El sonido de la aspiradora en el piso de arriba aumentó de volumen. Gurney echó una última mirada a la estancia y se dirigió a la escalera. Estaba a medio camino de la planta baja cuando un recuerdo vívido lo hizo pararse en seco.
El olor a alcohol.
La copita.
¡Dios!
Volvió a subir con rapidez por los escalones, de dos en dos, hasta el salón, se acercó al oscuro sillón de piel en el que Jykynstyl lo había recibido a su llegada, el sillón desde el cual el hombre aparentemente débil había tenido dificultades para levantarse, tantas que había necesitado las dos manos libres para apoyarse en los reposabrazos. Y al no tener ninguna mesa disponible para dejar su pequeña copita de absenta…
Gurney buscó en la base de la gruesa planta tropical. Y allí estaba, oculta por el borde alto de la maceta y las gruesas hojas que caían. La envolvió cuidadosamente en su pañuelo y se la guardó en el bolsillo de la americana.
Cuando estuvo otra vez en su coche, se preguntó qué hacer con ella.
E
l hecho de que la comisaría 19 estuviera a solo unas manzanas de distancia, en la calle 67 Este, hizo que Gurney se concentrara en repasar los contactos que tenía allí. Conocía al menos a media docena de detectives en la 19, quizás a dos de ellos lo bastante bien como para pedirles un favor un poco comprometido: sacar unas huellas de la copita de licor que se había llevado y verificarlas en la base de datos del FBI—un proceso que exigiría soslayar la necesidad de un número de caso— era sin duda delicado. Gurney no quería explicar su interés en saber más de su anfitrión del almuerzo, pero tampoco quería inventar una mentira que después podría estallarle en la cara.
Decidió que necesitaba otra manera de abordar el problema. Con cuidado dejó la copita en la consola central, puso su teléfono móvil en el asiento de al lado, arrancó el coche y se dirigió hacia el puente George Washington.
La primera llamada que hizo fue a Sonya Reynolds.
—¿Dónde demonios te has metido? ¿Qué demonios has estado haciendo toda la tarde?—Sonaba enfadada, ansiosa y no parecía tener ni idea de los sucesos del día, lo cual le resultó tranquilizador.
—Grandes preguntas. No tengo respuesta a ninguna.
—¿Qué ha pasado? ¿De qué estás hablando?
—¿Cuánto sabes de Jay Jykynstyl?
—¿De qué se trata? ¿Qué demonios ha pasado?
—No estoy seguro. Nada bueno.
—No lo entiendo.
—¿Cuánto sabes de Jykynstyl?
—Sé lo que se conoce en los medios artísticos. Gran comprador, muy selectivo. Gran influencia económica en el mercado. Le gusta el anonimato. No deja que le hagan fotos. Le gusta que haya mucha confusión sobre su vida personal, incluso acerca de dónde vive. O sobre si es homosexual o hetero. Cuanta más confusión hay, más le gusta. Está un poco obsesionado con la intimidad.
—¿Así que no lo conocías y nunca habías visto una foto suya antes de que pasara un día por tu galería y dijera que quería comprar mis cosas?
—¿Qué insinúas?
—¿Cómo sabes que el hombre con quien hablaste es Jay Jykynstyl? ¿Porque te lo dijo?
—No, justo lo contrario.
—¿Dijo que no era Jay Jykynstyl?
—Dijo que se llamaba Jay. Solo Jay.
—Entonces, ¿cómo…?
—Seguí preguntándole, le dije que sería muy difícil hacer negocios con él sin conocer su nombre completo, le dije que era ridículo que no supiera con quién estaba tratando cuando había tanto dinero en juego.
—¿Y qué dijo?
—Dijo Javits. Dijo que se llamaba Jay Javits.
—¿Como Jacob Javits el senador?
—Exacto, pero lo dijo de una manera extraña, como si el nombre se le acabara de ocurrir y sintiera que tenía que decir algo porque yo estaba poniéndome pesada con eso. Dave, cuéntame por qué coño estamos hablando de esto. Quiero saber ahora mismo lo que ha ocurrido hoy.
—Lo que ha ocurrido es… que ha quedado claro que toda esta oferta es un cuento. Creo que me drogó y que ese almuerzo era una trampa que no tenía nada que ver con mis fotografías.
—Eso es una locura.
—Volviendo a la identidad del hombre, ¿te dijo que su nombre era Jay Javits y tú concluiste de eso que su nombre era Jay Jykynstyl?
—No fue así. No seas tonto. Durante nuestra conversación, estábamos hablando de lo bonito que estaba el lago y él mencionó que podía verlo desde su habitación, así que le pregunté dónde se alojaba, y él me dijo que en un hotel precioso, como si no quisiera decirme el nombre. Así que después llamé al Huntington, el hotel más exclusivo del lago, y pregunté si había un Jay Javits alojado allí. Al principio el tipo del hotel pareció confuso, y entonces me preguntó si no tendría mal el nombre. Le dije que sí, que me estaba haciendo mayor y que a veces me fallaba el oído y me equivocaba con los nombres. Traté de darle pena.
—¿Y crees que lo conseguiste?
—Parece que sí. Dijo: «¿Esa persona no podría llamarse Jykynstyl?». Le pedí que deletreara el nombre, y lo hizo. Pensé: «Cielo santo, ¿es posible?». Así que le pedí que describiera a ese huésped Jykynstyl y lo hizo, y era obvio que hablaba del mismo tipo que había venido a la galería. Así que, ya ves, no quería que supiera quién era, pero lo descubrí.
Gurney se quedó en silencio. Pensaba que era mucho más probable que Sonya hubiera sido hábilmente manipulada para que creyera que el hombre era Jykynstyl, de una manera que no le dejaría dudas sobre su conclusión. La sutileza y experiencia del engaño era casi más inquietante que el engaño en sí.
—¿Sigues ahí, David?
—He de hacer unas llamadas más, y luego volveré a llamarte.
—Todavía no me has contado lo que ha ocurrido.
—No tengo ni idea de lo que ha ocurrido, más allá del hecho de que me han mentido y drogado, de que me han llevado en coche por la ciudad sin que yo me enterara y me han amenazado. No tengo ni idea de quién lo ha hecho ni por qué. Estoy haciendo todo lo posible para averiguarlo. Y lo averiguaré.
El optimismo de esas últimas palabras tenía escasa relación con el enfado, el miedo y la confusión que sentía. Le prometió otra vez que volvería a llamarla.
Su siguiente llamada fue a Madeleine. La hizo sin pensar en qué iba a decirle ni mirar la hora. Hasta que ella respondió con voz de sueño no se fijó en el reloj del salpicadero. Eran las 22.04.
—Me preguntaba cuándo ibas a llamar por fin—dijo ella—. ¿Estás bien?
—Bastante. Perdona que no te haya llamado antes. Las cosas se han complicado esta tarde.
—¿Qué quiere decir «bastante»?
—¿Eh? Oh, quiero decir que estoy bien, solo en medio de un pequeño misterio.
—¿Cómo de pequeño?
—Es difícil saberlo. Pero parece que este asunto de Jykynstyl es un engaño. He estado dando vueltas esta noche, tratando de entenderlo.
—¿Qué ha pasado?—Madeleine estaba alerta, hablando con una voz perfectamente calmada que al mismo tiempo enmascaraba y exponía su preocupación.
Gurney era consciente de que tenía opciones. Podía contarle todo lo que sabía y temía, sin que le importara el efecto que tuviera en ella, o podía presentar una versión menos completa y menos inquietante de los hechos. En lo que después vería como una danza de autoengaño, eligió esta segunda opción como primer paso, y se dijo que le contaría a su mujer la historia completa cuando él mismo la comprendiera mejor.
—Empecé a sentirme mareado en la comida y después, en el coche, tenía problemas para recordar la conversación que tuvimos. —Era verdad, aunque era una verdad minimizada.
—Me estás diciendo que te emborrachaste. —La voz de Madeleine era más inquisitiva que afirmativa.
—Quizá. Pero… no estoy seguro.
—¿Crees que te drogaron?
—Es una de las posibilidades que he estado considerando. Aunque no tiene ningún sentido. El caso es que he registrado la casa y lo único que sé seguro es que algo va mal y que la oferta de cien mil dólares era, desde luego, un cuento. Pero en realidad te he llamado para decirte que acabo de salir de Manhattan y que llegaré a casa dentro de dos horas y media. Siento mucho no haberte llamado antes.
—No corras.
—Te veo pronto. Te quiero.
Casi se le pasó la última salida de Harlem River Drive al puente George Washington. Tras una mirada rápida a su derecha, dio un volantazo hacia el carril de salida y la rampa, huyendo del estruendo indignado de un claxon.
Era demasiado tarde para llamar a Kline, pero si de verdad Hardwick había vuelto al caso, podría saber algo sobre la investigación de Karmala y la referencia a la familia Skard en el mensaje de teléfono del fiscal. Con un poco de suerte, Hardwick estaría despierto, cogería el teléfono y estaría dispuesto a hablar.
Sus tres suposiciones resultaron ciertas.
—¿Qué pasa, Sherlock? ¿No podías esperar hasta mañana para felicitarme por mi reincorporación?
—Felicidades.
—Aparentemente, los tienes a todos creyendo que las exalumnas de Mapleshade están cayendo como moscas y hay que interrogar a todo el mundo, lo cual ha creado esta enorme falta de medios que ha obligado a Rodriguez a reincorporarme. Casi le ha estallado la cabeza.
—Me alegro de que hayas vuelto. Tengo un par de preguntas que hacerte.
—¿Sobre el chucho?
—¿El chucho?
—El que desenterró a Kiki.
—¿De qué demonios estás hablando, Jack?
—El airedale curioso de Marian Eliot. ¿No lo habías oído?
—Cuéntame.
—Ella estaba trabajando en su jardín de rosas con
Melpómene
atado a un árbol.
—¿Quién?
—El airedale se llama
Melpómene
. Es una perra muy sofisticada. De alguna manera
Melpómene
logra soltarse de la cuerda. Se va hasta la casa de los Muller y empieza a escarbar en torno a la leñera. Cuando la señora Eliot llega para llevársela,
Melpómene
ya ha cavado un buen hoyo. Algo capta la atención de la vieja señora Eliot. ¿Adivina qué?
—Jack, por el amor de Dios, dímelo y punto.
—Creyó que era uno de sus guantes de jardinería.
—Por el amor de Dios, Jack…
—Piénsalo. ¿Qué podría parecerse a un guante?
—Jack…
—Era una mano en descomposición.
—¿Y la mano estaba unida al cuerpo de Kiki Muller, la mujer que supuestamente se fugó con Héctor Flores?
—La misma.
Gurney se quedó en silencio durante cinco segundos.
—¿Tienes los engranajes girando, Sherlock? ¿Deduciendo, induciendo o lo que coño hagas?
—¿Cómo reaccionó el marido de Kiki?
—¿El loco Carl? ¿El hombre del tren debajo del árbol? Ninguna reacción. Creo que su psiquiatra lo tiene tan embutido con ansiolíticos que está más allá de toda reacción. Es un puto zombi. O un actor alucinante.
—¿Hay alguna fecha aproximada de la muerte?
—La acaban de desenterrar esta mañana. Pero desde luego llevaba mucho tiempo en el suelo. Quizás unos meses, lo cual nos devuelve al momento de la desaparición de Héctor.
—¿Causa de la muerte?
—El forense no ha dicho aún nada por escrito, pero por mi observación del cadáver me atrevería a adivinarla.
Hardwick hizo una pausa. Gurney apretó los dientes. Sabía lo que iba a decir a continuación.
—Diría que la causa de la muerte podría estar relacionada con el hecho de que le habían cortado la cabeza.
T
ras llegar a casa pasada la medianoche, Gurney durmió tan poco que se levantó con la sensación de no haber dormido nada en absoluto.
Por la mañana, tomando un café con Madeleine, atribuyó el desasosiego a sus sospechas en relación con «Jykynstyl» y a la creciente intensidad del caso Perry. Sin decirlo, también lo atribuyó a los metabolitos de fuera cual fuese la sustancia química que le habían suministrado.
—Deberías haber ido al hospital.
—No me pasará nada.
—Tal vez tendrías que volver a la cama.
—Están pasando muchas cosas. Además, estoy demasiado nervioso para dormir.
—¿Qué vas a hacer?
—Trabajar.
—Sabes que es domingo, ¿verdad?
—Claro.
Pero en realidad lo había olvidado. Su confusión lo estaba asustando. Tenía que hacer alguna cosa, concentrarse en algo concreto: un camino a la claridad, un pie delante de otro.
—Quizá deberías llamar a la oficina de Dichter y preguntarle si puede encontrarte una hora hoy.
Él negó con la cabeza. Dichter era su médico de cabecera. El doctor Dichter. La estúpida aliteración siempre le hacía sonreír, pero ese día no.
—Dices que puede ser que te drogaran. ¿Te lo estás tomando lo bastante en serio? ¿De qué clase de droga estás hablando?
No iba a sacar a relucir el espectro del Rohipnol. Sus asociaciones sexuales desencadenarían una explosión de preguntas y preocupaciones que no se sentía capaz de discutir.
—No estoy seguro. Supongo que era algo con efectos amnésicos similares al alcohol.
Ella lo escrutó con la mirada, lo que lo hacía sentirse desnudo.
—Fuera lo que fuese—dijo Dave—, ya está pasando. —Sabía que su tono transmitía despreocupación o, al menos, ansiedad por pasar a otro asunto.
—A lo mejor deberías tomar algo para contrarrestarlo.
Él negó con la cabeza.
—Estoy seguro de que el proceso de desintoxicación natural de mi organismo se ocupará de ello. Lo que necesito mientras tanto es algo en lo que concentrarme.
Esa idea lo llevó directamente al caso Perry, que lo llevó a la llamada a Hardwick de la tarde anterior, que lo llevó a darse cuenta de repente de que su discusión sobre
Melpómene
y la mano en descomposición de Kiki Muller había hecho que se olvidara de por qué había llamado a Hardwick.
Al cabo de un momento estaba al teléfono con él.
—¿Skard?—dijo Hardwick con voz rasposa—. Sí, ese nombre surgió en relación con Karmala Fashion. Por cierto, es domingo por la mañana. ¿Tan urgente es?
Con Hardwick nada era fácil. Pero si le seguías el juego podías hacerlo menos difícil. Una forma era aumentar el nivel de vulgaridad.
—¿Qué te parece la urgencia de un tiro en las pelotas?
Durante un par de segundos, Hardwick se quedó en silencio, como si considerara el número de puntos que iba a concederle por lo ingenioso de la expresión.
—Resulta que Karmala Fashion es una empresa complicada, difícil de localizar. Es propiedad de otra empresa, que es propiedad de otra empresa, que es propiedad de otra empresa en las Islas Caimán. Es muy difícil saber a qué clase de negocio se dedican en realidad. Pero parece que hay una conexión sarda y que esta está relacionada con la familia Skard. Los Skard, presuntamente, son muy mala gente.