrañar algún significado en ello.
—Así que son todas de los últimos tres años—dijo Blatt—. ¿Qué se supone que significa eso?
—Para empezar—propuso Gurney—, significa que las desapariciones empezaron a ocurrir poco después de que Héctor Flores apareciera en escena.
K
line se volvió hacia Gurney.
—Eso se relaciona con lo que le dijo la secretaria de Ashton. ¿No afirmó que las dos graduadas con las que no pudo contactar estaban interesadas en Flores cuando él estaba trabajando en los terrenos de Mapleshade?
—Sí.
—Esto es una pesadilla—continuó Kline con excitación—. Supongamos por un momento que Flores es la clave de todo, que una vez que averigüemos dónde está y lo traigamos aquí entenderemos todo lo demás. Comprenderemos el asesinato de Jillian Perry, el asesinato de Kiki Muller, cómo y por qué escondió el machete donde lo hizo, por qué la cámara no lo grabó, la desaparición de Dios sabe cuántas exalumnas de Mapleshade…
—Lo último podría ser un harén—dijo Blatt.
—¿Qué?—preguntó Kline.
—Como Charlie Manson.
—¿Está diciendo que podría haber estado buscando seguidoras? ¿Mujeres jóvenes impresionables?
—Maniacas sexuales. De eso va Mapleshade, ¿no?
Gurney miró a Rodriguez para ver cómo podría reaccionar al comentario de Blatt a la luz de la situación con su hija, pero si sintió algo, lo escondía tras un ceño reflexivo.
El ordenador mental de Kline parecía estar de nuevo a plena potencia, mientras presumiblemente sopesaba los beneficios mediáticos de juzgar y condenar a su propia familia Manson. Trató de elaborar la idea de Blatt.
—¿Así que está presumiendo que Flores tenía una pequeña comuna escondida en alguna parte y que convenció a estas mujeres para que se fueran de casa, cubrieran sus pistas y fueran allí?—Se volvió hacia el capitán, pareció disuadido por el ceño y prefirió dirigirse a Hardwick—. ¿Tiene alguna idea al respecto?
Hardwick respondió con lasciva ironía.
—Yo estaba pensando en Jim Jones. Un líder carismático con una congregación de acólitas núbiles.