D
espués de que el capitán se marchara, la reunión perdió su interés. No es que tuviera mucho de por sí, pero la partida del capitán pareció dejar bien a las claras la incoherencia de la investigación. Poco a poco, la discusión se fue apagando. La
profiler
estrella, Rebecca Holdenfield, expresando confusión sobre su papel allí, fue la siguiente en abandonar la sala. Anderson y Blatt estaban inquietos, atrapados entre los campos gravitacionales de su jefe, que se había ido, y el fiscal, que todavía estaba presente.
Gurney preguntó si se había hecho algún progreso en la identificación y significado del nombre de Edward Vallory. Anderson pareció atónito ante la pregunta y Blatt la desechó con un movimiento de la mano que dejaba claro que consideraba que era una vía de investigación inútil.
El fiscal pronunció unas pocas frases sin sentido sobre lo provechosa que había sido la reunión, pues había logrado poner a todos en la misma longitud de onda. Gurney no creía que lo hubiera conseguido. Pero al menos podría haber hecho que todos se preguntaran qué clase de historia estaban leyendo. Y puso sobre la mesa la cuestión de la desaparición de las graduadas.
Finalmente, Gurney recomendó al equipo del DIC que buscara antecedentes e información de contacto de Allessandro y Karmala Fashion, puesto que constituían un factor común en las vidas de las chicas desaparecidas y un vínculo entre ellas y Jillian. Justo cuando Kline estaba apoyando esta propuesta, Ellen Rackoff se acercó a la puerta y señaló su reloj. El fiscal miró el suyo, pareció sorprendido y anunció con serio engreimiento que llegaba tarde a una conferencia con el gobernador. En el umbral, expresó su confianza en que todos encontraran la salida. Anderson y Blatt se marcharon juntos, seguidos por Gurney y Hardwick.
Hardwick tenía uno de los omnipresentes Ford negros de la Policía del estado de Nueva York. En el aparcamiento, se apoyó en el maletero, encendió un cigarrillo y, sin que se lo preguntaran, ofreció a Gurney su opinión sobre el capitán.
—El cabrón se está desmoronando. Ya sabes lo que dicen de los fanáticos del control, que quieren controlarlo todo en el exterior porque todo lo que tienen dentro es una mierda. Eso es lo que le pasa al capitán Rod, salvo que el cabrón ya no puede aguantar la locura escondida. —Dio una larga calada al cigarrillo e hizo una mueca al expulsar el humo—. Su hija es una cocainómana desquiciada. Ya lo sabías, ¿no?
Gurney asintió.
—Me lo dijiste durante el caso Mellery.
—¿Te dije que estaba en el psiquiátrico de Greystone, en Jersey?
—Exacto.
Gurney recordó un día húmedo y amargo del mes de noviembre anterior en que Hardwick le había hablado del problema de adicciones de la hija de Rodriguez y de cómo torcía el juicio de su padre en casos donde pudieran estar implicadas las drogas.
—Bueno, la echaron de Greystone por pasar
roxies
y por follar con sus compañeros pacientes. La última noticia es que la detuvieron por pasar crac en una reunión de Drogadictos Anónimos.
Gurney se preguntó adónde quería ir a parar Hardwick. No parecía que sintiera compasión alguna por el capitán.
Hardwick dio la clase de calada que habría dado si hubiera tratado de batir algún récord de cantidad de humo que podía uno meterse en los pulmones en tres segundos.
—Veo que me miras con cara de ¿y esto qué tiene que ver con nada? ¿Tengo razón?
—La pregunta se me ha pasado por la cabeza, sí.
—La respuesta es que nada. No tiene nada que ver con nada. Salvo que las decisiones de Rodriguez no valen para una mierda últimamente. Tiene un vínculo con el caso. —Lanzó el cigarrillo a medio fumar al suelo, lo pisó y lo aplastó en el asfalto.
Gurney intentó cambiar de tema.
—Hazme un favor. Investiga a Allessandro y Karmala. Me da la impresión de que nadie más está particularmente interesado.
Hardwick no respondió. Se quedó de pie un rato más, mirando al suelo, la colilla aplastada junto a su pie.
—Hora de irse—dijo por fin. Abrió la puerta del coche y arrugó la cara como si lo asaltara un olor acre—. Ten cuidado, Davey. El cabrón es una bomba de relojería y va a explotar. Siempre explotan.
E
l trayecto a casa fue deprimente, en cierto sentido, aunque al principio Gurney no supo cómo identificar aquella sensación. Estaba al mismo tiempo distraído y buscando distracción, sin encontrarla. Cada emisora de radio era más intolerable que la anterior. La música que no lograba reflejar su estado de ánimo le resultaba idiota, mientras que aquella que lo conseguía solo lo hacía sentirse peor. Cada voz humana llevaba consigo una irritación, una revelación de estupidez o codicia, o ambas cosas. Cada anuncio le daba ganas de gritar: «¡Cabrones mentirosos!».
Apagar la radio hizo que se concentrara otra vez en la carretera, en los pueblos venidos a menos, en las granjas muertas y agonizantes, en las zanahorias económicas envenenadas que la industria de la extracción de gas natural agitaba delante de los pueblos pobres del norte del estado.
Estaba de un humor de perros.
¿Por qué?
Dejó que su mente vagara de nuevo a la reunión para tratar de entender algo más.
Ellen Rackoff, por supuesto, de cachemira. Ninguna pretensión de inocencia. Cálida y agradable como una serpiente. El peligro en sí constituía una parte perversa de su atractivo.
El informe de pruebas original del equipo de la escena del crimen, repetido por el teniente Anderson, que lograba que el asesinato sonara como un algo profesional: «Incluso había limpiado los sifones de debajo del fregadero y la ducha».
Lo que relacionaba a las chicas desaparecidas entre sí: sus discusiones comunes con sus padres, sus exigencias extravagantes inevitablemente rechazadas, los contactos previos con Héctor y Karmala Fashion y con el escurridizo fotógrafo, Allessandro.
El frío pronóstico de Jack Hardwick: «Es muy probable que ahora estén todas muertas».
El sufrimiento personal de Rodriguez, magnificado por el eco de los horrores potenciales del caso que tenía delante.
Gurney podía oír la voz ronca del hombre tan claramente como si estuviera sentado a su lado en el coche. Era el sonido de alguien al que estiraban hasta que se deformaba, al que tensaban como una goma elástica demasiado pequeña para abarcar todo lo que tenía que abarcar: un hombre cuya constitución carecía de flexibilidad para absorber los elementos accidentales de su propia vida.
Eso hizo que Gurney se preguntara: ¿de verdad existen los elementos accidentales? ¿Acaso no somos nosotros mismos quienes nos situamos, de una manera innegable, en las posiciones en las cuales nos encontramos? ¿Acaso nuestras elecciones y prioridades no influyen de manera decisiva? Tenía el estómago revuelto, y de repente supo la razón. Se estaba identificando con Rodriguez, el policía obsesionado con su carrera, el padre desorientado.
Y entonces—como si aquello no fuera suficiente, como si algún dios malvado hubiera ideado un plan perfecto para complementar su malestar—chocó con el ciervo.
Acababa de pasar el cartel que decía
BIENVENIDOS A BROWNVILLE
. No había pueblo, solo los restos cubiertos de maleza de una propiedad agraria abandonada hacía mucho tiempo a la izquierda y una pendiente boscosa a la derecha. Una hembra de tamaño medio había salido del bosque, había dudado y luego había cruzado la carretera a tanta distancia que Gurney ni siquiera tuvo necesidad de frenar. Pero entonces el cervato la siguió. Era demasiado tarde para frenar y, aunque dio un volantazo a la izquierda, oyó y sintió el terrible impacto.
Paró en el arcén. Miró por el espejo retrovisor, con la esperanza de no ver nada, con la esperanza de que se tratara de una de esas colisiones afortunadas de las cuales el notoriamente resistente ciervo corre hacia el bosque con solo una herida superficial. Pero no era el caso. Treinta metros detrás de él, un pequeño cuerpo marrón yacía al borde de la cuneta.
Gurney bajó del coche y se acercó caminando por el arcén, manteniendo una tenue esperanza de que el cervato solo estuviera aturdido y se pusiera en pie de un momento a otro. Al aproximarse, la posición girada de la cabeza y la mirada vacía de los ojos abiertos acabaron con toda esperanza. Se detuvo y miró a su alrededor, impotente. Vio a la hembra de pie en la granja arruinada, observando, esperando, inmóvil.
No había nada que Gurney pudiera hacer.
Estaba sentado en su coche sin recordar haber vuelto caminando a él, con la respiración interrumpida por pequeños sollozos. Ya se encontraba a medio camino de Walnut Crossing cuando se dio cuenta de que no había mirado si tenía algún desperfecto en la parte delantera del coche, pero incluso entonces continuó, atenazado por la pena, sin desear nada más que llegar a casa.
L
a casa tenía esa peculiar sensación de vacío que exudaba cuando Madeleine había salido. Los viernes cenaba con tres amigas, hablaban de punto y de costura, de las cosas que hacían y de las que iban a hacer, de la salud de todas ellas y de los libros que estaban leyendo.
Tuvo la idea, formada durante el trayecto entre Brownville y Walnut Crossing, de seguir el consejo de Madeleine y llamar a Kyle: de mantener una conversación real con su hijo en lugar de otro intercambio de aquellos mensajes de correo electrónico cuidadosamente esbozados, asépticos, que proporcionaban a ambos la ilusión de que mantenían el contacto. Leer las descripciones editadas de los acontecimientos de la vida en la pantalla de un portátil tenía escaso parecido con oírlas relatadas de viva voz, sin el proceso de suavizado de reescrituras y supresiones.
Se metió en el estudio con buenas intenciones, pero decidió revisar su buzón de voz y su correo electrónico antes de hacer la llamada. Tenía dos mensajes. Ambos eran de Peggy Meeker, la trabajadora social casada con el hombre araña.
En el mensaje de voz parecía excitada, casi alegre: «Dave, soy Peggy Meeker. Después de que mencionaras a Edward Vallory la otra noche, el nombre no ha dejado de incordiarme. Sabía que lo conocía de algún sitio. Bueno, lo he encontrado. Lo recordaba de un curso de literatura. Drama isabelino. Vallory era un dramaturgo, pero ninguna de sus obras sobrevivió y por eso casi nadie ha oído hablar de él. Lo único que existe es el prólogo de una obra. Pero mira esto: se cree que todo el texto era misógino. ¡Despreciaba a las mujeres! De hecho, se cree que la obra de la que este prólogo formaba parte era sobre un hombre que mataba a su propia madre. Te he enviado por
mail
el prólogo. ¿Tiene algo que ver con el caso Perry? Me lo estaba preguntando por lo que hablaste esa tarde. Pensé en eso cuando leí el prólogo de Vallory y me dio escalofríos. Mira el mensaje de correo. Dime si te ayuda. Y dime si puedo hacer algo más por ti. Hablamos pronto. Adiós. Ah, saludos a Madeleine».
Gurney abrió el mensaje de correo y lo examinó brevemente hasta que llegó a la cita de Vallory:
No hay en la Tierra una mujer casta. No hay pureza en ella. Su aspecto, su discurso y su corazón nunca cantan al mismo tiempo. Parece una cosa y parece la otra, y todo es apariencia. Con escurridizos aceites y polvos brillantes colorea sus oscuros dibujos y se pinta encima un retrato que podríamos amar. Pero ¿dónde está el corazón sincero que con una sola nota pulsa su verdadero contenido? ¡Qué vergüenza! No le pidas música pura, directa y sincera. La pureza no forma parte de ella. Su corazón de serpiente saca todas sus artimañas de la serpiente del Edén para poder escupir sobre todos los hombres una baba de mentiras y artimañas.
Gurney lo leyó varias veces, tratando de absorber el significado y el propósito.
Era el prólogo de una obra sobre un hombre que mató a su propia madre. Había sido escrito siglos antes por un dramaturgo famoso por su odio a las mujeres. Su nombre estaba adjunto al mensaje de texto enviado desde el móvil de Héctor a Jillian la mañana en que la mataron y en el que Ashton había recibido hacía solo dos días. Un mensaje de texto que simplemente decía: «Por todas las razones que he escrito».
Y las razones que daba en su único escrito conservado se resumían en esto: las mujeres son criaturas impuras, seductoras, arteras, satánicas, que escupen como monstruos una baba de mentiras y artimañas. Cuanto más leía las palabras, más sentía en ellas una pesadilla sexual retorcida.
Gurney se enorgullecía de su precaución, de su equilibrio, pero era difícil no concluir que la cita constituía una justificación demente del asesinato de Jillian Perry. Y posiblemente también de otros asesinatos, de asesinatos pasados… ¿y quizá de algunos por llegar?
Por supuesto, no había nada seguro en ello. Ninguna forma de probar que Edward Vallory, el misógino declarado del siglo
XVII
, era el Edward Vallory cuyo nombre era apropiado para Héctor Flores, aunque el hecho de que los mensajes procedieran del móvil de Flores lo convertía en una hipótesis justa.
Todo parecía encajar, tener un sentido terrible. El prólogo de Vallory ofrecía la primera hipótesis de un móvil que no se basaba por completo en la especulación. Para Gurney era un motivo que tenía el atractivo adicional de ser compatible con su propia sensación creciente de que el asesinato de Jillian estaba guiado por la venganza de ofensas sexuales pasadas, o suyas o de las estudiantes de Mapleshade en general. Además, que esa semana le hubieran mandado el mensaje a Scott Ashton apoyaba la idea de que aquel asesinato formaba parte de una empresa compleja, una empresa que, al parecer, continuaba.
Quizá Gurney estaba sacando demasiadas conclusiones, pero de repente se le ocurrió que el hecho de que el fragmento que había sobrevivido de la obra de Vallory fuera el prólogo podría tener un significado más que accidental. Además de ser el prólogo de un drama perdido, ¿podría ser el prólogo de sucesos futuros, una pista de asesinatos por llegar? Exactamente, ¿cuánto les estaba contando Héctor Flores?
Pulsó el botón de responder en el mensaje de correo de Peggy Meeker y le preguntó: «¿Qué más hay sobre la obra? ¿Argumento? ¿Personajes? ¿Ha sobrevivido algún comentario de coetáneos de Vallory?».
Por primera vez en el caso, Gurney sentía una excitación innegable, unas ganas irresistibles de llamar a Sheridan Kline con la esperanza de que aún estuviera en la oficina.