No abras los ojos (35 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
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—Continúa.

—El nombre del personaje protagonista era Héctor Flores.

—¿Hablas en serio?

—Y hay más. La cosa se pone cada vez mejor. Un crítico coetáneo describió parcialmente la trama. Es una de esas obras complicadas donde la gente se disfraza y personas de sus propias familias no los reconocen y todas esas situaciones disparatadas, pero el argumento principal…—sonó otro pitido de la llamada en espera—, que es bastante descabellado, es que la madre de Héctor Flores lo echó de casa, y luego mató a su padre y sedujo a su hermano. Años más tarde, Héctor regresa, disfrazado de jardinero, y, para resumir, engaña a su hermano (utilizando más disfraces y confusión de identidades) para que le corte la cabeza a su madre. Todo era muy excesivo y tal vez por eso se destruyeron todos los ejemplares de la obra después de la primera representación. No está claro si la trama se basa en una variante antigua del mito de Edipo o si era solo una pieza grotesca inventada por Vallory. O tal vez estaba influida de alguna manera por
La tragedia española
, de Thomas Kyd, que también es un poco excesiva en lo emocional, así pues, ¿quién sabe? Pero esos son los hechos básicos, directamente del profesor Barkless.

El cerebro de Gurney iba aún más deprisa que la voz sin aliento de Peggy Meeker.

Después de un momento, ella preguntó:

—¿Quieres que te lo explique otra vez?

Otra señal sonora.

—¿Has dicho que está todo en un mensaje que me has enviado?

—Sí, todo explicado. Y he puesto el número de teléfono de mi profesor por si quieres llamarle. Es muy emocionante, ¿no? ¿No te da una perspectiva completamente nueva del caso?

—Más bien refuerza una de las perspectivas existentes. Ya veremos cómo funciona.

—Claro. Bueno, ya me contarás.

Bip.

—Peggy, me parece que tengo una llamada persistente. Deja que me despida por ahora. Y gracias. Esto podría ser muy útil.

—Por supuesto, encantada de ayudar. Genial. Dime qué más puedo hacer.

—Lo haré. Gracias otra vez.

Cambió a la otra llamada.

—Tardas bastante en contestar. La pregunta no debe de ser muy urgente.

—Ah, sí. Jack. Gracias por llamar.

—Y la pregunta es…

Gurney sonrió. Hardwick era un sibarita de la brusquedad, cuando no estaba demasiado ocupado siendo un sibarita de la vulgaridad.

—¿Hasta qué punto estás seguro de la ubicación de cada uno de los presentes en la recepción durante el tiempo que Jillian estuvo en la cabaña?

—Del todo.

—¿Cómo lo sabes?

—Por la forma en que estaban situadas las cámaras no había puntos ciegos. Todo el mundo (invitados, personal de cáterin, músicos) está en la grabación, todo el tiempo.

—Con excepción de Héctor.

—Con excepción de Héctor, que estaba en la cabaña.

—¿Quién crees que estaba en la cabaña?

—¿A qué te refieres?

—Estoy tratando de separar lo que sabemos de lo que pensamos que sabemos.

—¿Quién coño más iba a estar allí?

—No lo sé, Jack. Y tú tampoco. Por cierto, gracias por avisarme de la movida de la rehabilitación.

Hubo un largo silencio.

—¿Quién coño te ha contado eso?

—Tú desde luego no.

—¿Qué coño tiene eso que ver con nada?

—Soy un gran fan de la transparencia, Jack.

—¿La transparencia? Te voy a dar transparencia a tope. El capullo de Rodriguez me quitó el caso Perry porque le dije que perseguir a todos los mexicanos ilegales del estado de Nueva York era la pérdida de tiempo más grande que me habían asignado jamás. Para empezar, nadie va a admitir que trabaja aquí de manera ilegal, evadiendo impuestos. Y seguro que no iban a admitir que tenían contacto con alguien buscado por asesinato. Dos meses más tarde, en mi día libre, me llamaron por una situación de emergencia: la persecución de un par de idiotas que dispararon a un gasolinero en la autopista, y alguien en la escena va y le dice al capitán Marvel que yo olía a alcohol, así que me empapeló. El cabrón tuvo la oportunidad que había estado soñando para pillarme a contrapié. ¿Y qué hizo? El cabrón me metió en un puto centro de rehabilitación lleno de tarados. Veintiocho malditos días. ¡Con escoria, Davey! ¡Una puta pesadilla! ¡Escoria! Lo único en lo que pude pensar durante veintiocho días fue en matar a ese capitán capullo arrancándole la cabeza. ¿Es suficiente transparencia para ti?

—Claro, Jack. El problema es que la investigación descarriló y hay que empezar de nuevo desde cero. Y necesita tener asignadas personas que estén más interesadas en la solución de lo que lo están en joderse el uno al otro.

—¿Eso es un hecho? Bueno, mucha suerte, señor Voz de la Puta Razón.

Había colgado.

Gurney dejó el teléfono encima de la carpeta. Cobró conciencia del sonido de las agujas de tejer de Madeleine al entrechocar y la miró.

Ella sonrió sin levantar la vista.

—¿Problemas?

Dave rio sin humor.

—Solo que hay que reorganizar y reorientar por completo la investigación y no tengo poder para hacer que eso suceda.

—Piénsalo. Encontrarás una manera.

Pensó en ello.

—¿Quieres decir a través de Kline?

Ella se encogió de hombros.

—Durante el caso Mellery me dijiste que tenía grandes ambiciones.

—No me sorprendería que se imagine siendo presidente algún día. O por lo menos gobernador.

—Bueno, ahí lo tienes.

—¿Qué es lo que tengo?

Ella se concentró durante unos instantes en una alteración en su técnica de punto. Luego miró hacia arriba, aparentemente desconcertada por la incapacidad de su marido para comprender lo obvio.

—Ayúdale a ver cómo se relaciona esto con sus grandes ambiciones.

Cuanto más lo sopesaba Dave, más perspicaz le parecía el comentario de Madeleine. Como animal político, Kline era hipersensible a la dimensión mediática de cualquier investigación. Era la vía más segura para llegar a él.

Gurney cogió el teléfono y marcó al número del fiscal. El mensaje grabado ofrecía tres opciones: volver a llamar entre las 8 y las 18 horas de lunes a viernes, dejar un nombre y número de teléfono para recibir una llamada durante el horario de oficina, o llamar al número de emergencia de veinticuatro horas para cuestiones que requirieran asistencia inmediata.

Gurney anotó el número de emergencia en su lista de teléfonos, pero antes de hacer la llamada decidió dedicar un poco más de tiempo a estructurar lo que iba a decir—primero al que respondiera, y después a Kline si la llamada pasaba la criba—, porque se dio cuenta de que era fundamental lanzar la granada adecuada por encima de la pared.

El ruidoso cliqueo de las agujas se detuvo.

—¿Has oído eso?—Madeleine inclinó ligeramente la cabeza en dirección a la ventana más cercana.

—¿Qué?

—Escucha.

—¿Qué he de escuchar?

—Chis…

Justo cuando estaba a punto de insistir en que no oía nada, lo oyó: los aullidos débiles de coyotes lejanos. Luego, otra vez nada. Solo la imagen persistente en su mente de animales como pequeños lobos flacos, corriendo en un grupo disperso, de manera salvaje y despiadada como el viento a través de un campo iluminado por la luna más allá de la cumbre norte.

Sonó el teléfono cuando todavía lo tenía en la mano. Miró el identificador:
GALERÍA REYNOLDS
. Echó un vistazo a Madeleine. Nada en su expresión sugería que imaginara quién era quien llamaba.

—Soy Dave.

—Quiero acostarme. Vamos a hablar.

Después de un silencio incómodo, Gurney respondió:

—Tú primero.

Ella musitó una risa suave e íntima que era más ronroneo que risa.

—Quiero decir que quiero acostarme temprano, irme a dormir, y por si ibas a llamarme más tarde para hablar de mañana, será mejor hablar ahora.

—Buena idea.

Otra vez la risa aterciopelada.

—Estoy pensando en una cosa muy simple. No puedo aconsejarte qué decirle a Jykynstyl, porque no sé qué te preguntará. Así que debes ser tú mismo: el prudente detective de Homicidios. El hombre tranquilo que lo ha visto todo. El hombre del lado de los ángeles que lucha contra el diablo y siempre gana.

—No siempre.

—Bueno, eres humano, ¿no? Ser humano es importante. Eso te hace real, no un héroe falso, ¿ves? Así que lo único que has de hacer es ser tú mismo. Eres un hombre mucho más impresionante de lo que piensas, David Gurney.

Él vaciló.

—¿Eso es todo?

Esta vez la risa fue más musical, más divertida.

—Eso es todo para ti. Ahora para mí. ¿Has leído alguna vez el contrato, el que firmaste para la exposición del año pasado?

—Supongo que lo hice en su momento. No últimamente.

—Dice que la Galería Reynolds tiene derecho a un cuarenta por ciento de comisión sobre las obras expuestas, al treinta por ciento por las obras catalogadas y al veinte por ciento por todas las obras futuras creadas para clientes que han sido presentados al artista a través de la galería. ¿Te suena familiar?

—Vagamente.

—Vagamente. Muy bien. Pero te parece bien o ¿tienes algún problema con él a partir de ahora?

—Está bien.

—Perfecto. Porque lo hemos pasado bien trabajando juntos. Lo siento, ¿tú no?

Madeleine, inescrutable, parecía obsesionada con el borde ornamentado de su bufanda, que iba avanzando poco a poco. Puntada tras puntada tras puntada.
Clic. Clic. Clic
.

41
El gran día

E
ra una mañana radiante, una imagen de calendario del otoño. El cielo era de un azul conmovedor, sin el menor atisbo de una nube. Madeleine ya había salido a dar uno de sus paseos en bicicleta por el valle del río que serpenteaba durante casi treinta kilómetros a este y oeste de Walnut Crossing.

—Un día perfecto—había dicho antes de irse, logrando sugerir por su tono que su decisión de pasar un día como ese en la ciudad hablando de grandes sumas de dinero a cambio de desagradables obras de arte lo convertía en alguien tan loco como Jykynstyl. O tal vez Gurney había llegado a esa conclusión por sí mismo y estaba culpándola a ella.

Estaba sentado a la mesa del desayuno, junto a las puertas cristaleras, mirando a través del prado al granero, de un sorprendente tono carmesí, a la luz límpida de la mañana. Tomó el primer sorbo de su café vigorizante, cogió el teléfono y llamó al número de veinticuatro horas de Sheridan Kline.

Respondió una voz adusta e incolora, que trajo a la mente de Gurney el vivo recuerdo del hombre que la poseía.

—Stimmel. Oficina del Fiscal.

—Soy Dave Gurney.

Hizo una pausa, sabiendo que Stimmel lo recordaba del caso Mellery, y no le sorprendió en absoluto que el hombre no lo saludara. Stimmel tenía la afabilidad y locuacidad, así como la fisonomía gruesa, de una rana.

—¿Sí?

—Tengo que hablar con Kline lo antes posible.

—¿Por qué?

—Es cuestión de vida o muerte.

—¿De quién?

—Suya.

El tono adusto se endureció aún más.

—¿Qué significa eso?

—¿Conoce el caso Perry?—Gurney tomó el silencio que siguió por un sí—. Está a punto de estallar en un circo mediático, tal vez el mayor caso de asesinato múltiple de la historia del estado. Pensaba que Sheridan querría ser el primero en saberlo.

—¿De qué está hablando?

—Ya me lo ha preguntado y ya se lo he dicho.

—Dígame hechos, listillo, y pasaré la información.

—No hay tiempo para pasar por todo dos veces. Tengo que hablar con él ahora, aunque tenga que sacarlo a rastras de la taza del váter. Dígale que esto va a hacer que el asesinato de Mellery parezca una infracción de tráfico.

—Será mejor que no sea mentira.

Gurney imaginó que era la forma de Stimmel de decirle: «Adiós, nos pondremos en contacto con usted». Soltó el teléfono, cogió su café y tomó otro sorbo. Aún estaba bueno y caliente. Miró las esparragueras que se inclinaban para alejarse de una suave brisa del oeste. Las preguntas sobre el fertilizante—si, cuándo, cuánto—, que habían llenado su cabeza una semana antes, ahora parecían infinitamente prorrogables. Confiaba en no haber exagerado la situación con Stimmel.

Dos minutos más tarde, Kline estaba al teléfono, excitado como una mosca sobre estiércol fresco.

—¿Qué es esto? ¿Qué explosión mediática?

—Es una larga historia. ¿Tiene tiempo para hablar?

—¿Qué tal si me da el resumen en una frase?

—Imagine un artículo de prensa que comienza así: «Policía y Fiscalía sin pistas de cómo un asesino en serie secuestra chicas de Mapleshade».

—¿No hablamos de eso ayer?

—Hay información nueva.

—¿Dónde está ahora?

—En casa, pero saldré hacia la ciudad dentro de una hora.

—¿Esto es real o una teoría descabellada?

—Suficientemente real.

Hubo una pausa.

—¿Su teléfono es seguro?

—No tengo ni idea.

—Puede tomar la autopista a la ciudad, ¿no?

—Supongo que sí.

—¿Podría pasar por mi oficina de camino a la ciudad?

—Podría.

—¿Puede salir ahora?

—Dentro de diez minutos.

—Nos vemos en mi oficina a las nueve y media. ¿Gurney?

—¿Sí?

—Será mejor que esto sea real.

—¿Sheridan?

—¿Qué?

—Yo en su lugar, rezaría por que no lo fuera.

Diez minutos más tarde, Gurney estaba en camino, en dirección este, con el sol de cara. Su primera parada fue en Abelard’s para comprar un café que sustituyera la taza casi llena que había dejado sobre la mesa de la cocina con las prisas por salir.

Se paró un rato en la superficie de grava que había delante y pasaba por zona de aparcamiento, reclinó su asiento un tercio y trató de vaciar su cabeza de toda idea y concentrarse solo en el sabor del café. No es que fuera una técnica que le funcionara muy bien, y se preguntó por qué insistía en usarla. Sí tenía el efecto de cambiar lo que le preocupaba, pero en ocasiones lo sustituía por algo que le preocupaba igual o más. En este caso, trasladó su atención de la investigación al caos de su relación con Kyle y a la creciente necesidad que sentía de llamarlo.

Era ridículo, la verdad. Lo único que tenía que hacer era dejar de dilatarlo y hacer la llamada. Sabía muy bien que la dilación no era más que una escapatoria a corto plazo que crea un problema a la larga; que solo ocupa cada vez más espacio de almacenamiento en el cerebro, generando cada vez más malestar. Desde el punto de vista intelectual, no había discusión: sabía que la mayoría del sufrimiento de su vida surgía de evitar el malestar.

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